Steel intentó incluso reírse del incidente; resultaba divertido en extremo que esos pomposos caballeros estuvieran conduciendo de la mano a uno de sus más temidos enemigos por su bastión.
La risa murió en sus labios.
Habían empezado a bajar los escalones que conducían al sepulcro, un lugar de aterradora majestuosidad, un lugar sagrado. Allí yacían los cuerpos de muchos hombres valientes, entre ellos Sturm Brightblade.
Est Sularis oth Mithas. Mi honor es mi vida.
Steel oyó una voz, profunda y resonante, repetir esas palabras. Miró rápidamente a su alrededor para ver quién había hablado.
Nadie lo había hecho. Todos caminaban en silencio escaleras abajo, sumidos en un silencio respetuoso y reverencial.
El joven supo quién había pronunciado la frase. Supo que estaba en presencia de un dios, y esa certeza lo amilanaba.
El reto de Steel a Tanis había sido pura bravuconería, lanzado con el fin de ahogar el repentino y doloroso anhelo que abrasaba el alma del joven, el anhelo de conocerse a sí mismo. Una parte de Steel necesitaba creer desesperadamente que Sturm Brightblade —el caballero noble, heroico, trágico— era su verdadero padre. Otra parte de sí mismo estaba consternada.
«Una maldición si lo descubres», le había advertido Ariakan.
Sí, y así debería ser, pero… ¡oh, saber la verdad!
Y, en consecuencia, Steel había desafiado al dios, lo había retado a que se la revelara.
Al parecer el dios había aceptado el reto del joven.
Domeñado el corazón, el alma de Steel se inclinó con reverencia.
La Cámara de Paladine era una gran estancia de planta rectangular, en la que se alineaban féretros de piedra que guardaban héroes de un remoto pasado y los más recientes de la Guerra de la Lanza.
Inmediatamente después de dar sepultura a los cuerpos de Sturm Brightblade y los otros caballeros que habían muerto defendiendo la Torre, las puertas de hierro de la cámara se habían cerrado y sellado. Si la Torre caía en manos enemigas, los cuerpos de los muertos no serían profanados.
Un año después de que acabara la guerra, los caballeros rompieron los sellos, abrieron la cámara e hicieron de ella un lugar de peregrinaje, al igual que había ocurrido con la Tumba de Huma. La Cámara de Paladine se había vuelto a consagrar. Se hizo un héroe nacional de Sturm Brightblade. Aquel día Tanis había estado presente, con su esposa, Laurana; Caramon y Tika; Porthios y Alhana, dirigentes de Silvanesti y Qualinesti, las naciones élficas; y el kender, Tasslehoff Burrfoot. Raistlin Majere, tomado ya el camino de las tinieblas y Amo de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas, no había asistido, pero envió un mensaje de respeto por su viejo compañero y amigo.
Los cuerpos de los muertos habían quedado tendidos en el suelo sin ceremonia durante los oscuros días de la guerra. En aquel acto solemne, se Ies dio sepultura de manera adecuada y correcta. Se había construido un catafalco especial para el cadáver de Sturm Brightblade. Hecho de mármol con imágenes cinceladas representando gestas heroicas del caballero, ocupaba el centro de la cámara. Pero el cadáver de Sturm reposaba encima del catafalco, no en su interior.
Algún tipo de magia había mantenido el cuerpo incorrupto durante los veintitantos años transcurridos. Nadie lo sabía con certeza, pero la mayoría creía que la magia emanaba de la joya elfa que le había entregado Alhana Starbreeze en prenda de amor. Ese tipo de joya era un presente que se intercambiaba entre los enamorados, y no se suponía que tuviera tales propiedades arcanas. Claro que el amor teje su propia magia.
Tanis no había vuelto a visitar la cámara desde aquel día. La solemne ceremonia había sido demasiado dolorosa y sagrada para repetir la visita. Ahora había vuelto, pero no sentía nada de solemne y sagrado. Al recorrer con la mirada la cámara, los sepulcros antiguos cubiertos de polvo, el catafalco situado en el centro, se sintió atrapado. Si algo iba mal, era un largo camino escaleras arriba y a través de las puertas de hierro hacia la huida.
«Nada va a ir mal —se dijo para sus adentros—. Steel contemplará el cadáver de su padre y hacerlo le traerá consecuencias o no. Personalmente, no espero que tenga efecto en él. Por lo que puedo juzgar, ese joven ya va de camino al Abismo. Claro que, ¿quién soy yo para opinar? Jamás imaginé que llegaríamos tan lejos».
Sir Wilhelm, entristecido como si estuviesen enterrando a alguien de su propia familia, encabezó la marcha hacia el catafalco. Los seis caballeros se situaron alrededor del mismo, tres a cada lado, mientras que sir Wilhelm tomaba posición a la cabecera, firme.
Tanis se acercó al catafalco. Miró el rostro de su amigo, un rostro que parecía parte del mármol cincelado y que, sin embargo, poseía una semblanza de vida, algo que la fría piedra jamás podría emular. Tanis olvidó a Steel y sintió que la paz lo rodeaba. Ya no lloraba por su amigo; Sturm había muerto como había vivido: con honor y coraje.
Le hizo bien contemplar el sueño imperturbable del caballero. La ansiedad y preocupación por su propio hijo, por la frenética situación política, por la creciente amenaza de guerra, desaparecieron por completo. La vida era bella y dulce; y todavía guardaba muchas cosas.
Sturm Brightblade yacía en su sepulcro de mármol, con las manos cruzadas sobre la empuñadura de una antigua espada, la de su padre. Llevaba puesta la armadura, también de su padre. La Joya Estrella, resplandeciendo con la luz del amor, brillaba sobre su pecho. A su lado descansaba una Dragonlance, y junto a ésta había una rosa de madera, tallada por las manos de un doliente y viejo enano que ahora también dormía el sueño eterno. Al lado de la rosa, en una urna de cristal, se veía una pluma blanca, el último regalo de un kender que lo quería.
Tanis se postró sobre una rodilla al lado del cadáver, de manera que su cabeza quedó a la altura de la del caballero, y pronunció unas quedas palabras en elfo:
—Sturm, corazón honorable, afectuoso, noble. Sé que has perdonado a Kitiara por lo que te hizo, por su traición, su engaño, más doloroso para ti que la lanza que utilizó finalmente para acabar contigo. Este joven es su hijo, y tiene mucho de ella, me temo.
»Sin embargo también tiene, creo, algo de ti, amigo mío. Ahora que estoy aquí creo que eres realmente su padre. Veo el parecido de los rasgos, pero, más fuerte que la evidencia física, es que te veo a ti en el espíritu de este joven, en su valor a toda prueba, en la nobleza de su carácter, en la compasión por otros a los que cuenta como un símbolo en su contra.
»Tu hijo está en peligro, Sturm. La Reina Oscura lo atrae más y más, susurrándole sus palabras seductoras, prometiéndole gloria que sin duda acabará en la derrota final. Necesita tu ayuda, amigo mío, si es posible que puedas prestar tal ayuda. Lamento alterar tu tranquilo sueño, pero te pido, Sturm, que hagas lo que puedas para apartar a tu hijo del oscuro camino que recorre ahora.
Tanis se puso de pie. Se limpió los ojos con la mano y volvió la vista hacia Caramon.
El hombretón estaba arrodillado al otro lado del catafalco.
—Daría la vida por mis hijos —musitó—, si pensara que eso los salvaría del peligro. Sé que tú… Bueno, harás lo que es correcto, Sturm. Como siempre.
Tras aquella petición un tanto extraña, Caramon se incorporó, se dio media vuelta y empezó a llorar sin rebozo, tras lo cual se limpió los ojos y la nariz con la manga.
Tanis miró a Steel. El joven se había quedado rezagado y se encontraba solo, lejos de los caballeros, del catafalco, aunque sus oscuros y ardientes ojos estaban clavados en el cuerpo. Siguió plantado allí, sin moverse. Su rostro, pálido, frío y duro, era la copia exacta del caballero dormido. Ambos podrían haber sido estatuas talladas en mármol.
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