Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Sí. -Había palidecido. Y supongo que yo también.

– Es posible, pero ni siquiera los nomuertos pueden comer tanto. -Respiré profundamente-. ¿Hay algún indicio de… regurgitación?

– Regurgitación. -Sonrió-. Bonita palabra. No, no parece que el bicho haya vomitado. Por lo menos, no por nada que hayamos visto.

– Entonces, es probable que el niño esté en algún lado.

– ¿Podría seguir vivo?

Levanté la vista hacia él. Quería contestar que sí, pero estaba casi segura de que no, así que me quedé en tierra de nadie:

– Ni idea. -Dolph asintió, y yo cambié de tema-. Ahora toca el salón, ¿no?

– No.

Salió de la habitación sin decir nada más, y lo seguí; ¿qué otra cosa podía hacer? Pero no me di prisa. Si le iba hacer de poli duro y lacónico, que esperase.

Doblé la esquina, siguiendo sus espaldas anchas, y atravesamos el salón hasta llegar a la cocina, donde una puerta corredera de cristal dejaba ver la terraza. Había cristales por todas partes, que destellaban bajo otro tragaluz. Era una cocina inmaculada que parecía sacada de un anuncio, toda llena de baldosas azules y madera clara.

– Qué bonito -dije.

Vi gente en el jardín; se habían trasladado al exterior. El seto los ocultaba de la vista de los vecinos curiosos, como había ocultado al asesino la noche anterior. En la cocina sólo quedaba un inspector tomando notas junto al fregadero reluciente.

Dolph me indicó con un gesto que mirase bien.

– Vale -dije-. Algo atravesó la puerta de cristal. Tuvo que hacer muchísimo ruido, y se oiría aunque estuviera puesto el aire acondicionado.

– ¿Tú crees?

– ¿Algún vecino oyó algo?

– Nadie lo reconoce.

Asentí, pensativa.

– Se rompe el cristal. Alguien, probablemente el hombre, se asoma a ver qué ha pasado; hay estereotipos sexistas que no suelen fallar.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Dolph.

– El aguerrido cazador que protege a su familia.

– De acuerdo, salió el hombre. ¿Qué pasó después?

– Llega, ve lo que ha entrado por la ventana y avisa a gritos a su mujer. Probablemente le dice que se marche. Que coja al niño y salga corriendo.

– ¿Y por qué no que llame a la policía?

– No he visto ningún teléfono en el dormitorio. -Señalé con un gesto el de la pared de la cocina y añadí-: Puede que este sea el único, y para llegar hasta él habría que pasar por encima del hombre del saco.

– Sigue.

Me volví para mirar el salón; desde allí se veía el sofá, cubierto por la sábana.

– El intruso, fuera lo que fuera, atacó al hombre y lo dejó fuera de juego, pero no lo mató.

– ¿Por qué lo dices?

– ¿Esto es un examen o qué? Casi no hay sangre en la cocina; se lo comió en el dormitorio, y no creo que se dedicara a llevarlo a rastras después de matarlo. Lo perseguiría hasta la habitación y lo mataría allí.

– No está mal. ¿Quieres inspeccionar el salón?

La verdad es que no quería, pero no lo dije en voz alta. De la mujer quedaban más restos, y tenía el torso casi intacto. Le habían envuelto las manos en bolsas de papel, y habían extraído muestras de debajo de las uñas. Esperaba que sirvieran de ayuda. Los ojos del cadáver, muy abiertos, estaban clavados en el techo, y la chaqueta empapada del pijama se pegaba al lugar que había ocupado la cintura. Tragué saliva y levanté la prenda con el índice y el pulgar.

La columna vertebral resplandeció al sol, blanca y húmeda, colgando como un cable arrancado del enchufe.

– La desgarraron, como al… hombre del dormitorio.

– ¿Cómo sabes que era un hombre?

– Si no había nadie más, tenía que ser el hombre. No tenían invitados, ¿verdad?

– No que sepamos -dijo Dolph negando con la cabeza.

– Entonces es el hombre, porque la mujer conserva las costillas y los brazos. -Intenté contener la cólera de mi voz; Dolph no tenía la culpa-. No trabajo en la policía, así que ¿te importaría dejar de preguntarme cosas que ya sabes?

– De acuerdo -dijo asintiendo-. A veces me olvido de que no eres uno de los chicos.

– Gracias, supongo.

– Ya me entiendes.

– Sí, y hasta sé que es un cumplido, pero ¿podemos seguir hablando fuera?

– Claro. -Se quitó los guantes ensangrentados y los dejó en una bolsa de basura que había en la cocina. Lo imité.

El calor me apresó como una envoltura de plástico, pero fuera me sentí mejor, más limpia. Me llené varias veces los pulmones de aire caliente y húmedo. Ah, el verano.

– Pero no me equivoco al suponer que no ha sido nada humano, ¿verdad? -dijo el inspector.

Había dos agentes de uniforme que contenían a la multitud arremolinada en el jardín y la calle. Niños, padres, adolescentes en bici… Joder, menudo circo.

– No te equivocas. Fuera lo que fuera, no sangró al atravesar el cristal.

– Ya me he fijado. ¿Qué significa eso?

– Hay pocos nomuertos que sangren.

– ¿Cuáles sangran?

– Los zombis recientes, un poco. Los vampiros son los únicos que pueden sangrar casi tanto como una persona.

– Entonces, ¿no crees que fuera un vampiro?

– No. Además, comió carne humana, y los vampiros no pueden digerir nada sólido.

– ¿Podría haber sido un algul?

– No hay cementerios suficientemente cerca, y la casa no ha quedado tan mal. Los algules habrían destrozado los muebles, como animales salvajes.

– ¿Un zombi?

Sacudí la cabeza.

– No sé qué decir. Los zombis devoradores de carne no son nada frecuentes, pero haberlos, haylos.

– Tres casos documentados, ¿no? En todos ellos, los zombis conservan más tiempo las características humanas y no se pudren.

– Buena memoria -dije con una sonrisa-. Y sí, eso es: los zombis que comen carne no se pudren, o se pudren más despacio.

– ¿Son violentos?

– No que se haya visto.

– ¿Y los zombis, en general? -preguntó.

– Sólo si se lo ordenan.

– ¿Qué significa eso?

– Alguien que tenga suficiente poder es capaz de pedirle a un zombi que mate.

– ¿Y usarlo de arma?

– Algo así -confirmé.

– ¿Quién podría haberlo hecho?

– Bueno, no estoy muy segura de que haya sido eso.

– Ya, pero ¿se te ocurre alguien?

– Buf. Hasta yo podría, pero yo no he sido. Y nadie que conozca sería capaz de hacer nada así.

– Eso lo decidiremos nosotros -dijo sacando la libreta.

– ¿De verdad quieres que te dé nombres de amigos míos para que les preguntes si les ha dado por levantar un zombi y mandarlo a matar a esta familia?

– Sí.

– Esto es increíble -dije con un suspiro-. De acuerdo: Manny Rodríguez, Peter Burke y… -Me detuve antes de pronunciar el tercer nombre.

– ¿Qué pasa?

– Nada, que acabo de acordarme de que tengo que ir al entierro de Burke, así que no te sirve de sospechoso.

Dolph me miraba sin disimular su desconfianza.

– ¿Estás segura de que no puedes darme más nombres?

– Te avisaré si se me ocurre alguien más -solté sin flaquear, toda sinceridad. Nada por aquí, nada por allá.

– Eso espero.

– Faltaría más.

Dolph sonrió y sacudió la cabeza.

– ¿A quién intentas proteger?

– A mí. -Me miró extrañado-. Digamos que no quiero que nadie se enfade conmigo.

– ¿Alguien concreto?

– Parece que va a llover.

– Joder, Anita, necesito tu ayuda.

– Ya te he ayudado.

– El nombre.

– Tranquilo. Espera a que haga unas averiguaciones y, si eso, ya te diré algo.

– Oh, qué generosa. -Un tono rojizo le iba subiendo por el cuello. Nunca había visto a Dolph enfadado, pero algo me decía que estaba a punto.

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