Margaret Weis - La tumba de Huma

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Ahora todo el mundo sabe que los esbirros draconianos de Takhisis, la Reina de la Oscuridad, han vuelto. Todas las naciones se disponen a defender sus hogares, sus vidas y su libertad. Pero las razas llevan largo tiempo divididas por el odio y los prejuicios. Los guerreros elfos luchan contra los caballeros humanos. La guerra parece perdida antes de comenzar. Los compañeros se ven separados por el conflicto, viviendo distintas aventuras. Pasará una estación completa antes de que vuelvan a reunirse, si es que lo consiguen. Bajo el pálido sol invernal, un caballero caído en desgracia, una doncella elfa mimada y un kender algo chiflado ven cómo se acercan las tinieblas.
Nadie diría que son unos héroes.
Y ellos, menos que nadie.

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Brotó el relámpago de la cavernosa garganta, arrojando al kender al suelo. Estalló la piedra en la estancia y la mágica bola se tambaleó sobre su pedestal. Tas yacía cuan largo era, anonadado por el impacto. No podía moverse, pero tampoco deseaba hacerlo. Permaneció donde estaba aguardando la segunda bocanada, que sin duda mataría a Laurana —si aún vivía y a él mismo. Llegado a este punto, poco le importaba.

El dragón nunca lanzó su segunda llama. Después de activarse el mecanismo que desplomó la primera verja, la doble puerta de acero se cerró frente al hocico de reptil y dejó inmovilizada su cabeza en la estancia intermedia.

Se sumió el recinto en un letal pero breve silencio, que rompió un estremecedor aullido. Retumbaron en la sala agudas, quejumbrosas y agónicas notas, provocadas por los caballeros al salir de sus escondrijos tras los pilares y hundir sus plateadas dragonlance en el cuerpo azul y convulsionado del dragón.

Tas se cubrió las orejas con las manos a fin de amortiguar los terribles ecos. Evocó una y otra vez las imágenes de la destrucción infligida por los reptiles malignos al asolar las ciudades, al matar a centenares de inocentes. Sabía que aquel monstruoso animal lo habría aniquilado sin piedad, que quizá ya habría acabado con la vida de Sturm. Se lo repitió incesantemente, deseoso de endurecer su corazón, pero no pudo sino enterrar la cabeza entre sus manos y prorrumpir en sollozos.

—Tas —susurró una voz, a la vez que lo acariciaban unos suaves dedos.

—¡Laurana! —El kender alzó la vista—. Lo lamento, Laurana. No debería importarme lo que hacen con esa criatura abyecta, y sin embargo su sufrimiento se me hace insoportable. ¿Por qué matar? ¡Es superior a mis fuerzas! —las lágrimas fluían por sus mejillas.

—Lo comprendo —lo reconfortó la elfa, mezclándose en su mente los recuerdos de la muerte de Sturm con los gemidos del dragón—. No te avergüences, Tas. Alégrate por ser capaz de compadecerte de la muerte de un enemigo. El día en que cese de afectarnos, aunque se trate de seres hostiles, habremos perdido la batalla.

Se intensificaron los alaridos de dolor y Tas se abrazó a Laurana, quien lo estrujó contra su cuerpo. Ambos se aferraban el uno al otro para aliviar el horror que les producían aquellos gritos desgarradores. De pronto oyeron un sonido distinto, la llamada de alerta de unos caballeros. El segundo dragón había penetrado en la estancia contigua, aplastando a su jinete contra el muro en un intento de traspasar la estrecha estancia para responder a los designios del Orbe.

En aquel instante la Torre se agitó sobre sus cimientos, sacudida por la violenta lucha del reptil torturado.

—¡Sígueme! —vociferó Laurana—. Tenemos que salir de aquí.

La elfa incorporó a Tas de un fuerte tirón y emprendió carrera hacia una pequeña puerta empotrada en el muro, que los conduciría al patio, a través de un túnel. Abrió la puerta de madera, en el mismo momento en que aparecía en la sala la cabeza del segundo animal. Los caballeros habían corrido la tapia de acero al comprobar que tenían dominado al que volaba en cabeza, preparados para repetir la estratagema. Tas no pudo evitar el detenerse, y contemplar tan fascinante espectáculo. Vio los furibundos ojos del gigantesco animal, enloquecido al oír los estertores del moribundo y comprendiendo que había caído en la misma trampa. Retorció la boca en una agresiva mueca, y tomó aliento. La doble puerta comenzó a cerrarse frente al prisionero, pero se detuvo a medio camino.

—¡Laurana, se ha atascado la tapia! —advirtió el kender—. El Orbe...

—¡Vámonos! —lo apremió ella, arrastrándolo hacia el pasadizo. Brotó el relámpago de fuego y Tas percibió cómo las llamas prendían en la cámara. Al volver la mirada, reticente a abandonar la escena, vio que el rocoso techo se derrumbaba sobre la estancia. La alba luz del Orbe quedó enterrada entre los escombros cuando la Torre se desmoronó sin remisión.

La sacudida hizo perder el equilibrio a Laurana y a Tas, arrojándolos contra el sólido umbral de la cámara. Tas ayudó a la elfa a ponerse en pie y reanudaron la precipitada marcha en pos de la luz del día.

La tierra cesó de agitarse, se disipó el retumbar de las rocas al desprenderse. Sólo se oían ocasionales zumbidos, ecos difusos que anunciaban nuevas resquebrajaduras. Deteniéndose para recobrar el aliento, Tas y Laurana giraron la cabeza y vieron que el final del pasadizo había sido bloqueado por las rocas de la Torre.

—¿Qué ocurrirá con el Orbe? —preguntó Tas.

—Supongo que se ha destruido. Es mejor para todos.

Ahora que la luz diurna alumbraba el rostro de la elfa, Tasslehoff la contempló. Quedó atónito. Su tez revestía una lividez mortal, incluso sus labios se habían tomado blancos. Tan sólo había color en sus verdes ojos, que espantaban por las dilatadas pupilas y las sombras purpúreas que los cercaban.

—No podría volver a utilizarlo —murmuró, más para sus adentros que para el kender—. Casi abandoné. Mis manos... ¡No quiero hablar de ello!

Se cubrió los ojos, aún temblorosa..

—De pronto recordé a Sturm erguido en el parapeto, afrontando la muerte en solitario. Si me dejaba vencer, su sacrificio carecería de sentido. No podía permitirlo, no podía defraudarlo. Obligué al Orbe a obedecer, pero sería incapaz de repetirlo. ¡No soportaría de nuevo tan terrible trance!

—¿Ha muerto Sturm? —inquirió Tas. Casi no le salían las palabras.

—Discúlpame, Tas, olvidé que lo ignorabas —respondió Laurana ya más serena—. Pereció en la lucha contra el Señor del Dragón.

—¿Fue...?

—Sí, fue rápido —explicó la elfa en tonos apagados—. Apenas sufrió.

Tas inclinó afligido la cabeza, pero la alzó de nuevo cuando otra explosión agitó lo que quedaba de la fortaleza.

—¡Los ejércitos de los dragones! La batalla no ha concluido —Laurana apoyó la mano en la empuñadura de la espada de Sturm, que había ajustado a su delgado talle —. Ve a buscar a Flint.

Laurana abandonó el túnel para aparecer en el patio, donde la luz la hizo parpadear. Le sorprendió que no hubiera anochecido. Tantos eran los sucesos acaecidos que tenía la impresión de que habían transcurrido años enteros. Sin embargo, el sol estaba empezando a elevarse tras los muros del recinto.

La Torre del Sumo Sacerdote había desaparecido, derruyéndose sobre sí misma hasta convertirse en un montón de escombros acumulados en el centro del patio. Las entradas y salas que conducían al Orbe no habían sufrido más daño que el provocado por los dragones al atravesarlas. Los muros exteriores estaban en pie, aunque presentaban numerosas brechas y manchas negras allí donde los reptiles habían lanzado sus bocanadas.

Ningún ejército se filtraba a través de las grietas. Reinaba una extraña paz, que apenas mancillaban los gemidos del segundo dragón y los ásperos gritos de sus verdugos al otro lado de los abiertos túneles.

¿Qué les había sucedido a las tropas? se preguntó Laurana, examinando asombrada su entorno. Deberían haber traspasado las murallas. Miró temerosa hacia las almenas, convencida de ver a las fieras criaturas dispuestas a abalanzarse.

Lo único que vislumbró fue el reverberar de los rayos solares sobre una armadura, la masa informe de Sturm tendida en el parapeto.

Recordó entonces el sueño, la imagen que ofrecían las ensangrentadas manos de los draconianos al despedazar el cuerpo del caballero.

«¡Impediré que cometan semejante atrocidad!», se dijo. Desenvainando la antigua espada de su amigo, atravesó presurosa el patio. Unos pocos pasos la persuadieron de que el arma era demasiado pesada para ella. Pero ¿de qué otro artilugio podía valerse? Escudriñó el patio en busca de una alternativa. ¡Las lanzas dragonlance! Dejó caer el acero para hacerse con una de aquéllas más livianas que portaban los soldados pedestres, e inició la escalada sin el más mínimo entorpecimiento.

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