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Margaret Weis: La Reina de la Oscuridad

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Margaret Weis La Reina de la Oscuridad

La Reina de la Oscuridad: краткое содержание, описание и аннотация

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La guerra contra los dragones siervos de la Reina de la Oscuridad sigue su curso. Armados con los misteriosos y mágicos Orbes de los Dragones y con la resplandeciente Dragonlance, los compañeros se convierten en la esperanza del mundo. Pero ahora, cuando amanece un nuevo día, los oscuros secretos que han ensombrecido los corazones de este grupo de amigos salen a la luz. La traición, el engaño, la debilidad estarán a punto de destruir todo lo que ya han conseguido. Les queda por librar la más grande de las batallas: cada uno consigo mismo. Y al final, serán héroes.

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Se produjo un breve silencio, que interrumpió Caramon para decir con desazón:

—Por supuesto, Tanis, estamos de acuerdo.

—Nuestros hatillos están a punto —coreó Goldmoon—. Partiremos cuando tú quieras.

—En ese caso, vámonos —ordenó Tanis.

—Tengo que ir a recoger mis cosas —anunció Tika, un poco asustada.

—Hazlo, pero apresúrate —la urgió el semielfo.

—Te ayudaré —ofreció Caramon.

El fornido hombretón ataviado, como Tanis, con la armadura que habían robado a los oficiales del ejército de los Dragones, siguió a Tika hasta su habitación, quizá ansioso de disfrutar los últimos instantes de soledad con la muchacha. También Goldmoon y Riverwind corrieron en busca de sus pertenencias. Raistlin permaneció en la estancia, in—móvil como una estatua. Lo único que necesitaba, sus saquillos llenos de valiosos ingredientes mágicos, su Bastón de Mago y el Orbe, estaban embutidos en su indescriptible bolsa.

Tanis percibió la insistente mirada de Raistlin, y tuvo la sensación de que el mago podía traspasar la penumbra que anidaba en su alma con la enigmática luz de sus dorados ojos. Sin embargo, se obstinaba en callar. «¿Por qué?», se preguntaba enfurecido el semielfo. Casi hubiera agradecido que Raistlin lo interrogase, lo acusara, pues de ese modo le daría la oportunidad de descargarse del peso de su conciencia al confesar la verdad... aunque no ignoraba las consecuencias de tal acción.

Pero Raistlin permanecía mudo, no emitiendo más sonido que el de su tos pertinaz.

Unos minutos más tarde, los otros regresaron a la estancia y Goldmoon declaró en tonos apagados:

—Estamos a tu entera disposición, Tanis.

Por unos instantes, Tanis fue incapaz de articular palabra. «Se lo contaré», decidió. Tragó saliva, se volvió hacia ellos y en sus caras vio confianza, una fe ciega en su honradez. Estaban dispuestos a seguirle sin titubeos y no podía fallarles, no podía traicionar aquella entrega incondicional. Se había convertido en su único agarradero, de modo que lanzó un suspiro y se tragó las frases que casi habían aflorado a sus labios.

—De acuerdo —se limitó a farfullar, a la vez que echaba a andar en dirección hacia la puerta.

Maquesta KarThon se despertó de su profundo sueño a causa de unos fuertes golpes en la puerta de su camarote. Acostumbraba a que interrumpieran su descanso a todas horas, se desperezó al instante y estiró el brazo para recoger sus botas.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Antes de recibir una respuesta se apresuró a ponerse en situación. Una mirada por el ojo de buey le reveló que el vendaval había cesado, pero por el balanceo de la nave comprendió que la mar estaba gruesa.

—Han llegado los pasajeros —anunció una voz que reconoció como la de su primer oficial.

«Marineros de agua dulce», pensó desdeñosa, suspirando y quitándose la bota que había empezado a calzarse. En voz alta ordenó, mientras volvía a acostarse:

—Mandadlos a tierra. Hoy no navegaremos.

Al parecer se produjo un altercado en cubierta, pues oyó la voz encolerizada de su oficial seguida por otra que le respondía en el mismo tono. Maquesta se puso en pie, no sin una elevada dosis de esfuerzo. El segundo de a bordo, Bas Ohn-Koraf, era un minotauro, miembro de una raza que no se distinguía por su temperamento pacífico. Era muy fuerte y podía matar sin ser provocado. Esa fue una de las razones por las que se había hecho a la mar. En una nave como el Perechon nadie se molestaba en indagar sobre el pasado de sus compañeros.

Abriendo bruscamente la puerta de su camarote, Maq se dirigió con grandes zancadas al lugar donde atronaban las voces.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó con el tono más severo que era capaz de asumir, a la vez que miraba de hito en hito a su subordinado y el rostro barbudo del que se le antojó un oficial del ejército de los Dragones. No obstante, pronto reconoció los ojos pardos y ligeramente almendrados del falso soldado, y clavó en él unos ojos llenos de frialdad.

—He dicho que hoy no navegaríamos, semielfo, y cuando yo...

—Maquesta —se apresuró a interrumpirla Tanis—, tengo que hablar contigo. —Quiso hacer a un lado al minotauro para aproximarse a ella, pero el musculoso individuo lo sujetó con firmeza y lo lanzó hacia atrás. A sus espaldas otro oficial del ejército de los Dragones rugió amenazador y dio un paso al frente. Los ojos del minotauro despedían fulgurantes destellos cuando, con gran destreza, extrajo una daga de la abigarrada banda que rodeaba su cinto.

La tripulación se congregó en cubierta, ansiosos sus miembros por ver pelear a los dos colosos.

—Caramon —dijo Tanis, extendiendo su mano en un intento de contener al guerrero.

—¡Koraf! —exclamó Maquesta con una iracunda mirada, destinada a recordar a su primer oficial que se enfrentaba a pasajeros de pago que no debían ser maltratados, al me— nos mientras se hallasen cerca de tierra.

El minotauro gruñó, pero su daga desapareció con la misma rapidez con que había salido a la luz. Un instante después dio media vuelta y se alejó un poco con ademán despreciativo entre los murmullos decepcionados pero aún alegres de la tripulación, que anticipaba una travesía interesante.

Maquesta ayudó a Tanis a incorporarse, escrutándolo con la misma atención con la que habría observado a un hombre deseoso de enrolarse como tripulante de su nave. Al , instante se percató de que el semielfo había cambiado desde la última vez que lo viera cuatro días atrás, cuando él y el hombretón que lo protegía habían zanjado el precio de sus pasajes a bordo del Perech6n.

«Parece que haya atravesado el Abismo y luego regresado a tierra firme. Sin duda la atenaza algún problema grave —concluyó— y no seré yo quien se lo resuelva. No estoy dispuesta a arriesgar mi barco.» Sin embargo, tanto él como sus amigos habían pagado la mitad de la suma estipulada para el viaje, y Maq necesitaba el dinero. En los tiempos que corrían, a una bucanera le resultaba difícil competir con los Señores de los Dragones.

—Ven a mi camarote —le invitó la capitana con tono arisco, mostrándole el camino.

—Quédate junto a los otros, Caramon —ordenó Tanis a su compañero. El fornido humano asintió con la cabeza y lanzó una lóbrega mirada al minotauro mientras retrocedía para situarse al lado de sus amigos, que permanecían arracimados en silencio en torno a sus escasas pertenencias.

Tanis siguió a Maq hasta su cabina y se introdujo como pudo en el interior de la pequeña estancia, pues dos personas eran suficientes para abarrotarla por completo. El Perechon era una nave de firme construcción, diseñada para navegar a gran velocidad y realizar rápidas maniobras. Resultaba idónea para los menesteres de Maquesta, en los que era imprescindible entrar y salir diligentemente de los puertos a fin de descargar o recoger mercaderías que no siempre le pertenecían y más tarde entregarlas o bien hacerse con otras. En algunas ocasiones redondeaba sus ganancias sorprendiendo a los buques mercantes que zarpaban de Palanthas o Tarsis y apoderándose de sus cargamentos antes de que acertaran a comprender lo ocurrido. Era una experta en los abordajes, los saqueos y las huidas rápidas.

Era, asimismo, capaz de alcanzar en alta mar a las sólidas embarcaciones de los Señores de los Dragones, pero se había hecho el firme propósito de no atacarlas. La complicación radicaba en que en los últimos tiempos esas naves solían «escoltar» a las mercantes, de modo que Maquesta había perdido dinero en sus viajes más recientes. Este motivo y no otro la había impulsado a transportar pasajeros, algo que nunca habría hecho en circunstancias normales.

Tras desprenderse del yelmo, el semielfo se sentó frente a la mesa, o mejor dicho se derrumbó, porque no estaba acostumbrado al vaivén que las olas infligían a la nave. Maquesta permaneció de pie, equilibrándose sin esfuerzo.

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