—Dime qué debo hacer —repitió ella con resuelto ademán.
—Coloca tus manos sobre el Orbe y... —se quebró su voz—.¡No, detente!
Era demasiado tarde. La muchacha ya había posado sus delicados dedos sobre el gélido globo de cristal. Se produjo en el torbellino un estallido de luz, tan brillante que el kender tuvo que apartar los ojos
—¡Laurana, escúchame! —vociferó con su agudo timbre—. Debes concentrarte, descartar todo pensamiento que no sea el de doblegar el Orbe a tu voluntad. Laurana, por favor...
Si lo oyó, no emitió ninguna respuesta. Tas comprendió que estaba ya enzarzada en la batalla que debía librar para; dominar la esencia del poder. Recordó tembloroso la advertencia de Fizban, su augurio de muerte y, peor aún, la pérdida del alma. Apenas interpretaba las palabras escritas en los llameantes colores del Orbe, pero era consciente de que la integridad espiritual de Laurana pendía de un hilo.
La contemplaba desencajado, ansioso por ayudarla pero a sabiendas de que no osaría actuar. La princesa permaneció varios minutos inmóvil, extendidas sus manos sobre el objeto y tan pálida que la vida parecía escapar en pos de la bruma. Tenía la mirada absorta en los arremolinados colores y, cuando el kender trató de imitarla, se sintió mareado y se alejó unos pasos. Se produjo otra explosión en el exterior. El polvo que se acumulaba en el techo se esparció por la cámara. Tas se estremeció, mas Laurana se mantuvo impertérrita.
Cerró los ojos e inclinó la cabeza sin apartar las manos: del Orbe. Tal era la fuerza con que ahora lo aferraba, que sus dedos se tornaron blancos. De pronto comenzó a convulsionarse y a gemir, como si intentara desesperadamente soltar la maligna esfera. Si era ésa su intención no lo logró, el objeto la atenazaba.
Tas se preguntó desconcertado qué podía hacer. Deseaba correr junto a Laurana y liberarla. Lamentó no haber roto el Orbe. No le restaba sino contemplar la escena en una total impotencia.
El cuerpo de la elfa se retorció en un estremecimiento y el kender la vio caer de rodillas, aunque sin desasir la redonda superficie. Su sumisión, sin embargo, duró poco. Meneó la cabeza iracunda y, farfullando frases ininteligibles en lengua elfa, forcejeó para incorporarse ayudada por la fuerza que manaba de su singular contrincante. Sus manos palidecieron aún más debido al esfuerzo, y el sudor goteó sobre su frente. Era ostensible que aplicaba a su empeño toda la fuerza que albergaba en su ser. Al fin, con agónica lentitud, se levantó.
El Orbe derramó un nuevo fulgor y sus colores se fundieron en uno solo, indescriptible. Una luz pura, fúlgida, brotó de su circunferencia. Laurana, erguida ante ella en majestuosa postura, relajó sus facciones en una sonrisa.
No había hecho más que esbozarla cuando se derrumbó, inconsciente, sobre el suelo.
En el patio de la torre del Sumo Sacerdote, los dragones se afanaban en reducir a escombros los muros de piedra. El ejército se aproximaba al recinto con los draconianos en primera línea, preparados para atravesar las brechas de las paredes y matar a toda criatura viviente. Su comandante trazaba círculos sobre el caos, teñido el hocico de su animal por su propia y negruzca sangre, mientras supervisaba la destrucción. Todo parecía desarrollarse de un modo satisfactorio cuando la luz diurna fue eclipsada por un resplandor puro, deslumbrador, surgido de las tres enormes entradas que conducían a las entrañas de la mole.
Los jinetes contemplaron los misteriosos fulgores, preguntándose su significado sin darle excesiva importancia. Pero los dragones que montaban tuvieron una reacción muy distinta. Alzaron sus cabezas, se empañó su vista. Habían oído la señal.
Capturada por antiguos magos, sometida al control de la muchacha elfa, la esencia de los dragones que se revolvía en el Orbe hizo lo que debía al recibir órdenes: lanzó su irresistible llamada y los reptiles no tenían otra opción que responder al reclamo y tratar de hallar su fuente.
En vano se esforzaron los jinetes para detener a sus cabalgaduras. Los dragones no oían las imperativas voces de quienes hasta ahora los conducían, sino el mensaje del Orbe. Los animales volaron en dirección a los incitantes rastrillos mientras los gritos y forcejeos de los desesperados humanos se malgastaban sin atraer su atención.
La alba luz se extendió más allá de la torre, bañando las filas de las tropas, y los comandantes tuvieron que contemplar inermes cómo sus subordinados se dispersaban enloquecidos.
La llamada del Orbe era oída con total claridad por los dragones. Pero los draconianos, que sólo eran reptiles en parte, la captaron como una voz ensordecedora que impartía confusos mandatos. A cada uno le llegaba de forma distinta, cada uno recibía un estímulo diferente.
Unos caían de rodillas, sujetándose la cabeza en medio de un dolor agónico. Otros huían en desbandada como si un horror invisible les acechara en la torre, y no faltaron los que soltaron las armas para echar a correr hacia aquélla. En escasos momentos un ataque organizado, bien concebido, se convirtió en un caos irrefrenable en el que los draconianos corrían en todas las direcciones posibles. Al ver cómo se rompían las formaciones, los goblins también se dieron a la fuga y los humanos quedaron aturdidos en el campo de batalla, a la espera de órdenes que nadie había de comunicarles.
La cabalgadura del Señor del Dragón mantuvo la serenidad, aunque a duras penas, merced a la fuerza de voluntad de su jinete. Mas los otros dos reptiles y el deshecho ejército eran ingobernables. El dignatario se agitaba en su ira impotente, tratando de averiguar qué significaba aquella luz blanca y de dónde procedía para desvirtuarla si podía.
Uno de los dos dragones azules llegó al primer rastrillo y se adentró en la enorme sala, con tal ímpetu que su montura apenas tuvo tiempo de bajar la cabeza para no estrellarse contra el muro. Obediente a la llamada del Orbe, el animal atravesó rápidamente la estancia con las puntas de sus alas rozando la piedra.
Franqueó la segunda reja y se introdujo en la cámara de los pilares aserrados. Olió aquí a acero y carne humana, pero era tal el poder de atracción del haz luminoso que hizo caso omiso de los efluvios. La anchura de la sala, inferior a la de la precedente, le obligó a doblar las alas sobre su cuerpo y dejarse llevar por el impulso.
Flint observó su accidentado vuelo. En sus ciento cuarenta años de existencia nunca había presenciado una escena semejante, y esperaba que no se repitiera. El miedo a los dragones se enseñoreó de los hombres apostados en la cámara como una ola hipnotizadora. Los jóvenes caballeros se arrimaron a las paredes y sin desasir las lanzas, cubrieron sus ojos cuando aquel monstruo de escamas azules pasó por su lado.
El enano tropezó hacia atrás, apoyando débilmente su temblorosa mano en el mecanismo que debía bajar el rastrillo. Nunca le había invadido un terror tan intenso, hasta la muerte se le antojó acogedora si debía poner fin a aquel espanto. El dragón, ignorante de todo salvo de la llamada del Orbe, siguió su camino ajeno a todo lo que le rodeaba.
La descomunal cabeza se asomó por el rastrillo con el boquete en el centro. En un acto instintivo, consciente tan sólo de que no debía alcanzar su objetivo, Flint liberó el manubrio. Cerrose la verja que cubría el curioso hueco en torno al cuello del animal, aprisionándolo. Su forcejeante cuerpo se debatió inútilmente, se apretaron las alas contra los flancos en la estancia donde los caballeros lo espiaban con las dragonlance prestas para el ataque.
El dragón comprendió demasiado tarde que estaba atrapado. Rugió con tal furia que las rocas temblaron y se resquebrajaron, antes, incluso, de que abriera la boca para destruir el Orbe mediante su ígneo aliento. Tasslehoff, absorto hasta entonces en reanimar a Laurana, se encontró frente a dos ojos llameantes. Vio un par de gigantescas mandíbulas que se abrían, al parecer para tomar aliento.
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