«No ha servido de nada —se dijo Tanis—. Pobre Sara. En fin, lo intentó».
El semielfo suspiró y adelantó un paso. Era hora de marcharse.
De repente, Steel salió lanzado hacia el catafalco de mármol.
—¡Padre! —gritó con la voz rota, y no fue la voz del hombre la que habló, sino la del niño solitario, con carencias.
Las manos de Steel se cerraron sobre las frías del cadáver.
Se produjo un destello de luz blanca, pura y radiante, un destello frío y atroz que paralizó y medio cegó a todos los presentes.
Tanis se frotó los ojos en un intento de librarse de la imagen impresa en la retina, procurando frenéticamente ver a través de los puntos rojos y amarillos. La vista de los elfos es muy aguda, y los ojos elfos se ajustan mejor a la oscuridad y a la luz que los humanos. O quizás, en este caso, fueron los ojos del corazón los que vieron con más claridad que los de la cara.
Sturm Brightblade se encontraba de pie en la cámara.
Tan real era la visión —si es que era una visión— que Tanis casi pronunció el nombre de su amigo, casi tendió la mano para estrechar de nuevo la suya. Algo hizo que el semielfo siguiera callado. La mirada de Sturm estaba prendida en su hijo, y en ella se percibía tristeza, comprensión, amor.
Sturm no pronunció una sola palabra. Se llevó la mano al pecho y cerró los dedos sobre la Joya Estrella. La cegadora luz blanca perdió algo de intensidad durante un breve instante. Sturm alargó la mano hacia su hijo.
Steel contemplaba fijamente a su padre; el joven tenía la tez más blanca que el cadáver.
La mano de Sturm tocó el pecho de Steel, y la luz de la joya irradió con fuerza.
El joven se tocó el pecho a su vez, tanteó algo y su mano se cerró sobre ello. La luz blanca osciló rítmicamente, como el latido de un corazón, y fluyó entre sus dedos un instante antes de desaparecer. Volvió la oscuridad. Steel guardó debajo de la armadura lo que quiera que tuviera en la mano.
—¡Sacrilegio! —exclamó sir Wilhelm con un grito de indignación y rabia, tras lo cual desenvainó su espada.
Desvanecido finalmente el cegador halo, Tanis pudo ver con claridad, y lo que vio lo dejó estupefacto.
Sturm Brightblade no estaba. Su cuerpo había desaparecido. Lo único que quedaba sobre el catafalco eran el yelmo y la armadura y espada antiguas.
—¡Hemos sido embaucados! —bramó sir Wilhelm—. ¡Este hombre no es uno de nosotros! No es un Caballero de Solamnia. ¡Es un servidor de la Reina Oscura! ¡Un esbirro del Mal! ¡Prendedlo! ¡Acabad con él!
—¡La joya mágica! —gritó otro caballero—. ¡No está! ¡La ha robado! ¡Debe de llevarla encima!
—¡Cogedlo! ¡Registradlo! —aulló sir Wilhelm que, enarbolando la espada, se abalanzó sobre Steel.
Desarmado, el joven alargó la mano buscando instintivamente la espada que tenía más cerca, sobre el catafalco, y la asió. Era la espada de su padre. Alzó el arma y detuvo fácilmente la violenta cuchillada que sir Wilhelm descargaba de arriba abajo. Steel empujó al caballero, que cayó en medio de un fuerte sonido metálico cuando la armadura chocó contra los antiguos sepulcros cubiertos de polvo.
Los otros caballeros se adelantaron, cercándolo. Por fuerte y diestro que fuera, Steel no tenía ninguna oportunidad contra siete oponentes.
Tanis desenfundó su espada, se impulsó por encima del catafalco y saltó para situarse al lado del joven.
—¡Caramon, cúbrelo por la espalda! —gritó el semielfo.
—¡Tanis! —El hombretón estaba boquiabierto—. Me pareció ver…
—¡Lo sé, lo sé! —bramó Tanis—. ¡Yo también lo vi! —Tenía que hacer algo para sacar a Caramon de su estupefacción—. ¡Hiciste un juramento! ¡Juraste proteger a Steel como si fuese tu propio hijo!
—Cierto, lo juré —respondió Caramon con digna seriedad. Agarró al caballero que tenía más cerca y que se interponía en su camino, y lo apartó lanzándolo por el aire. Desenvainó la espada y se situó detrás de Steel, espalda contra espalda.
—No tenéis que hacer esto por mí —jadeó el joven, que tenía lívidos los labios—. ¡No os necesito para librar mis batallas!
—No hago esto por ti —repuso Tanis—, sino por tu padre. —Steel lo miró de hito en hito, incrédulo, con desconfianza—. Vi lo que pasó. Sé la verdad.
Señaló el peto del paladín oscuro, la armadura decorada con la horrenda insignia de Takhisis. Debajo de la misma había un destello de luz blanca.
El alivio se plasmó en el semblante de Steel. El joven debía de estar pensando si aquello había ocurrido realmente o si se estaría volviendo loco. De inmediato recobró el dominio de sí mismo y su gesto se endureció. De nuevo era un Caballero de Takhisis. Se volvió para enfrentarse a sus enemigos, adusto el gesto.
Los Caballeros de Solamnia tenían desenvainadas las espadas, pero no atacaron de inmediato. Tanis Semielfo era un personaje con mucho peso político en el país, y Caramon Majere un héroe respetado y popular. Miraron con inquietud a su comandante, esperando órdenes.
Sir Wilhelm se esforzaba por ponerse de pie. Para él, la respuesta era obvia.
—¡El Mal ha corrompido a los otros dos! ¡Son todos servidores de la Reina Oscura! ¡Prendedlos a los tres!
Los caballeros se lanzaron al ataque. Steel luchaba bien; era joven, diestro, y había estado esperando toda su vida que se le presentara un desafío así. Los ojos le brillaban y la hoja de su espada centelleaba con la luz de las antorchas. Pero los jóvenes Caballeros de Solamnia estaban a su altura. Ahora que veían al Mal entre ellos, sus pupilas relucían con una luz sagrada; estaban defendiendo su honor, vengando un sacrilegio. Cuatro rodearon a Steel, intentando capturarlo vivo, resueltos a herirlo, no a matarlo.
Las espadas entrechocaron con estruendo. Los cuerpos empujaban y rechazaban embestidas. A no tardar, la sangre resbalaba de una cuchillada en la frente de Steel. Dos de los caballeros también sangraban, pero seguían luchando con renovada fuerza y fervor. Hicieron retroceder a Steel contra el catafalco.
Tanis hacía todo lo posible por ayudar, pero hacía muchos años que no había manejado una espada en un combate real. Caramon resoplaba y jadeaba mientras el sudor resbalaba de su cabeza. Por cada seis golpes de su adversario, él daba uno, aunque —con su tamaño y su fuerza— siempre se las arreglaba para que ese golpe contara. Su espada resonaba como un martillo descargándose sobre un yunque.
Los tres intentaban abrirse paso hacia la escalera, pero los caballeros ponían el mismo empeño en cortar esa ruta de escape. Por suerte, a sir Wilhelm no se le había ocurrido enviar a uno de los caballeros en busca de refuerzos. Seguramente quería para sí la gloria de capturar al paladín de la Reina Oscura. O era eso, o no se atrevía a correr el riesgo de reducir el número de su pequeña fuerza.
—Si logramos subir la escalera —le dijo Tanis a Caramon mientras luchaban hombro contra hombro—, podremos correr hacia la puerta y abrirnos paso. Sólo había dos guardias. Y después…
—¡Primero… lleguemos allí! —Caramon estaba apoyado contra un lateral del catafalco, todavía luchando animosamente, aunque empezaba a faltarle el resuello—. ¡Condenada cota… de malla…! ¡Cuánto pesa!
Tanis ya no veía a Steel, que estaba rodeado por un muro de armaduras plateadas. Sin embargo, sí oía el sonido de su espada, y era obvio, por las numerosas heridas recientes de los Caballeros de Solamnia, que el joven seguía batallando.
Y seguiría haciéndolo hasta que lo mataran. No se dejaría capturar con vida.
No deshonraría la memoria de su padre.
A Tanis le dolían todos los músculos. Afortunadamente, su adversario, un joven caballero, estaba tan impresionado por el gran héroe que combatía sin poner entusiasmo. Sir Wilhelm parecía exasperado. El combate tendría que haber terminado para entonces. Echó una ojeada a la escalera. Sin duda iba a dar la alarma y a gritar pidiendo refuerzos.
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