Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Ya habían muerto cuatro personas, quizá cinco, y de una forma espantosa.

– Ya he dicho que estoy dispuesta a hacer la prueba. Vamos.

Dominga rodeó la mesa y le tocó el brazo a Manny, que saltó como si se hubiera quemado y me soltó.

– No va a sufrir ningún daño, Manuel. Te doy mi palabra.

– No me fío de ti.

– Pero ella ya se ha decidido. -Dominga rió-. Y yo no la he obligado.

– Para el caso… La has extorsionado con la seguridad de otros.

– ¿Te he extorsionado, chica? -preguntó volviéndose hacia mí.

– Sí -contesté.

– Se nota que es tu discípula, coraz ó n. Es tan sincera y valiente como tú.

– Es valiente, pero no ha visto lo que tienes abajo.

Quería preguntar qué había en el sótano, pero me callé. En realidad, prefería no saberlo. Ya había recibido consejos sobre mierdas sobrenaturales: «No entres en esa habitación, o el monstruo te matará». Y el caso es que suele haber monstruos, y suelen intentar matarme, pero hasta ahora he sido más rápida que ellos, o he tenido más suerte. A seguir tentándola, pues.

Me habría gustado hacerle caso a Manny: la idea de irme a casa era más que apetecible, pero no podía desoír la llamada del deber. Del deber y de las pesadillas. No quería ver otra familia masacrada.

Dominga salió de la habitación, seguida de Manny. Yo iba detrás, y Enzo cerraba la marcha. Vaya día para un desfile.

SEIS

La escalera del sótano era de madera, muy empinada, y los escalones se combaban a nuestro paso. Mal rollo. La luz del sol que entraba por la puerta se perdía en una oscuridad total; parecía perder ímpetu y desvanecerse, como si no tuviera poder en aquella especie de cueva. Me detuve en el límite de la zona iluminada y miré hacia abajo. Ni siquiera distinguía a Dominga y a Manny, pero tenían que estar justo delante de mí, ¿no?

Enzo, el gorila, esperaba detrás con paciencia, sin meterme prisa. Entonces, ¿era yo quien decidía? ¿Podía recoger los juguetes e irme a casa?

– Manny… -dije.

Me contestó una voz desde demasiado lejos. Quizá fuera un truco acústico de la habitación. O quizá no.

– Estoy aquí, Anita.

Intenté averiguar desde dónde llegaba, pero no veía nada. Di dos pasos más, a ciegas, y me paré como si me hubiera dado contra una pared. Olía a tierra y a humedad, como casi todos los sótanos, pero también asomaba un olor pútrido y agridulce: el hedor indescriptible de los cadáveres. En lo alto de la escalera era tenue, pero estaba segura de que iría empeorando a medida que bajara más.

Mi abuela había sido sacerdotisa vodun, pero su humfo no olía a cadáveres; en esa religión, la frontera entre el bien y el mal no estaba tan definida como en la wicca, el cristianismo o el satanismo, pero existía, y Dominga Salvador la había cruzado. Lo sabía desde el principio, pero me seguía incomodando.

Según mi abuela, yo era nigromante: más, y a la vez menos, que sacerdotisa vodun. Tenía afinidad con los muertos, con todos los muertos. Decía que era difícil ser nigromante y practicar el vudú sin caer en la tentación del mal, y ella misma había fomentado mi cristianismo; me quería tanto, y temía tanto por mi alma, que había alentado a mi padre a apartarme de la rama materna de mi familia.

Y ahí estaba, bajando los escalones que me conducían a las fauces de la tentación. ¿Qué diría mi abuela? Probablemente, que me fuera a casa, y no sería mal consejo: el nudo que tenía en la garganta opinaba lo mismo.

Se encendió una luz al pie de la escalera, una bombilla débil que me Pareció más luminosa que una estrella. Parpadeé; Dominga y Manny estaban justo debajo, mirándome.

Luz. ¿Por qué me sentí mejor al instante? Ya sé que es una tontería, pero qué se le va a hacer. Enzo cerró la puerta a nuestras espaldas. La penumbra dominaba el ambiente, pero se veía un pasillo estrecho con más bombillas desnudas.

Casi había terminado de bajar, y el olor agridulce era más intenso. Probé a respirar por la boca, pero sólo conseguí meterme la peste en la garganta. El olor de la carne putrefacta se pega al paladar.

Dominga abrió la marcha entre las paredes de ladrillo. En algunos sitios había rectángulos de cemento pintado, como si hubieran tapiado puertas. Al parecer, había habitaciones a intervalos regulares. ¿Por qué las habrían cegado? ¿Por qué habrían tapado las puertas con cemento? ¿Qué habría tras ellas?

Pasé los dedos por el cemento; la superficie era áspera y fría, y la pintura era reciente, porque no estaba descascarillada por la humedad. Me pregunté qué habría al otro lado.

De repente me sentí observada, y contuve el impulso de volverme para mirar a Enzo. Estaba segura de que se comportaría, pero también estaba segura de que lo último que debería preocuparme era que me pegaran un tiro.

El aire era muy húmedo y frío: la madre de todos los sótanos. Había tres puertas, dos a la derecha y una a la izquierda. Sólo eran puertas, y una de ellas tenía un candado nuevo y reluciente. Cuando pasamos junto a ella la oí rechinar, como si algo muy grande se hubiera apoyado en ella.

– ¿Qué hay ahí? -pregunté, deteniéndome.

Enzo también se detuvo. Dominga y Manny habían doblado una esquina, y nos habíamos quedado solos. Toqué la puerta, que crujió y se combó como si un gato gigante se hubiera frotado contra ella. Desde abajo me llegó una ráfaga de olor que me saturó la boca y la garganta. Me aparté asqueada y tragué convulsivamente, pero el sabor me llegó hasta el estómago.

La cosa del otro lado soltó algo parecido a un maullido, pero no supe si era un sonido humano o animal. Fuera lo que fuera, era más grande que una persona y estaba muerto. Mucho.

Me tapé la nariz y la boca con la mano izquierda; prefería tener libre la derecha, por si acaso. Por si aquello atravesaba la puerta, por ejemplo. ¿Balas contra un muerto viviente? No servirían de gran cosa, pero me tranquilizaba tener el arma a mano, aunque sólo fuera porque podía disparar a Enzo si se terciaba. Aunque… ¿para qué? Me daba que si la puerta cedía, él correría tanto peligro como yo.

– Tenemos que seguir -dijo.

Su expresión no me revelaba nada; ni que fuéramos por la calle hacia la tienda de la esquina. Parecía tranquilísimo, y lo odié por ello. Cuando estoy aterrorizada, qué menos que no ser la única.

Miré la puerta de la izquierda, que no tenía candado, y la abrí. Tenía que averiguarlo. Era una celda de apenas tres metros cuadrados, con suelo de cemento y paredes encaladas. Estaba vacía, como si esperase a su siguiente ocupante. Enzo cerró de un portazo, y no protesté; no valía la pena. Si tenía que vérmelas con alguien que pesaba el doble que yo, más me valía elegir un buen motivo, y una habitación vacía no lo era.

Enzo se apoyó en la puerta, y las bombillas le iluminaron el sudor de la cara.

– No abra más puertas, se ñ orita. Le pueden pasar cosas muy feas.

– De acuerdo. -Asentí. Había bastado una celda desocupada para que se pusiera a sudar; menos mal que se asustaba por algo. Pero ¿por qué esa habitación y no la otra, la de la cosa apestosa que maullaba? A saber.

– Tenemos que alcanzar a la se ñ ora. -Hizo un gesto con la mano, como el de un camarero que me indicara una mesa, y seguí sus instrucciones. ¿Adonde iba a ir si no?

El pasillo daba a una sala rectangular, con las paredes tan blancas como las de la celda. El suelo, también encalado, tenía dibujos trazados en negro y rojo vivo. Eran verves: unos símbolos que se usan en los santuarios para convocar a los loas, los dioses del vodun. Son como las paredes que rodean el camino que conduce al altar; si me salía de la senda, estropearía el dibujo, y no sabía si eso sería bueno o malo. Regla 369 para situaciones de magia desconocida: en caso de duda, no toques nada.

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