Margaret Weis - El templo de Istar

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—¡Acaba con ellos, amigo! —le urgió el kender con un grito agudo—. Entrechoca sus cabezas…

La voz de Tas se apagó al advertir que el guerrero se volvía a fin de encararse con él, contraída su faz en una extraña expresión.

—No soy quien tú pareces suponer sino Raistlin, su hermano gemelo. Nunca me rebajaría a luchar con el acero y, por otra parte, Caramon murió. Yo lo destruí. —Tras estudiar unos instantes la espada que sostenía en la mano, la dejó caer como si le quemara—. Ahora entiendo tu confusión. ¿Qué hacía ese frío objeto en mi palma? ¡No puedo formular hechizos con un arma y un escudo!

Tasslehoff, alarmado, examinó a los draconianos por el rabillo del ojo. Aquellos seres intercambiaron miradas de inteligencia e hicieron ademán de avanzar. Aunque sospechaban que el guerrero les tendía una trampa, lo sometieron a estrecha vigilancia.

—Eres tú quien te equivocas. ¡No eres Raistlin, sino Caramon! —le espetó el kender con gran vehemencia. Pero no consiguió hacerle entrar en razón, el cerebro del humano aún no había despedido totalmente los efluvios del aguardiente enanil. Indiferente a cualquier reprimenda susceptible de hacerle renunciar a la personalidad que ahora encarnaba, el robusto luchador entrecerró los párpados, alzó las manos y entonó un cántico pretendidamente arcano.

—Hormigueros, cenizas de plata y libros esotéricos —murmuraba con un curioso zigzaguear de todo su cuerpo.

La mueca siniestra de un draconiano se dibujó ante Tas con escalofriante nitidez. Estalló un resplandor acerado y el kender se desvaneció, preso de un dolor insoportable.

Tasslehoff estaba tendido en el suelo. Un líquido tibio discurría por su rostro, cegándole un ojo y goteando hasta sus labios. Sabía a sangre, pero no podía fijar sus ideas a causa del cansancio.

Tampoco conseguía dormir, el dolor se lo impedía, ni osaba mover la cabeza por temor a que se desgajara en dos mitades. Por consiguiente permaneció inmóvil, atisbando el mundo con su visión parcial.

Oía los gritos disonantes de la enana gully, similares a los de un animal torturado, mas sus protestas cesaron de manera abrupta para ser sucedidas por un único alarido, un gemido ahogado. Un cuerpo de enormes proporciones se estrelló a su lado contra la tierra: al instante lo reconoció como Caramon. La sangre fluía a borbotones de las comisuras de sus labios, sus ojos abiertos se perdían en pos del infinito.

Tas no se entristeció, era insensible a todo salvo al lacerante pálpito de su cabeza. Un inmenso draconiano se plantó a horcajadas sobre él, blandiendo la espada, y el hombrecillo supo que iba a rematarle. No le importaba, sólo quería que acallase su sufrimiento cuanto antes.

Captó su atención un revoloteo de ropajes blancos, acompañado por una cristalina voz que pronunciaba el nombre de Paladine. El reptiliano que se disponía a poner fin a su vida desapareció de forma súbita y sus garras, al alejarse, rasgaron la quebradiza maleza circundante. La blanca túnica se arrodilló entonces junto a él de tal manera que su portadora, mientras invocaba de nuevo a su dios, pudo posar una acariciadora mano en su maltrecho cráneo. El dolor se difuminó y, un poco más sosegado, el kender vio cómo Crysania rozaba también al insconsciente guerrero y éste entornaba los párpados para zambullirse en un sueño reparador.

«Todo se ha resuelto. Los soldados enemigos se van y nosotros quedamos de nuevo a salvo», pensó Tas jubiloso. Notó un ligero temblor en la mano que la sacerdotisa mantenía en contacto con su piel antes de alzar la testa y otear el panorama aún en una nebulosa, fortalecido, sin embargo, por los poderes curativos que ella le transmitía.

Alguien se aproximaba, alguien que había ordenado la retirada de los draconianos y que era, acaso, la criatura que ahora se internaba en el círculo de luz del campamento.

Intentó el kender dar la alarma, pero un nudo en su garganta le impidió articular cualquier sonido. Le daba vueltas la cabeza en un torbellino vertiginoso y, por un momento, le asaltó la sensación de que un ente invisible mezclaba las aventuras de su vida en aquel mareado cerebro que de tan poco le servía.

Crysania se puso en pie y el ondulante repulgo de su túnica, al agitarse, levantó una nube de polvo frente a los ojos del kender. Despacio, la dignataria eclesiástica comenzó a retroceder ante el ser impreciso que la acosaba a la vez que llamaba a Paladine en su auxilio, mas las palabras se congelaban en el aire en cuanto afloraban a sus labios.

Tas, contagiado por el indescriptible terror de la dama, hizo ímprobos esfuerzos para cerrar los ojos. Sin embargo, y tras librar una breve batalla, la curiosidad se impuso al miedo y el kender contempló a la figura que se acercaba a la sacerdotisa. Vestía la armadura de los Caballeros de Solamnia, si bien su superficie aparecía socarrada, ennegrecida. Cuando hubo alcanzado a Crysania se detuvo a escasa distancia y extendió un brazo, un brazo que no se terminaba en una mano, al mismo tiempo que pronunciaba frases surgidas de la nada, no de su boca inexistente. Sus ojos despedían chispas anaranjadas, sus piernas translúcidas atravesaron sin quemarse los rescoldos ígneos de la fogata antes de inmovilizarse. El frío insondable de las regiones donde aquel espíritu estaba obligado a errar eternamente manaba de su cuerpo, paralizando la médula de los huesos de cuantos a él se enfrentaban.

Alzó el kender la cabeza para presenciar mejor la escena. Crysania seguía apartándose del Caballero de la Muerte pero éste, lejos de cejar en su empeño, persistía en acorralarla. Avanzaba el espectro con pasos lentos, pero investidos de una apabullante firmeza.

El brazo que la criatura espectral tenía estirado hacia la sacerdotisa se prolongaba en un dedo lívido, descarnado y amenazador. Al adivinarlo, más que verlo, asaltó a Tas un pánico incontrolable.

—¡No! —gimió el hombrecillo, estremecido pese a ignorar qué iba a ocurrir.

El caballero emitió una corta sentencia:

—Muere.

Advirtió el kender que Crysania asía, en un rápido gesto, el Medallón que pendía de su cuello. Un brillante resplandor de blanca luz brotó de sus dedos y la Venerable Hija de Paladine cayó al suelo fulminada, como si el miembro de su oponente le hubiera traspasado el pecho.

—¡No! —suplicó de nuevo Tasslehoff sin saber qué decía. Los llameantes ojos de la sombra centraron su atención en él en el instante mismo en que una húmeda oscuridad, similar a la negrura de una tumba, sellaba su visión y sus entumecidos labios.

8

Artes arcanas

Dalamar se acercó a la puerta del laboratorio del mago con el alma en vilo, paseando sus nerviosos dedos sobre las protectoras runas bordadas en el paño de su negra túnica a la vez que ensayaba, de forma precipitada, varios hechizos registrados en su memoria. Una cierta dosis de precaución era siempre adecuada, necesaria incluso, en cualquier joven aprendiz dispuesto a introducirse en las cámaras particulares de un maestro tan poderoso como maligno, pero las que había tomado Dalamar eran extraordinarias. Tenía buenas razones para obrar así: guardaba secretos que no debían trascender, y no había nada en este mundo más digno de su temor que la mirada de aquellos dorados relojes de arena que configuraban los ojos del nigromante.

Y, sin embargo, una corriente de excitación más honda que el miedo fluía, palpitaba en la sangre de Dalamar como en las anteriores ocasiones en que se detuvo frente a aquella puerta antes de llamar. Había visto prodigios maravillosos entre los cuatro muros del laboratorio, bellos aunque espeluznantes.

Levantando la mano derecha, trazó un símbolo en el aire frente a la hoja de madera y susurró unas palabras en el lenguaje de la magia. No hubo reacción, el acceso no se hallaba sujeto a ningún hechizo. Dalamar, el elfo oscuro, respiró relajado o, acaso, invadido por un inconfesable desencanto. Su maestro no estaba consagrado a ninguna labor esotérica importante, de lo contrario habría formulado un encantamiento a fin de evitar la entrada de cualquier intruso. Al bajar la vista hacia el suelo, el avanzado discípulo no descubrió luces ni resplandores que escaparan por el quicio. Tampoco olfateó más aromas que los habituales, mezcla de especies y corrupción, así que hizo tamborilear las yemas de los dedos sobre la puerta y aguardó en silencio.

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