Margaret Weis - El templo de Istar

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—¡Eso sería robar! —se indignó el kender.

—Digamos más bien que te limitarías a tomarlo prestado —lo corrigió el mago, retorcidos sus labios en una mueca socarrona—. ¡La causa lo merece! Caramon no se disgustará, al contrario, se sentirá orgulloso de ti. Le conozco, hemos compartido muchos avatares.

—Tienes razón —comprendió Tas con una llama de júbilo en los ojos—. Me convertiré en un héroe, más ensalzado que Kronin Thistleknot. ¿Cómo aprenderé el manejo del objeto mágico?

—Te daré instrucciones —ofreció Raistlin, acosado por un nuevo ataque de tos—. Vuelve dentro de tres días, ahora debes irte para que pueda reposar.

—Por supuesto —obedeció el kender, avanzando hacia la puerta. Preso de una nueva vacilación, se detuvo en el dintel y se disculpó—: No te he traído ningún obsequio para conmemorar las fiestas.

—Te equivocas, acabas de hacerme un presente de incalculable valor. Gracias.

—¿De verdad? —El hombrecillo no daba crédito a sus oídos—. Supongo que te refieres a mi designio de impedir el Cataclismo. Carece de importancia, en realidad…

De pronto, se encontró en medio del jardín, hablando a los rosales junto a un atónito clérigo que, tras ver cómo se materializaba en el linde del camino, le miraba desconcertado.

—¡Por la barba del gran Reorx! —se admiró Tasslehoff—. ¡Cuánto me gustaría ser capaz de obrar estos prodigios!

13

Las Trece Calamidades

En la jornada inaugural de las Fiestas de Invierno sobrevino la primera de las que más tarde se conocerían como las « Trece Calamidades » —Astinus las registró en sus Crónicas con el nombre de las « Trece Advertencias ».

Amaneció un día tórrido, asfixiante. Nadie, ni siquiera los elfos, recordaba haber sufrido un calor tan riguroso en esta avanzada época del año. En el Templo las rosas Hiemis se marchitaban sobre sus tallos, las coronas de arbustos silvestres despedían aromas nauseabundos, como si las hubieran cocido en un horno, y la nieve que refrescaba el vino en los cubiletes de plata se fundía con tal rapidez que los criados, temerosos de que se echaran a perder las existencias, corrían afanosos de las bodegas subterráneas a los salones armados con residuos de escarcha, a duras penas conservados.

Raistlin despertó aquella mañana, en la media luz que precede al alba, enfermo hasta el punto de no poder abandonar el lecho. Yacía desnudo, bañado en sudor y preso de las febriles alucinaciones que lo habían impulsado a despojarse de sus vestiduras, y a retirar el mullido edredón. Todos los dioses se hallaban próximos, pero era una de las divinidades en particular, la suya, la Reina de la Oscuridad, la que estragaba su salud. Sentía su ira aún con mayor intensidad que la de los otros entes superiores, unidos en una común indignación por la osadía del Príncipe de los Sacerdotes al pretender destruir el equilibrio que ellos mantenían en el mundo.

La soberana de las tinieblas se le había aparecido en sus sueños, mas no había elegido la forma espeluznante que cabía imaginar. No pobló la mente del hechicero un terrible reptil de cinco cabezas, el Dragón de «Todos los Colores y Ninguno» que había de esclavizar a los súbditos de Krynn durante la Guerra de la Lanza. No la visualizó como el «Guerrero Oscuro», conduciendo a sus legiones a la muerte. No, se reencarnó ante él bajo la apariencia de la «Bella Tentadora», la más hermosa de todas las mujeres, provista de unas irresistibles dotes de seducción con las que, coqueta, había jugado toda la noche para poner a prueba la gloriosa debilidad de su carne.

Cerrando los ojos, tembloroso su cuerpo en aquella estancia que se mantenía gélida pese al abrasador clima, el mago evocó una vez más la negra melena que lo acariciara, su insinuante contacto, rememoró cómo había alzado las manos y, entregado a su hechizo, había apartado el enmarañado cabello… ¡para descubrir el rostro de Crysania!

Al diluirse el sueño, su cerebro, aunque maltrecho, recuperó el control. Ahora estaba despierto, exultante en su victoria sin, por ello, ignorar el precio que había tenido que pagar. Como un recordatorio, le asaltó un nuevo espasmo de tos.

«No cederé —farfulló cuando pudo respirar normalmente—. No te resultará fácil abatirme, mi Reina».

Se incorporó bamboleante, tan débil que se vio forzado a descansar entre uno y otro movimiento y, tras cubrirse con la Túnica Negra, se dirigió a su escritorio. Maldiciendo el dolor que azotaba su pecho, abrió un antiguo texto sobre artefactos arcanos e inició una laboriosa búsqueda.

También Crysania había dormido mal. Al igual que Raistlin, sintió la vecindad de los dioses aunque, en su caso, fue Paladine el que más evidenció su presencia. La invadió su cólera, teñida de un pesar tan hondo, tan devastador, que la sacerdotisa no pudo soportarlo. Abrumada por la culpa que denunciaban sus mismas entrañas, desvió la mirada de aquella bondadosa faz y huyó. Corrió sin rumbo, en un mar de lágrimas, convencida de que se precipitaba en un abismo eterno. En el instante en que su alma estallaba, corroída por el miedo, unos fuertes brazos la rescataron. La envolvieron unos aterciopelados ropajes negros, que ocultaban un cuerpo enteco pero musculoso, y unos dedos flexibles acariciaron su cabello como si desearan devolverle el sosiego. Alzó los ojos y se tropezó con el semblante…

El tañir de unas campanas rasgó el silencio. Sobresaltada, Crysania se sentó en el lecho y espió los rincones de su alcoba. Recordó la figura que había visto, su tibieza reconfortante y, enterrando su rostro en las palmas abiertas, prorrumpió en sollozos.

Tasslehoff, al despertar, sufrió la punzada del desencanto. Hoy era el día en que, al decir de Raistlin, debían producirse fenómenos extraños y sin embargo, cuando oteó el panorama bajo la luz grisácea que se filtraba por la ventana, el único espectáculo que se ofreció a sus ojos fue el cuerpo de Caramon. Tendido en el suelo, resoplando, el gladiador realizaba sus ejercicios matutinos.

Aunque el hombretón ocupaba sus largas jornadas en practicar el manejo de las armas, o en ensayar junto a sus compañeros nuevas argucias bélicas, tenía que librar una interminable batalla contra el exceso de peso. Le habían aliviado la dieta y, ahora, le permitían comer casi los mismos alimentos que a los otros, pero el enano no tardó en percatarse de que no sólo sus platos igualaban a los de los restantes esclavos, sino que engullía cinco veces más que éstos.

En el pasado Caramon comía por placer. Ahora, en cambio, eran el nerviosismo y su obsesión por Raistlin los que lo inducían a buscar consuelo en los alimentos, como otros se entregaban a la bebida. De hecho, él mismo lo intentó una vez, ordenando a Tas que sustrajese un frasco de aguardiente enanil y lo escondiese en la alcoba. Pero, poco habituado a los licores fuertes de esta época remota, sufrió un espantoso mareo que, por otra parte, hizo las delicias del kender.

Temeroso de que se malograsen sus progresos, Arack decretó que el luchador sólo ingeriría raciones normales si efectuaba diariamente una serie de extenuantes ejercicios. Caramon se preguntaba a menudo cómo se enteraba el enano siempre que prescindía de algunas de las evoluciones prescritas en su tabla, ya que solía ponerse manos a la obra antes de que se despertaran los otros esclavos. Pero, de una u otra manera, sus leves engaños llegaban a oídos del maestro de ceremonias de los Juegos. En cuanto «olvidaba» esta o aquella práctica, le prohibía el acceso al comedor la poderosa maza de Raag.

Hastiado de escuchar gemidos, reniegos y voces de su amigo, Tas se encaramó a una silla para asomarse al exterior y, así, comprobar si ocurría algo singular. Lo que vio no fue decepcionante.

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