Margaret Weis - La tumba de Huma

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Ahora todo el mundo sabe que los esbirros draconianos de Takhisis, la Reina de la Oscuridad, han vuelto. Todas las naciones se disponen a defender sus hogares, sus vidas y su libertad. Pero las razas llevan largo tiempo divididas por el odio y los prejuicios. Los guerreros elfos luchan contra los caballeros humanos. La guerra parece perdida antes de comenzar. Los compañeros se ven separados por el conflicto, viviendo distintas aventuras. Pasará una estación completa antes de que vuelvan a reunirse, si es que lo consiguen. Bajo el pálido sol invernal, un caballero caído en desgracia, una doncella elfa mimada y un kender algo chiflado ven cómo se acercan las tinieblas.
Nadie diría que son unos héroes.
Y ellos, menos que nadie.

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La guardia de honor retrocedió, manteniéndose en posición de firmes. Los caballeros allí congregados inclinaron unos segundos la cabeza, antes de alzar los ojos hacia Laurana.

Había llegado el momento de los discursos, de las inflamadas evocaciones de las proezas realizadas por los caballeros muertos. Sin embargo, no se oían en la sala sino los sollozos del viejo enano y los quedos gemidos de Tasslehoff. Laurana contempló el sereno rostro de Sturm, y se ahogaron las palabras que afloraban ya a sus labios.

Por un instante envidió al caballero con toda su alma. Estaba más allá del dolor, del sufrimiento y de la soledad. Había librado su batalla, saliendo victorioso del trance.

«¡Me has abandonado! ¡Permites que me enfrente a la situación sin ayuda! Primero Tanis, luego Elistan y ahora tú. ¡No puedo, no soy lo bastante fuerte! No dejaré que te vayas, Sturm. ¡Tu muerte carece de sentido! Ha sido un fraude y una vergüenza. No dejaré que te vayas. ¡No en silencio, no sin cólera!», le imprecó en plena agonía.

Cuando levantó la cabeza, sus ojos centelleaban bajo las antorchas.

—Esperáis una noble arenga —declaró, con voz tan fría como el ambiente del sepulcro—Una noble arenga para honrar las hazañas de estos tres caballeros. ¡Pues bien, no vais a oírla! No por mi boca.

Los presentes intercambiaron sombrías miradas.

—Estos hombres, que deberían haber permanecido unidos en una hermandad forjada cuando Krynn era aún joven, murieron en una abyecta discordia provocada por el orgullo y la ambición. Vuestros ojos confluyen en Derek Crownguard, pero guardaos de culparle sólo a él. Mis reproches se dirigen a todos vosotros. ¡Sí, a vosotros que habéis tomado partido en tan cruenta lucha por el poder!

Algunos de los caballeros palidecieron, presas de sentimientos encontrados como el arrepentimiento y la cólera, mientras Laurana hacía una pausa. El llanto le impedía continuar, pero, de pronto, palpó la mano que Flint deslizaba en la suya para apretársela. Su contacto la reconfortó. Tragó saliva, respiró hondo y dijo:

—Sólo un hombre se mantuvo ajeno a tales intrigas, sólo uno entre vosotros vivió el Código cada día de su existencia. Y, sin embargo, durante la mayor parte del tiempo no fue un caballero. O si lo fue no constaba así en las listas oficiales, tan sólo en su corazón y en su alma. En lo más importante.

Estirando la mano hacia atrás, Laurana asió la ensangrentada dragonlance que yacía en el altar y la alzó sobre su cabeza. Al hacerlo, sintió que su espíritu también se elevaba y que se desvanecían las alas de negrura esparcidas en su derredor. Se fortaleció su voz, y los caballeros la contemplaron admirados. Su belleza los bendecía como un amanecer primaveral.

—Mañana abandonaré este lugar —anunció, fijando su mirada en la lanza—. Iré a Palanthas como portadora de la historia de este día. Llevaré conmigo este arma y la cabeza de un dragón. ¡Arrojaré la siniestra cerviz en la escalinata del magnífico palacio de los Caballeros Solámnicos, me erguiré sobre ella y los obligaré a escucharme! Los habitantes de Palanthas oirán mi relato, comprenderán el peligro. Luego viajaré a Sancrist, a Ergoth y a todos aquellos rincones de nuestro mundo donde las personas rehúsan olvidar sus mezquinos odios y unirse contra el enemigo común. Porque hasta que no venzamos la mediocridad que anida en nosotros, como hizo este hombre, no conquistaremos la perversa fuerza que amenaza con aniquilarnos.

«¡Paladine! —exclamó vuelta hacia el invisible cielo, y sus palabras resonaron como la llamada de una trompeta—. ¡Paladine, te invocamos como leal escolta de los caballeros que murieron en la torre del Sumo Sacerdote. Otorga a quienes quedamos en un mundo arrasado por la guerra la nobleza de espíritu que encarnó Sturm durante toda su existencia!»

Laurana cerró los ojos y dejó que las lágrimas fluyeran por sus mejillas. Ya no lloraba por Sturm. El pesar que la abrumaba era por sí misma, por añorar su presencia, por tener que revelar a Tanis la muerte de su amigo, por seguir viviendo sin el respaldo de tan digno caballero.

Despacio, depositó la lanza en el altar. Se arrodilló unos instantes frente a ella, sintiendo el brazo de Flint en torno a su hombro y los acariciadores dedos de Tasslehoff en su mano.

Como respuesta a su plegaria oyó las voces de los caballeros a su espalda, unidas en el cántico que todos dedicaban a Paladine, el gran dios de la Antigüedad.

Devuelve a este hombre el seno de Huma.
Deja que se pierda en el sol luminoso,
en el coro de aire donde se funde el aliento;
recíbelo en la frontera del firmamento.

Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada,
en constelaciones de estrellas donde la espada traza
un arco anhelante, donde nuestro canto se realza.

Concédele el descanso de un guerrero;
por nuestras voces alentados, por la música del mundo,
converjan los lustros de paz en un día
en el que habitar pueda las entrañas de Huma.

Y guarda el último destello de sus ojos
en un lugar seguro, sagrado,
por encima de palabras y de esta tierra que tanto estimamos,
mientras de las eras recuento pasamos.

Libre de la asfixiante nube de la guerra,
como un infante que sano crece,
vivirá en un mundo eterno y brillante
donde Paladine será el estandarte.

Sobre las antorchas de las estrellas
se dibuja la gloria inmaculada de la inocencia;
de este país errado, nido de violencia
líbrale ¡oh, Huma!

Haz que la última bocanada de su aliento
perpetúe el vino, la esencia de las rosas;
del amor abyecto, de lides no venturosas,
líbrale ¡oh, Huma!

Haz que se refugie en el tibio aire
de la espada de acero que gélida desciende,
del peso de la batalla siempre inclemente
líbrale ¡oh, Huma!

Por encima de los sueños de las aves de rapiña, donde
quiso descansar, sin rendirse, en un mundo inmutable;
si allí encuentra ahora el estigma abominable de la guerra,
líbrale ¡oh, Huma!

Sólo el halcón recuerda la muerte
en un universo perdido; de la oscuridad,
de la aniquilación de los sentidos,
te lo suplicamos agradecidos
líbrale ¡oh, Huma!

Pronto se alzará la sombra de Huma
del seno de la muerte, quebrando su vaina,
del cobijo de la mente en una bruma vana,
te lo suplicamos agradecidos
líbrale ¡oh, Huma!

Más allá del cielo imparcial
asentaste tu morada,
en constelaciones de estrellas donde la espada traza
un arco anhelante, donde nuestro canto se realza

Devuelve a este hombre al seno de Huma,
más allá del cielo imparcial,
concédele el descanso del guerrero
y guarda el último destello de sus ojos,
libre de la asfixiante nube de la guerra, sobre las antorchas de las estrellas.
Haz que la última bocanada de su aliento,
haz que se refugie en el tibio aire,
por encima de los sueños de las aves del rapiña, donde
sólo el halcón recuerda la muerte.
Pronto se alzará la sombra de Huma
más allá del cielo imparcial.

Terminado el cántico, los caballeros desfilaron despacio, uno tras otro, con paso solemne, por delante de los muertos. Todos se arrodillaron unos momentos frente al altar para rendir el debido homenaje a quienes los habían guiado. Abandonaron acto seguido la Cámara de Paladine, regresando a sus fríos lechos en un intento de hallar cierto reposo antes de que amaneciera.

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