Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– El primer asesinato fue de un vagabundo; creímos que se lo habían comido los algules mientras dormía la mona, porque estaba cerca de un cementerio. Caso cerrado. -Su voz iba subiendo de tono poco a poco-. Después encontramos a una pareja joven, en el coche del chico. Tampoco se los habían cargado muy lejos del cementerio; llamamos a un exterminador y a un cura. Caso cerrado. -Bajó la voz, pero era tensa, como si se estuviera tragando los gritos. Su cólera era casi palpable-. Y ahora esto. Ha sido la misma bestia, sea lo que sea, pero no hay un puto cementerio en varios kilómetros a la redonda, así que no han sido algules, y puede que se hubiera podido evitar si te hubiera llamado con el primer caso o el segundo. Ya le voy pillando el truco a esta mierda sobrenatural y tengo más experiencia, pero no es suficiente. Ni de lejos. -Tenía las manos crispadas alrededor de la libreta.

– Nunca te había oído hablar tanto.

Soltó una risa entrecortada.

– Necesito el nombre.

– Dominga Salvador. Es la sacerdotisa vodun más importante del Medio Oeste, pero si le mandas a la policía no soltará prenda. Ni ella ni nadie.

– ¿Y contigo sí que hablarían?

– Sí.

– Vale, pero será mejor que me digas algo mañana mismo.

– No sé si podré concertar una cita con tan poca antelación.

– O lo haces tú o lo hago yo.

– De acuerdo, de acuerdo, ya veré cómo me lo monto.

– Gracias, Anita. Por lo menos tenemos un sitio por el que empezar.

– Pero puede que no sea cosa de zombis; es sólo una conjetura.

– ¿Qué podría ser, si no?

– Bueno, si hubiera sangre en el cristal, yo diría que podría haber sido un hombre lobo.

– Cojonudo, justo lo que necesitaba: un cambiaformas descontrolado.

– Pero no había sangre.

– Así que es más probable que se trate de algún nomuerto.

– Exactamente.

– Bueno, pues habla con esa tal Dominga y dime algo cuanto antes.

– A la orden, mi sargento.

Me miró con cara de pocos amigos y volvió a la casa. Mejor que entrara él; yo sólo quería largarme, cambiarme de ropa y prepararme para levantar muertos. Aquella noche me esperaban tres clientes, o tres futuros zombis.

El psiquiatra de Ellen Grisholm consideraba que le vendría bien enfrentarse al padre que había abusado de ella de niña; el problema era que llevaba varios meses muerto, así que me tocaba levantarlo para que su hija pudiera insultarlo a gusto. Según el médico, sería una liberación. Supongo que hace falta un doctorado para poder soltar esas gilipolleces.

Las otras dos reanimaciones eran más normalitas: una disputa por un testamento y un testigo de cargo que había tenido el mal gusto de sufrir un infarto antes del juicio. Aún no estaba muy claro que el testimonio de un zombi fuera admisible ante un tribunal, pero estaban suficientemente desesperados para intentarlo, y dispuestos a pagar por ello.

Me quedé plantada en mitad del césped amarillento. Me alegraba ver que la familia no era adicta a los aspersores; menudo derroche de agua. Igual hasta reciclaban las latas y los periódicos. Igual hasta eran ciudadanos respetuosos con el medio ambiente. O puede que no.

Un agente de uniforme levantó el cordón policial para dejarme salir, y me metí en el coche sin prestar atención a los curiosos. Era un Nova de un modelo reciente; podría haberme comprado algo mejor, pero ¿para qué? Tenía cuatro ruedas.

El volante estaba ardiendo, así que encendí el aire acondicionado. Lo que le había dicho a Dolph de Dominga Salvador era cierto: no hablaría con la policía ni borracha. Pero no había procurado omitir su nombre por eso.

Si intentaban hablar con ella, haría averiguaciones y descubriría que yo los había puesto sobre su pista. Era la sacerdotisa vodun más poderosa que conocía, y levantar un zombi asesino era sólo una de las muchas cosas que podría hacer si le diera la gana.

Francamente: hay cosas que se pueden colar por la ventana en plena noche que son mucho peores que un zombi. Yo intentaba no darme por enterada de esa parte del negocio, pero Dominga era la creadora de casi todo lo relacionado con ella. Desde luego, no tenía ningún interés en cabrearla, así que tendría que hablar con ella al día siguiente. Era como conseguir una cita con el capo del vudú. La putada era que no la tenía muy contenta: me había mandado varias invitaciones para que asistiera a sus ceremonias, y yo las había rechazado con tanta amabilidad como había podido. Estaba convencida de que no le hacía gracia que fuera cristiana, y me las había arreglado para no tener que verla cara a cara. Hasta entonces.

Tenía que preguntarle a la sacerdotisa vodun más poderosa de los Estados Unidos, y puede que de toda América del Norte, si había levantado un zombi y si daba la casualidad de que ese zombi se dedicaba a cargarse gente por orden suya. Mierda, qué locura. Me esperaba otro día movidito.

CUATRO

Sonó el despertador, y me puse a soltar manotazos a los botones; más tarde o más temprano daría con el de apagado. Pero al final tuve que apoyarme en un codo y hasta abrir los ojos para desconectar la cosa, y me quedé mirando los números luminosos: las seis de la mañana. Joder. Había llegado a casa a las tres.

¿Por qué lo había puesto a las seis? No tenía ni idea; después de tres horas de sueño no suelo andar muy lúcida. Volví a tumbarme entre las sábanas calentitas, y estaba a punto de cerrar los ojos cuando me acordé de Dominga Salvador.

Habíamos quedado a las siete; eso es madrugar y lo demás son tonterías. Me libré como pude de las sábanas y me quedé un momento sentada en la cama. Salvo por el zumbido del aire acondicionado, reinaba un silencio sepulcral.

Me levanté, pensando en ositos de peluche recubiertos de sangre.

Al cabo de un cuarto de hora ya estaba vestida. Siempre me duchaba al volver del trabajo, por tarde que fuera; no soportaba la idea de meterme entre las sábanas limpias pringada de sangre de pollo reseca. A veces es de cabra, pero suele ser de pollo.

Elegir el atuendo había tenido lo suyo: no quería parecer irrespetuosa ni achicharrarme. Claro que no habría sido tan difícil si no tuviera intención de llevar pistola. Llamadme paranoica, pero no estaba dispuesta a salir de casa sin ella.

Los vaqueros desteñidos, los calcetines y las zapatillas deportivas fueron la parte fácil. Después me puse una pistolera de cintura con una Firestar de 9 mm, la sustituía de la Browning Hi-Power, que abulta demasiado para llevarla debajo del pantalón.

Sólo faltaba una camisa que tapara la pistola sin dejarla inaccesible, pero eso es más difícil de lo que parece. Al final me puse una camiseta que llegaba poco más allá de la cintura y di unas vueltas delante del espejo.

La pistola no se veía, siempre que no levantara los brazos más de la cuenta. Por desgracia, la camiseta era de un rosa muy, muy claro. La verdad es que no alcanzo a entender cómo me pudo dar por comprármela. Puede que me la hubieran regalado; eso esperaba, porque la idea de haberme gastado el dinero en algo rosa era más de lo que podía soportar.

Aún no había abierto las cortinas, y el piso estaba en penumbra. Había encargado expresamente unas cortinas muy tupidas, pues no sentía demasiada debilidad por ver la luz del día. Encendí la lámpara del acuario, y los peces ángel subieron hacia la superficie, boqueando implorantes.

Los peces no están mal como animal doméstico. No hay que sacarlos a pasear, recogerles la porquería ni adiestrarlos; basta con limpiar el acuario de vez en cuando y darles de comer, aparte de que les importa una mierda a qué hora vuelvo.

El olor del café recién hecho llenó la casa, y me senté a la mesa de la cocina a tomarme una taza de Colombia. Lo sacaba del congelador y lo molía justo antes de prepararlo; no hay otra forma de tomar café, aunque si no hay más remedio, me lo tomo como sea.

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