—¿Cómo sabes que son mágicos y que no se trata de alguna artimaña de los enanos?—preguntó Tanis, seguro de que Tas estaba ocultando algo.
Tas tragó saliva. Había confiado en que Tanis no le hiciera esa pregunta.
—Eh... —balbuceó Tas —. Bueno, me parece que, lo que pasó es que, bueno... ocurrió que una noche en la que todos estabais ocupados, se lo mencioné casualmente a Raistlin. Me dijo que podían ser mágicos. Para averiguarlo recitó uno de esos extraños hechizos suyos, y los anteojos comenzaron a relucir. Aquello significaba que estaban encantados. Me preguntó para qué servían, se lo mostré y me dijo que eran «anteojos de visión verdadera». Los hechiceros enanos de la antigüedad los utilizaban para leer libros escritos en otras lenguas y... —Tas guardó silencio.
—¿Y?
—Y... leer...libros de encantamientos —prosiguió Tas con un hilo de voz.
—¿Y qué más dijo Raistlin?
—Que si tocaba sus libros de encantamientos u osaba siquiera mirarlos, me convertiría en un grillo y s...se me comería de un bocado. Y le creí.
Tanis movió la cabeza. Las amenazas que Raistlin profería eran tan terribles que conseguían, incluso, socavar la curiosidad del kender.
—¿Algo más? —le preguntó.
—No, Tanis —respondió Tas inocentemente. En realidad, Raistlin había mencionado algo más sobre los anteojos, pero Tas no lo había entendido muy bien. Vino a decir que a través de ellos podían verse las cosas demasiado reales lo cual no tenía ningún sentido, por lo que no creyó conveniente sacarlo a colación. Además, Tanis ya estaba suficientemente enojado.
—Bien, ¿y qué has descubierto? —preguntó Tanis de mala gana.
—Oh, Tanis, ¡es tan interesante! —respondió Tas, satisfecho de zanjar aquel penoso asunto. Pasó una de las hojas del libro cuidadosamente, pero aún así, ésta se deshizo entre sus pequeños dedos. Movió la cabeza con tristeza —. Esto sucede continuamente. Pero, mirad aquí... —los otros se inclinaron sobre el kender para poder ver—, imágenes de dragones. Dragones azules, dragones rojos, dragones negros, dragones verdes. No sabía que había de tantas clases. Ahora, ¿veis esto? —pasó otra de las páginas —. Oops. Bueno, ahora ya no lo podéis ver, pero había una inmensa bola de cristal. Y eso es lo que dice el libro...¡si tuviéramos una de esas bolas de cristal, podríamos influir sobre los dragones hasta conseguir que hicieran lo que les ordenáramos!
—¡Una bola de cristal! —exclamó despreciativamente el enano—. No le creas, Tanis. Creo que el único poder que tienen esos anteojos es el de fomentar su imaginación.
—¡Estoy diciendo la verdad! —dijo Tas indignado—. ¡Son los Orbes de los Dragones, y puedes preguntarle a Raistlin, por ellos! El debe saberlo, pues de acuerdo con el libro fueron creados por los grandes hechiceros de épocas lejanas.
—Te creo —dijo Tanis con seriedad al ver a Tasslehoff realmente preocupado—. Pero me temo que esa información no nos servirá de mucho. Seguramente todos quedaron destruidos por el Cataclismo, y, además, no sabríamos por dónde empezar a buscarlos...
—Sí, lo sabemos —interrumpió Tas excitado—. Aquí hay una lista de los lugares donde los guardaron. Ves... —de pronto guardó silencio, enderezando la cabeza—. Shhhh... —dijo aguzando los oídos. Los otros se callaron. Al principio no percibieron nada, pero un instante después captaron los sonidos que kender había ya detectado.
Tanis sintió que se le helaban las manos. Ahora podía escuchar en la distancia, el profundo sonido de cientos de cuernos —cuernos que todos ellos habían oído en otras desgraciadas situaciones. Los metálicos y bramantes cuernos que anunciaban la llegada de los ejércitos de draconianos... y la proximidad de los dragones.
El sonido de la muerte.
7
“... destinados a no volver a encontrarnos en este mundo”
Cuando los compañeros acababan de alcanzar el mercado, los primeros dragones sobrevolaban Tarsis.
Se habían separado de los caballeros a su pesar, pues éstos habían intentado convencerlos de que escaparan con ellos a las colinas. Ante la negativa del grupo, Derek les pidió que permitieran a Tasslehoff acompañarlos, ya que el kender conocía el lugar donde se hallaban los Orbes de los Dragones. Tanis sabía que Tas escaparía de los caballeros, por lo que se vio obligado a negarse de nuevo.
—Sturm, ven con el kender y con nosotros —ordenó Derek, haciendo caso omiso de Tanis.
—No puedo, señor —respondió Sturm posando su mano sobre el brazo de Tanis —. Él es mi jefe, y mi lealtad está con mis amigos.
Derek habló con frialdad.
—No puedo detenerte si ésa es tu decisión. Pero esto representará una marca negra en tu contra, Sturm Brightblade. Recuerda que aún no eres un caballero, todavía no. Ruega para que, cuando se debata la cuestión de tu investidura ante el Consejo, yo no me encuentre allí.
El rostro de Sturm se tornó pálido como el de un muerto. Desvió la mirada hacia Tanis, quien intentó ocultar su sorpresa ante las alarmantes nuevas. Pero no disponían de tiempo para discutir. El sonido de los cuernos, que resonaban disonantes en la helada atmósfera, era cada vez más cercano. Los caballeros y los compañeros se separaron; los primeros se dirigieron a su campamento en las colinas, los segundos decidieron permanecer en la ciudad.
Los habitantes de Tarsis habían salido de sus casas y elucubraban en las calles sobre aquel extraño sonido que nunca habían oído y que no conseguían identificar. Sólo uno de los tarsianos supo lo que era. En la Sala del Consejo, al oír aquel ruido, el señor se puso inmediatamente en pie. Girándose rápidamente se volvió hacia el sonriente draconiano oculto tras él entre las sombras.
—¡Dijiste que no nos ocurriría nada! —exclamó el señor con los dientes apretados—.Todavía estamos negociando...
—El Señor del Dragón se ha cansado de negociaciones —manifestó el draconiano esbozando un bostezo ——. Y a la ciudad no le ocurrirá nada... aunque por supuesto, recibiréis una lección.
El señor hundió la cabeza entre las manos. Los otros miembros del Consejo, sin comprender muy bien lo que estaba sucediendo, se miraron unos a otros, sobrecogidos al ver resbalar lágrimas entre los dedos de su señor.
El cielo ya estaba repleto de inmensos dragones rojos, cientos de ellos. Volaban en pequeñas escuadrillas de tres o de cinco, con las alas extendidas llameando rojizas bajo el sol poniente. La gente de Tarsis sólo comprendía una cosa que aquél era el vuelo de la muerte.
Cuando los dragones volaron más bajo, realizando los primeros vuelos rasos sobre la ciudad, difundieron un pánico mucho más mortífero que las llamas que lanzaban. Cuando la sombra de sus alas oscureció la agonizante luz del día, los habitantes de Tarsis tuvieron un único pensamiento: escapar.
Pero no había forma de hacerlo.
Los dragones atacaron sabiendo que no iban a encontrar resistencia. Volaban en círculo uno tras otro, lanzándose en picado desde el cielo cual disparos abrasivos, haciendo arder edificio tras edificio con su flamígero aliento. Los incendios iniciados originaron sus propias tormentas de viento y las calles se llenaron de un humo sofocante, convirtiendo el atardecer en noche cerrada. Comenzó a llover ceniza. Los gritos de terror se trocaron en gritos de agonía cuando la muerte hizo su aparición en aquel ardiente abismo en el que se había convertido Tarsis.
Con los primeros ataques de los dragones, una riada de aterrorizada humanidad inundó las incandescentes calles de Tarsis. Muy pocos tenían una idea clara de dónde se dirigían. Algunos gritaban que estarían a salvo en las colinas, otros corrían hacia la antigua costa, mientras otros intentaban alcanzar las murallas de la ciudad. Sobre ellos se cernían los dragones, quemándolo todo, arrasándolo todo.
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