Margaret Weis - La tumba de Huma

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Ahora todo el mundo sabe que los esbirros draconianos de Takhisis, la Reina de la Oscuridad, han vuelto. Todas las naciones se disponen a defender sus hogares, sus vidas y su libertad. Pero las razas llevan largo tiempo divididas por el odio y los prejuicios. Los guerreros elfos luchan contra los caballeros humanos. La guerra parece perdida antes de comenzar. Los compañeros se ven separados por el conflicto, viviendo distintas aventuras. Pasará una estación completa antes de que vuelvan a reunirse, si es que lo consiguen. Bajo el pálido sol invernal, un caballero caído en desgracia, una doncella elfa mimada y un kender algo chiflado ven cómo se acercan las tinieblas.
Nadie diría que son unos héroes.
Y ellos, menos que nadie.

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Alzando su espada dedicó al enemigo el saludo propio de los caballeros solámnicos. Para su sorpresa, su llamada fue respondida con grave dignidad por el adversario. Sin más preliminares el dragón se lanzó en picado, abiertas sus mandíbulas a fin de desgarrar la carne de su víctima entre sus ristras de afilados colmillos. Sturm trazó un agresivo arco, obligando al atacante a retirar la cabeza bajo riesgo de morir decapitado. Abrigaba la esperanza de interrumpir su vuelo, pero las alas de la criatura permanecieron impávidas. El jinete guiaba su montura con mano segura, sosteniendo equilibrada la refulgente lanza en todo momento.

El caballero estaba de cara a levante, tan cegado por el brillo del sol que sólo vislumbraba a su rival como un inmenso punto de negrura. El animal descendió a increíble velocidad hasta situarse por debajo del parapeto, y entonces Sturm se percató de que pretendía absorberlo en sentido opuesto a la vez anterior para que fuera el jinete quien le atacase. Los otros dos dragones se rezagaron, dispuestos a entrar en acción si su jefe precisaba su ayuda llegado el momento de aniquilar a tan insolente individuo.

El cielo se vació durante un momento de criaturas siniestras hasta que el dragón surgió abruptamente por el borde del parapeto, lanzando estruendosos rugidos que hicieron estallar los tímpanos de Sturm. Le mareaba el aliento del reptil, le dolía la cabeza de forma irresistible. Aunque se balanceó un instante, logró mantener el equilibrio y arremeter con su espada. La vetusta hoja abrió un surco en el hocico del animal, del que brotó una cascada de sangre negra. El dragón bramó enfurecido.

El golpe fue certero, pero letal para Sturm. No tuvo tiempo de recobrarse.

El Señor del Dragón empuñó la lanza, brillando su punta bajo los nacientes rayos solares. Se inclinó entonces hacia adelante y embistió. El acero traspasó armadura, carne y hueso.

La luz del caballero se extinguió, su sol se ensombreció.

14

El Orbe de los Dragones. Las dragonlance.

Los caballeros corrían hacia el interior de la torre del Sumo Sacerdote a uno y otro lado de Laurana, apostándose donde ella les había indicado. Aunque escépticos al principio, renacieron las esperanzas cuando la elfa les expuso su plan.

El patio quedó vacío al abandonarlo los soldados. Laurana sabía que debía apresurarse. En aquel momento tendría que haber estado junto a Tas, preparándose para utilizar el Orbe, pero no lograba desviar los ojos de la solitaria figura que se erguía sobre el parapeto.

Se recortó la silueta de los dragones frente al sol, y lanza y espada relampaguearon en el luminoso día que no había hecho más que comenzar.

El universo de la elfa cesó de girar. El tiempo transcurría lento, como en su sueño.

El acero se tiñó de sangre. El reptil aulló. La lanza permaneció equilibrada durante una eternidad. El astro rey se detuvo. El arma enemiga se incrustó en su diana.

Un objeto destellante cayó despacio al patio. Era el acero de Sturm, desprendido de su inerte mano, el único movimiento que detectó Laurana en un mundo estático. El cuerpo del caballero se paralizó, ensartado en la lanza del Señor del Dragón. El animal quedó suspendido en las alturas con las alas extendidas. Nada se agitaba, reinaba una quietud absoluta.

Liberó la lanza de su presa el dignatario hostil y los despojos de Sturm se desplomaron sobre el muro, convertidos en una masa oscura que se perfilaba a contraluz. El dragón rugió encolerizado, y un ígneo relámpago brotó de su boca ensangrentada para estrellarse contra la torre del Sumo Sacerdote. Con un resonante estallido, las piedras se partieron. Ardieron llamas que eclipsaron al sol. Los otros dos reptiles se lanzaron en picado hacia el patio, en el mismo momento en que la espada de Sturm aterrizaba con un ominoso repiqueteo.

El tiempo reanudó su avance.

Laurana vio a los dragones que la acosaban. El suelo tembló bajo sus pies cuando los fragmentos de roca llovieron sobre ella, levantando una densa nube de humo y polvo. Aun así, no pudo moverse. Hacerlo significaba transformar en realidad la pesadilla. Una voz inane le susurraba al oído: «Si permaneces donde estás, nada de esto habrá ocurrido.»

La espada, no obstante, yacía a unos pies de ella. Y, bajo su hipnótica mirada, el Señor del Dragón agitaba su lanza para incitar al ataque a las tropas que aguardaban en el llano. Laurana oyó el clamor de las trompetas. Visualizaba en su imaginación a los ejércitos avanzando por la planicie cubierta de nieve.

De nuevo azotó su cuerpo un intenso temblor. Vaciló un instante más, mientras se despedía en silencio del espíritu del caballero. Al fin echó a correr, tropezando contra las protuberancias del resquebrajado patio y abrumada por los espantosos relámpagos que rasgaban el aire. Se detuvo para recoger la espada del suelo y blandirla en actitud de desafío.

—¡ Soliasi Arath! —exclamó en lengua elfa, y su voz resonó más poderosa que el estruendo de la destrucción. No pretendía sino excitar a los dragones que se aprestaban a atacarla.

Los jinetes se rieron, y respondieron a su llamada con desdeñosos retos. Los animales, a coro con sus monturas, emitieron bramidos de júbilo ante la matanza que se avecinaba. Los dos rezagados que escoltaban al Señor del Dragón emprendieron la persecución de su víctima.

Laurana corrió hacia los enormes y abiertos rastrillos, aquellas absurdas entradas de la torre. Los pétreos muros retrocedían en una nebulosa, tal era la velocidad que imprimía a sus piernas. Oía a su espalda las evoluciones de un reptil, sus estentóreos resoplidos y el aire que desplazaban sus alas. También alcanzó sus tímpanos la orden que impartía a su animal uno de los jinetes, que interrumpió la persecución hacia las entrañas de la mole. «¡Espléndido!», se dijo la muchacha con una triste sonrisa.

Tras cruzar la primera sala, atravesó otro rastrillo. Había allí algunos caballeros, preparados para bajar la reja.

—¡Mantenedlo abierto! —les recordó casi sin aliento.

Asintieron, y la elfa siguió corriendo. Se hallaba ahora en la sombría cámara de extrañas y dentadas columnas, que parecían volcarse sobre ella como amenazadores colmillos. Detrás de los pilares, vio varios rostros lívidos embutidos en los metálicos yelmos. La luz reverberaba en las puntas de las lanzas dragonlance. Los caballeros espiaban su paso en silencio.

—¡Retroceded, ocultaos tras las columnas! —vociferó.

—¿Y Sturm? —preguntó alguien.

Laurana meneó la cabeza, demasiado agotada para hablar. Traspasó el tercer rastrillo, aquel que exhibía un boquete en su centro. Aguardaban junto a él cuatro caballeros, y también Flint. Era la posición clave. Laurana quería que la ocupase uno de sus amigos, uno de los seres en quien podía confiar. Sólo tuvo tiempo para intercambiar una mirada con el enano, pero fue suficiente. Flint leyó el desenlace de la batalla de Sturm en su rostro. Inclinó un momento la cabeza, a la vez que cobijaba el rostro entre sus manos.

Laurana no titubeó. Al fondo de la pequeña sala, salvó la doble puerta de recio acero y se introdujo en la estancia donde reposaba el Orbe de los Dragones.

Tasslehoff había limpiado el polvo del objeto con su pañuelo. La elfa veía en su interior una bruma rojiza, que se arremolinaba en medio de destellos multicolores. El kender estaba frente a él, escudriñándolo, calados los anteojos mágicos en su exigua nariz.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó Laurana con voz entrecortada, casi sin aliento.

—Recapacita —le suplicó él—. He leído que si no logras controlar la esencia de los Dragones que contiene esta esfera serán ellos quienes vendrán, Laurana, y se adueñarán de ti.

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