Margaret Weis - La segunda generación

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Los héroes soñaban con encontrar un refugio seguro en ese río de rápida corriente. Pero el equilibrio del poder eterno siempre es cambiante. La Reina de la Oscuridad fue vencida, pero no destruida. Sus poderes son muchos y la gente es débil. Se olvidan las lecciones del pasado y las aguas del río se vuelven más turbulentas y peligrosas.
Pero no serán los Héroes de la Lanza quienes deberán lanzarse al río revuelto de la guerra que se acerca. Ha llegado la hora para los que son más jóvenes, más fuertes. Es hora de entregar la espada, o el bastón de mago, a quienes serán los héroes de la segunda generación. O a quienes traerán la perdición para esa nueva era.

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Les hizo un saludo a cada uno al estilo de los caballeros, y por último, enfundando cuidadosamente el arma en la desgastada vaina, se volvió hacia Sara. La mujer tendió desesperadamente los brazos hacia él.

—Steel…

El joven la estrechó contra sí.

—Prometiste que la decisión sería mía, madre.

—¡Steel, no! ¿Cómo puedes hacer esto? ¡Después de lo que has visto, de todo lo que ha pasado antes! —Sara empezó a sollozar.

Suave pero firmemente, Steel se soltó de los amorosos brazos de la mujer.

—Cuida de ella, ¿quieres, tío? —pidió quedamente a Caramon—. Que no le ocurra nada malo.

—Lo haré, sobrino. —Caramon agarró a Sara y la apartó del joven.

Steel giró sobre sus talones y corrió hacia el dragón. Llamarada esperaba, ansiosa por emprender el vuelo. El joven saltó a lomos del reptil, y éste extendió las alas.

Sara se soltó de un tirón de las manos de Caramon y corrió hacia su hijo.

—¡Haces esto por mí! ¡No, por favor, no!

El apuesto rostro mostraba una expresión fría y dura, severa e implacable. Apartó los ojos de ella y miró al sol poniente.

—Una maldición, dijo lord Ariakan. Una maldición si descubría la verdad. —Suspiró, y luego, bajando de nuevo la vista a Sara, añadió fríamente—. Apártate, madre. No querría que acabaras herida.

Caramon agarró de nuevo a Sara, que sollozaba desconsoladamente, y la alejó de las enormes alas del dragón.

Steel pronunció una palabra y Llamarada levantó el vuelo. El dragón giró en círculo sobre ellos una vez. Los tres divisaron la cara del joven, blanca contra el azul de las alas.

Y quizá fue imaginación de Tanis o tal vez un efecto engañoso de la luz crepuscular del sol, pero le pareció ver un destello argénteo, como si lo irradiara la joya elfa, en la mano del joven.

El Dragón Azul desapareció en el cielo progresivamente oscuro, volando hacia el norte.

12

La sangre de su madre

El viento soplaba ferozmente sobre el alcázar de las Tormentas. Las olas azotaban las rocas, rompían entre ellas en rociadas de espuma. Los relámpagos relumbraban en las oscuras nubes, los truenos retumbaban, sacudiendo los cimientos de la fortaleza. Era medianoche.

Las claras notas de una trompeta atravesaron la oscuridad. Lord Ariakan se encontraba en el centro del patio del alcázar, rodeado por un círculo de caballeros. Las antorchas chisporroteaban y titilaban bajo la lluvia. Las negras armaduras de los caballeros brillaban. El lirio negro de una muerte violenta adornaba los petos, el tallo cortado de la flor entrelazado con el hacha ensangrentada. Las capas negras, bordeadas en azul, blanco o rojo —dependiendo de la Orden de cada caballero— se sacudían contra los cuerpos cubiertos por armaduras, pero no los protegían de la lluvia torrencial.

Los Caballeros de Takhisis se deleitaban con el aguacero, con la tormenta. Era una señal del favor de su diosa. A no tardar, el joven que sería investido caballero saldría —si la suma sacerdotisa le consideraba digno de ello— del templo, donde había pasado el día en vigilia y oración.

Uniendo las profundas voces, los caballeros empezaron a entonar preces a su Oscura Majestad.

Dentro del templo, en medio de un mortal silencio, Steel Brightblade yacía postrado en el suelo, con armadura completa, delante del oscuro altar. Había estando tendido todo el día sobre las frías y húmedas piedras, postrado humildemente ante su diosa. El templo se hallaba vacío a excepción de él; no se permitía entrar a nadie para no interrumpir la vigilia del caballero.

Al sonido de un toque de trompeta, una mujer salió de entre las gruesas cortinas que había detrás del altar de obsidiana. Era una mujer vieja y encorvada, con el largo y canoso cabello extendido sobre sus hombros hundidos. Caminaba despacio, arrastrando los pies sobre las losas de piedra. Un cerco rojo bordeaba sus ojos, que eran sagaces y astutos. Vestía los ropajes negros y el collar de dragón de una suma sacerdotisa de Takhisis.

Favorita de la Reina de la Oscuridad, la sacerdotisa tenía un inmenso poder. Se rumoreaba que, años atrás, había participado en las horribles ceremonias que produjeron a los draconianos de los huevos robados a los Dragones del Bien. No había un solo caballero en el alcázar de las Tormentas, Ariakan incluido, que no temblara bajo la mirada o el roce de la vieja mujer.

Se acercó hasta detenerse delante del joven caballero, que yacía con la cara contra las piedras, y el oscuro cabello, que brillaba con una tonalidad negro azulada a la luz de las velas del altar, desparramado. En el altar, esperando la bendición de la Reina Oscura, se encontraba su yelmo, diseñado a semejanza de una horrenda y sonriente calavera, y su peto, con el lirio y el hacha. Pero no la espada, como era costumbre.

—Levántate —dijo la sacerdotisa.

Débil por el ayuno y por estar tendido, embutido en la cota de malla, sobre el frío suelo, Steel se incorporó con movimientos rígidos y torpes hasta ponerse de rodillas. Mantuvo la cabeza inclinada; sin atreverse a alzar los ojos hacia la sagrada sacerdotisa, juntó las manos ante sí.

Ella lo observó atentamente y luego, alargando una mano que parecía una garra, puso los dedos debajo de la barbilla del joven. Las uñas se hundieron en la carne, y el joven se encogió al sentir el tacto de la mujer, más frío que el de las propias piedras. Lo obligó a alzar la cara hacia la luz para escrutarlo.

—¿Sabes el nombre de tu padre?

—Sí, santidad —contestó rotundamente Steel—. Sé el nombre de mi padre.

—Dilo. Pronúncialo ante el altar de tu reina.

Steel tragó saliva al sentir que se le cerraba la garganta. No había pensado que sería tan difícil.

—Brightblade —susurró.

—Otra vez.

—Brightblade. —Su voz retumbó, desafiante y orgullosa.

Al parecer, ello no desagradó a la sacerdotisa.

—Ahora, el nombre de tu madre.

—Kitiara Uth Matar. —De nuevo lo dijo con fiereza, con orgullo.

La sacerdotisa asintió con la cabeza.

—Un linaje digno. Steel Uth Matar Brightblade, ¿te consagras en cuerpo, corazón y alma a su Oscura Majestad, Takhisis, Reina de la Oscuridad, Guerrero Oscuro, Reina de los Dragones, la de las Mil Caras?

—Sí —respondió sosegadamente Steel.

La sacerdotisa esbozó una sonrisa enigmática.

—¿En cuerpo, corazón y alma, Steel Uth Matar Brightblade? —repitió.

—Sí, por supuesto —respondió, molesto. Aquello no formaba parte del ritual, como le habían enseñado—. ¿Por qué lo ponéis en duda?

Como respuesta, la sacerdotisa agarró una fina cadena de acero que rodeaba el cuello del caballero y tiró mostrando lo que colgaba de ella.

Era una joya elfa, tallada en forma de estrella, pálida y brillante.

—¿Qué es esto? —siseó la sacerdotisa.

Steel se encogió de hombros y soltó una risa.

—Lo robé del cuerpo de mi padre, al tiempo que robé su espada. Los caballeros estaban furiosos. ¡Les metí el miedo en el cuerpo!

Sus palabras eran osadas, pero resonaron demasiado altas, huecas y discordantes, en el silencio del templo.

La sacerdotisa rozó la joya con la yema de un dedo, cautelosamente.

Se produjo un destello de luz blanca y un sonido siseante. La mujer retiró la mano bruscamente y soltó un penetrante grito de dolor.

—¡Es un artefacto del Bien! —Escupió la última palabra—. No puedo tocarlo. Nadie que sea un verdadero servidor de su Oscura Majestad puede tocar esa maldita joya. Y, sin embargo, tú puedes, Steel Brightblade, la llevas con impunidad.

Steel, mortalmente pálido, la miró consternado.

—¡Renunciaré a ella! Me la quitaré —gritó. Su mano se cerró sobre la joya, que irradiaba una brillante luz en medio de la oscuridad—. Sólo es una baratija. ¡No significa nada para mí!

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