Margaret Weis - El templo de Istar

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Al aproximarse a la puerta oyó la voz del mago y, a juzgar por el tono que empleaba, supuso que tenía un visitante.

«¡Qué contrariedad! —se lamentó el hombrecillo en su fuero interno—. Habré de esperar a que se vaya esa persona para hablar con él, y mi empeño es de la mayor urgencia. Me pregunto cuánto tiempo durará su entrevista».

Aplicando el oído al cerrojo con la exclusiva finalidad, por supuesto, de averiguar si la secreta conferencia se hallaba en pleno apogeo o estaba a punto de concluir, dio un respingo al detectar un timbre femenino dentro de la alcoba.

«Me resulta familiar —reflexionó, a la vez que aguzaba sus sentidos—. ¡Claro, es Crysania quien habla! ¿Qué hace aquí?».

—Tienes razón, Raistlin —declaró la dama con un suspiro—, se agradece esta tranquilidad en medio del bullicio de los exuberantes pasillos. La primera vez que recorrí la zona donde ahora estamos me sentí atemorizada. Puedes reírte si quieres, pero es cierto. En particular el corredor se me antojó gélido, desolador, si bien ahora son las otras dependencias las que me asfixian con su exarcebada calidez. La decoración de las Fiestas contribuye a apesadumbrarme, me indigna este despilfarro cuando tantos necesitados podrían gozar de un cierto bienestar si se les entregase tan sólo una pequeña suma de dinero.

Se interrumpió, y Tas percibió un murmullo de ropa. Intrigado por el repentino silencio, el kender cesó de escuchar para otear el panorama. A través del ojo de la cerradura distinguió el interior del aposento donde, pese a estar echado el cortinaje, brillaba la tenue luz de unas velas. Crysania estaba sentada frente al hechicero, sin duda el crujido que antes detectara fue producido por algún gesto de impaciencia de la sacerdotisa. Tenía la cabeza apoyada en la mano, y la expresión de su rostro denotaba perplejidad, confusión.

No fue este hecho lo que desorbitó las pupilas de Tasslehoff, sino el cambio que se había operado en la mujer. Habían desaparecido su sobria túnica blanca, el no menos discreto peinado. Al igual que las otras sacerdotisas del Templo vestía un ropaje albo, sí, pero profusamente bordado, y en sus brazos desnudos un brazalete dorado realzaba la pureza de su piel. El cabello, antes recogido, caía ahora en cascada sobre sus hombros, suave como un chal de seda. Incluso se adivinaba una nota de color en sus pómulos, un calor en aquellos ojos que observaban a la figura de Túnica Negra sentada a escasa distancia, de espaldas a Tas.

«Tika estaba en lo cierto», decidió el kender.

—No sé por qué vengo aquí —dijo Crysania tras una breve pausa.

«Yo sí» masculló Tas, ladeando de nuevo la faz para que sus tímpanos captasen la conversación.

—Siempre que te visito —continuó la voz femenina— me anima una ferviente esperanza, que tú te encargas de trocar en desaliento. Intento mostratre el camino de la justicia, de la verdad, persuadirte de que sólo adentrándote en esa senda restituirás la paz al mundo, pero tú tergiversas mis palabras en tu propio interés.

—Te equivocas —repuso Raistlin—. Tú concibes preguntas y yo me limito a abrir tu corazón para ayudarte a darles forma. Los titubeos no parten de mí, y así debe ser —añadió, con un nuevo murmullo que indicaba acercamiento—; no creo que Elistan apruebe la fe ciega.

Tas advirtió la nota de sarcasmo que se desprendía de la voz del mago, pero Crysania no delató la menor suspicacia en su franca respuesta.

—No, mi anciano superior nos invita a inquirir sobre todo aquello que no comprendamos —explicó— y, con frecuencia, nos recuerda el ejemplo de Goldmoon, quien propició merced a sus preguntas el regreso de los auténticos dioses. Pero tu caso es distinto, en lugar de ilustrarme me propones interrogantes que me sumen en el desconcierto, en la consternación.

—Conozco esas emociones —susurró el hechicero, tan quedamente que el kender apenas le oyó.

La sacerdotisa se agitó en su asiento y Tas, al detectar su movimiento, se arriesgó a dar una rápida ojeada. Raistlin estaba a su lado, posada la mano en el blanco brazo. Al pronunciar él su breve frase Crysania se había aproximado aún más para, en un gesto instintivo, cubrir su mano con la suya. Habló al fin la dama, en un tal acceso de esperanza, júbilo y amor que el cuerpo del hombrecillo se estremeció hasta en los más hondos recovecos.

—¿Eres sincero conmigo? —indagó—. ¿He logrado ejercer alguna influencia sobre tus inquebrantables convicciones? No, no apartes los ojos. Veo en tus rasgos que no he orado en el desierto, que me hallo presente en tus meditaciones. ¡Nos asemejamos tanto el uno al otro! Lo supe desde nuestro primer encuentro, aunque esboces esa sonrisa burlona. Adelante, mófate, no me harás vacilar. En la Torre afirmaste que mi ambición no es inferior a la tuya y tenías razón. Nuestras aspiraciones adoptan formas distintas, pero son tan antagónicas como en principio pensaba. Ambos llevamos una existencia solitaria, consagrada al estudio, sin confiarnos ni siquiera a los seres más allegados. Tú te envuelves en penumbras y, sin embargo, he podido penetrar su manto, descubrir la luz, el calor…

Tas aplicó el ojo a la cerradura, no quería perderse la escena. «¡Va a besarla! —aventuró excitado—. ¡Esto es fantástico, imagino la reacción de Caramon cuando se lo cuente!».

«¡No vaciles, necio! —urgió impaciente a Raistlin, que aferraba con sus manos los brazos de la mujer—. ¿Cómo puedes resistirte? —insistió clavados los ojos en los labios entreabiertos de Crysania, en el brillo de sus pupilas».

De pronto, el hechicero soltó a su oponente y se levantó, dándole la espalda.

—Será mejor que me dejes —le rogó en hosca actitud mientras Tasslehoff se apartaba, decepcionado, de la puerta.

Apoyóse el hombrecillo en el muro y, en esta postura, oyó unas ásperas toses, sucedidas por la acariciadora voz de la sacerdotisa al tratar de apaciguar el inesperado ataque.

—No es nada —la tranquilizó el nigromante, a la vez que abría la puerta—. He sido víctima de arrebatos similares en los últimos días. ¿No adivinas la causa? —Tasslehoff se apretó contra la pared, temeroso de interrumpirles y, también, de perderse algo interesante—. ¿No has sentido nada?

—Quizá sí —respondió, cauta, Crysania—. ¿A qué te refieres?

—A la ira de los dioses —dijo Raistlin. No era esto lo que esperaba la eclesiástica, si bien a Tas le pareció una evasiva muy propia del mago. Desalentada, la dama cejó en su empeño—. Su furia se abate sobre mí, como si el sol se aprestara a incendiar nuestro planeta. Acaso sea la inminente catástrofe el motivo de nuestra infelicidad.

—Es posible —disimuló ella.

—Mañana será el equinoccio —prosiguió el hechicero— y, dentro de trece días, el Príncipe de los Sacerdotes expondrá su demanda. Así lo ha planeado junto a sus ministros. Las divinidades lo saben, de modo que le han enviado una advertencia: la desaparición de los clérigos. Pero de nada les sirve, el dignatario no ha prestado atención al aviso. A partir de este momento las señales del cielo adquirirán una creciente fuerza, una mayor claridad. ¿Has leído las Crónicas de los Trece Últimos Días, de Astinus? No constituyen un texto agradable, y vivir la experiencia que relatan resultará todavía más ingrato.

—Vuelve con nosotros antes de que se cumplan los presagios que te atormentan —le propuso la dama, iluminado su semblante—. Par-Salian dio a Caramon un ingenio mágico que nos catapultará a nuestro tiempo. El kender aseguró…

—¿De qué ingenio hablas? —preguntó Raistlin, con un extraño tono que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Tas y el sobresalto de Crysania—. ¿Qué aspecto tiene, cómo funciona?

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