Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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—Quedan pocas horas de luz, Palin Majere. —El general Urek caminó hacia el hechicero y sus zarpas repiquetearon sobre el suelo de piedra—. Si consigues el cetro antes que nosotros, será tuyo y no intentaremos quitártelo. Pero, si nosotros lo recuperamos antes, lo conservaremos. Puede que encontremos la manera de usar su magia contra la Verde. —Palin oyó el sonido de la puerta que se abría a su espalda—. Yo en tu lugar me daría prisa —añadió el general.

—No me extraña que los elfos no se acerquen a este sitio —observó Jaspe una vez fuera de la torre de los draconianos.

El enano estaba empapado en sudor y andaba con tanta rapidez como le permitían sus piernas, cortas y rechonchas. Pero lo que lo hacía sudar no era el calor ni el ejercicio, sino el miedo. Jaspe había experimentado esa sensación con anterioridad; meses antes, cuando el barco se dirigía de Nuevo Puerto a Palanthas. Habían estado a punto de naufragar en las heladas aguas de Ergoth del Sur, donde habrían acabado devorados por el Blanco, que nadaba en el fondo. El pánico también se había apoderado de él cuando Ciclón, el Dragón Azul, había aparecido encima del barco y se había llevado a Shaon. Comenzaba a acostumbrarse al miedo.

Cuando estaban a unos setecientos metros de la torre secreta, Feril pidió a Palin y a Jaspe que se detuvieran. Se arrodilló y hundió los dedos en la tierra húmeda.

—Nosotros sólo podemos adivinar qué dirección han tomado los caballeros —dijo—. Pero la tierra lo sabe con absoluta certeza.

—Tenemos que darnos prisa —la apremió Palin.

El enano lo miró. El hechicero también sudaba y tenía una expresión de inquietud en la cara.

—Así que no soy el único —murmuró para sí.

—Si no encontramos el cetro y regresamos con los elfos, perderé a Usha —añadió Palin.

Feril se balanceó suavemente hacia adelante y atrás, al ritmo de las ramas mecidas por el viento. Luego comenzó a tararear una canción que sonaba como un tenue chapoteo en el agua.

—Madre tierra —susurró al final de la canción—, cuéntame tus secretos. Dime dónde están los hombres vestidos con un caparazón duro y negro como los escarabajos.

Volvió a cantar y sintió que su espíritu escapaba de su cuerpo, descendía por sus brazos y dedos hasta llegar a la tierra. Era una tierra fértil, llena de humedad, vida y fuerza.

La magia solía agotar a la kalanesti, pero no fue así con este encantamiento. Se sintió revitalizada y sospechó que se debía a que el dragón había embrujado la tierra. Sus sentidos se deslizaron alrededor de piedrecillas y ramitas podridas. Las plantas muertas daban fuerza a la vida que brotaba del suelo, alimentaban la energía y el poder de aquel inmenso bosque que ahora palpitaba en su interior. Mientras descendía, encontró pequeños cráneos de ardillas y conejos que habían muerto, fundiéndose para siempre con la tierra. Sintió el fervor de sus espíritus en el suelo.

Entonces la tierra le habló, le contó que los dioses la habían creado con sus manos y que el tiempo la había nutrido. En la mente de la elfa pasaron siglos, aunque fueran sólo segundos alrededor del cuerpo que se mecía. La kalanesti escuchó el relato de cómo el dragón había vigorizado el bosque, permitiendo que las plantas crecieran hasta hacerse gigantescas, que los helechos y los arbustos cubrieran cada centímetro de suelo mientras sus tallos se elevaban hacia el sol. La tierra honraba al dragón, a quien consideraba una importante fuente de vida. También le gustaban los elfos, que la habían protegido antes de que llegara el dragón, y no le molestaba la presencia de los draconianos.

Feril notó que la tierra estaba desconcertada, dividida entre los dos bandos, pues sabía que el dragón había matado a muchos elfos y otras criaturas. Pero la esencia de las víctimas del dragón se fundía con el suelo y el bosque, acrecentando su singular energía. En el bosque qualinesti, la muerte era vida.

—Los hombres con caparazón —susurró Feril.

Como escarabajos, respondió la tierra.

—Sí —respondió la kalanesti, visualizando una imagen en su mente.

Y los hombres del color del cielo, de los grajos, de las dulces y jugosas bayas que maduran en primavera.

Feril se quedó atónita, pero continuó:

—Esos nombres sirven a otro dragón a quien no le importa en absoluto tu hermoso bosque. Su reino es árido, caluroso y estéril.

Caluroso y estéril, repitió el rico suelo. Sé dónde están esos escarabajos.

Las piedrecillas, ramitas, pequeños cráneos y bellotas cruzaron como un relámpago por los sentidos de Feril. La mente de la kalanesti avanzó más aprisa y se dejó llevar por la tierra que la empujaba hacia el norte. De repente sintió un gran peso en la espalda, aunque ésta sólo estaba cubierta por una ligera túnica de cuero. Pero la sensación era opresiva. Feril ascendió con los sentidos y reconoció las armaduras, las botas de gruesa suela que descendían pesadamente sobre el suelo y aplastaban los helechos.

—Son sólo cuatro —murmuró a Palin—. Dos caballeros y dos cafres pintados de azul. Creo que se han perdido, pues no avanzan en línea recta. El camino que siguen parece una serpiente. —Sabía que era fácil perderse en un bosque tan denso—. Es probable que los alcancemos al ocaso.

—A la misma hora en que los draconianos saldrán de la torre —le recordó Jaspe.

Feril dejó que sus sentidos permanecieran con la tierra unos instantes más, regodeándose en las sensaciones y las percepciones, antes de regresar junto a sus compañeros. Se levantó de mala gana, se sacudió la tierra con los dedos y dijo:

—Por aquí.

La kalanesti echó a andar rápidamente entre la vegetación, mientras Palin y Jaspe se esforzaban por alcanzarla. Sin embargo, ninguno de los dos le pidió que aflojara el paso, conscientes de la importancia de encontrar el cetro antes de que anocheciera.

Cuando al fin se detuvieron, las sombras se habían vuelto más densas y los dos hombres estaban agotados. La luz mortecina se había teñido de naranja, insinuando que muy pronto el bosque se sumiría en la oscuridad y los draconianos comenzarían su cacería. Se acuclillaron detrás de un enorme helecho aterciopelado y apartaron las hojas. Los dos caballeros iban a la cabeza, usando sus espadas como machetes para cortar las plantas y abrirse paso. Feril se estremeció ante su indiferente brutalidad.

El cafre más bajo, un hombre corpulento de aproximadamente metro noventa de estatura, llevaba un zurrón de cuero al hombro y empuñaba una porra llena de púas en la mano izquierda. El otro cafre era un palmo más alto y exploraba el terreno con expresión alerta. Su cara angulosa reflejaba inquietud y sus fosas nasales parecían temblar. Feril comprendió que ya los había olido.

Acarició una hoja del helecho y se dirigió a ella:

—Únete a mí —susurró.

Sus sentidos se deslizaron con facilidad por las hojas y los tallos hasta llegar a la raíz. El bosque embrujado le permitía practicar sus encantamientos casi sin esfuerzo, y su mente pronto alcanzó a las plantas que rodeaban a los caballeros y a los cafres. Notó que Palin se acuclillaba a su lado.

El cafre más alto se detuvo en seco y se volvió hacia el helecho detrás del cual se ocultaban los tres amigos. Jaspe se puso en pie, empuñando el martillo en la mano derecha. Calculó la distancia que lo separaba del cafre y arrojó el arma. El martillo giró varias veces en el aire antes de golpear al grandullón en el estómago y derribarlo de espaldas.

Palin había comenzado a pronunciar otro encantamiento, uno de los primeros que había enseñado a su hijo. Consistía en un ingenioso uso del calor y no produciría llamas que amenazaran el bosque. En cuanto recitó las últimas palabras del hechizo, los caballeros gritaron, arrojaron sus espadas y lucharon por quitarse la armadura. El metal se había calentado y el calor se intensificaba progresivamente, abrasándoles la piel.

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