Margaret Weis - El templo de Istar
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—¡Vamos, habla! —le urgió Raistlin en un siseo.
—Deberías venir, Shalafi —suplicó Dalamar con la voz quebrada—. Los Engendros Vivientes informan que…
El elfo oscuro se interrumpió al advertir que se dirigía al aire. Raistlin había desaparecido.
Expulsando un tembloroso suspiro a fin de liberar sus atenazadas entrañas, el engañoso discípulo pronunció las palabras que habían de catapultarlo al lado de su maestro.
Bajo los cimientos de la Torre de la Alta Hechicería, en un hondo sótano, se abría una pequeña estancia circular cavada mediante la magia en la roca que sostenía la mole. Tal estancia no existía cuando se construyó el edificio. Conocida como la Cámara de la Visión, fue Raistlin quien la creó en una época reciente.
En el centro de aquella habitación de fría piedra se extendía una laguna redonda de aguas tranquilas, oscuras. Surgía de tan antinatural charca un chorro de llamas azules que alcanzaba el techo y ardía día y noche, desde su creación hasta el fin de los tiempos. A su alrededor estaban agrupados, también sin descanso mientras latiese el corazón del universo, los Engendros Vivientes.
Pese a ser el mago mejor dotado de todos cuantos habitaron Krynn, la sabiduría de Raistlin distaba de la perfección, y nadie era más consciente de esta realidad que él mismo. Siempre que acudía a la Cámara recordaba sus debilidades, siendo ésta una de las razones por las que intentaba eludirla. Anidaban aquí los exponentes más ostensibles de sus fracasos: los Engendros Vivientes.
Criaturas esperpénticas forjadas a través de una magia desvirtuada, moraban en aquella celda sojuzgadas por su creador. Su existencia se asemejaba a un torturado vasallaje. Vivían reptando como una masa sanguinolenta, como larvas deformes, alrededor de la llameante charca. Urdían sus húmedos cuerpos una horrenda alfombra, tan tupida que la piedra del suelo, resbaladiza a causa de sus segregaciones, sólo se hacía visible cuando se separaban con el propósito de dejar espacio a su dueño y señor.
Pese a que sus vidas discurrían en un sufrimiento constante, intenso, los Engendros jamás esbozaron una queja. En realidad, corrían mejor suerte que otros entes que vagaban por la Torre y que recibían el apelativo de Engendros de la Muerte.
Raistlin se materializó en la Cámara de la Visión convertido en una sombra que parecía emerger de la penumbra. La llama azulada confirió etéreos fulgores a las hebras de plata que decoraban su atavío, y que adquirieron un vivo contraste con el negro paño. Dalamar se encarnó a su lado y, ya juntos, avanzaron hacia la superficie de la lóbrega charca.
—¿Dónde? —preguntó el hechicero en medio de sus servidores.
—Aquí, maestro —gorgoteó uno de los monstruos extendiendo un amorfo apéndice a guisa de dedo.
Raistlin se acercó presuroso al que había hablado, seguido de cerca por Dalamar, y las túnicas de ambos produjeron un extraño murmullo al rozar el viscoso suelo. El maestro escudriñó las aguas e instó a imitarle al elfo oscuro que, en un primer momento de observación, no distinguió más que el reflejo del ígneo surtidor. Realizando un supremo esfuerzo para concentrarse, no tardó sino unos segundos en presenciar cómo llama y laguna se fundían en una imagen confusa. Se desplegó ante sus ojos la imagen de un bosque donde un robusto humano, cubierto con una cota de malla del todo insuficiente, contemplaba el cuerpo yacente de una mujer envuelta en un hábito blanco. Un kender, arrodillado en actitud pesarosa, sujetaba la mano inanimada de la fémina entre las suyas mientras conferenciaba con el hombretón. Las voces de estos personajes se oían tan nítidas que Dalamar se creyó transportado al paraje.
—Ha muerto —decía el individuo vestido de guerrero.
—No estoy seguro, Caramon. Quizá…
—Me he enfrentado a criaturas sin vida en suficientes ocasiones como para afirmar que no alberga el más ínfimo soplo. Y ha sido culpa mía, ¡sólo mía!
—¡Caramon, eres un imbécil! —lo insultó Raistlin—. ¿Qué ha sucedido? Algo ha tenido que fallar.
Cuando habló el maestro, Dalamar vio que el kender levantaba la cabeza y preguntaba a su compañero, que revolvía la tierra cercana:
—¿Qué mascullas?
—Nada, no he abierto la boca. Será el viento.
—Explícame al menos qué haces —insistió el hombrecillo, claramente inquieto.
—Cavo una tumba. Debemos darle una sepultura digna.
—¿Te dispones a enterrarla? —exclamó Raistlin con sarcasmo—. Por supuesto, necio balbuceante, eso es todo lo que se te ocurre. ¡Enterrarla! —repitió furibundo, y dirigió su rostro hacia el Engendro—. ¿Qué ha pasado? Sin duda has sido testigo de lo que ha sucedido.
—Estaban acampados entre los árboles, amo. Draco atacar… —Una capa de espuma cubrió la boca de la criatura, tan densa que su habla se hizo irreconocible.
—¿Te refieres a una emboscada perpetrada por draconianos? —quiso ratificar el mago—. ¿De dónde procedían?
—Lo ignoro —confesó el Engendro Viviente aterrorizado—. No…
—Silencio —ordenó Dalamar a fin de atraer de nuevo la atención del maestro al interior de la laguna, donde el kender argumentaba con el robusto humano.
—No puedes sepultarla, Caramon. Recuerda que es…
—No tenemos otra opción. Sé que no son éstas las exequias que exige su fe, pero Paladine se ocupará de custodiar el viaje de su alma. No me atrevo a erigir una pira funeraria rodeado de hombres-dragón sedientos de sangre.
—El problema no está en las normas religiosas, Caramon —se empecinó el kender—. Quiero que vengas a reconocerla, descubrirás como yo que no presenta heridas ni magulladuras. ¡Todo esto es muy singular!
—No puedo satisfacerte, piensa que está muerta y yo soy el responsable. ¿Cómo acercarme a esta acusación palpable de mi flaqueza? La enterraremos y volveré a Solace, a cavar mi propia tumba.
—¡Oh, vamos!
—Trae unas flores y déjame en paz.
Dalamar observó cómo el guerrero arañaba el húmedo suelo con las manos desnudas, desechando compactos terrones mientras las lágrimas formaban sendos regueros en sus mejillas. El kender permaneció al lado de la mujer, indeciso, cubierto su rostro de sangre coagulada y con una expresión mezcla de dolor e incertidumbre.
—Una piel incorrupta, sin golpes, draconianos que surgen de la nada. —Era Raistlin quien hablaba desde su plano, sumido en hondas cavilaciones. Tras unos instantes de tenso silencio, el hechicero hincó la rodilla junto al Engendro y éste se encogió como un caracol—. Cuéntamelo todo, he de conocer la historia completa. ¿Por qué no me habéis avisado antes?
—Los draco matan, amo, pero el grandullón también —barbotó el monstruo en una pura agonía—. Luego apareció el ser tenebroso. Sus ojos eran de fuego. Me asusté, temí caer al agua.
—Hallé al Engendro Viviente en la orilla de la charca —intervino Dalamar—, y uno de sus compañeros aseveró que algún acontecimiento se desarrollaba en el bosque. Me asomé de inmediato a las profundidades pero, sabedor de tu interés por la mujer de blanco, no me entretuve y corrí en tu busca…
—Hiciste lo que debías —murmuró Raistlin, impaciente por interrumpir las aclaraciones del alumno. Se iluminaron sus pupilas con el fulgor de la ira y, al comprimirse sus labios movidos por igual sentimiento, el infeliz monstruo arrastró su cuerpo lo más lejos posible. Dalamar, espantado a su vez, contuvo el aliento. Pero la furia de Raistlin no iba dirigida contra ellos.
—«El ser tenebroso… ojos de fuego» —repitió—. ¡El Caballero Soth! Así pues, querida hermana, has decidido traicionarme. ¡Olfateo tu miedo, Kitiara, eres una cobarde! —exclamó sin alzar la voz—. Te habría erigido en reina del mundo y habría puesto a tu alcance incontables riquezas y un poder ilimitado. Pero, después de todo, no eres sino un gusano débil y mezquino.
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