Jean Rabe - El Dragón Azul

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Los grandes dragones amenazan con esclavizar Krynn.
Han alterado la tierra por medios mágicos, esculpiendo sus dominios de acuerdo con sus viles inclinaciones, y ahora comienzan a reunir ejércitos de dragones, humanoides y criaturas, fruto de su propia creación. Incluso los antaño orgullosos Caballeros de Takhisis se han unido a sus filas y preparan el ataque contra los ciudadanos de Ansalon. Ésta es la hora más negra para Krynn. Sin embargo, un puñado de humanos no quiere rendirse. Incitados por el famoso hechicero Palin Majere y armados con una antigua Dragonlance, osan desafiar a los dragones en lo que quizá sea su último acto de valentía.

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—No hay razón para preocuparse. Feril sabe cuidarse sola. —Era la voz de Rig Mer-Krel, que había dejado a uno de sus compañeros al timón y se había acercado en silencio a la pareja. Rió y dio una palmada en la cabeza a Ampolla. Luego miró a Dhamon con los ojos entornados—. Es muy probable que también cuide de Palin, Usha y Jaspe.

La kender sonrió.

—Tú nunca te preocupas por nada, Rig.

—No es verdad —respondió. El barco se acercó al muelle y el marinero frunció el entrecejo al oír que el casco raspaba un pilote—. Me preocupo por el Yunque. Y me preocupo por la Dragonlance. Dhamon me dijo que podía quedarme con ella por un tiempo, y yo tuve la ocurrencia de dejársela al elfo. Más vale que Gilthanas me la devuelva sin un solo rasguño.

Mientras Ampolla y Rig estaban en la ciudad, Dhamon centró su atención en Sageth. El viejo, que estaba sentado en el cabrestante, consultó su tablilla y rió.

—Ya lo he decidido —dijo cuando se dignó reconocer la presencia de Dhamon.

—¿Qué has decidido?

Dhamon se arrodilló a su lado y trató de descifrar los garabatos de la tablilla.

El viejo se rascó la calva y por un momento pareció abstraído en sus pensamientos. Luego tamborileó con el dedo en el centro de la tablilla.

—Mira, está muy claro —dijo—. La magia antigua. El mejor momento para destruir los objetos será la noche..., una noche en que la luna llena esté baja, cerca del horizonte. Y debemos hacerlo en un lugar desierto. La tierra podría temblar y hay que evitar que la gente se haga daño. O que se derrumben edificios.

Dhamon siguió los movimientos del dedo del viejo. Sabía leer, pero era incapaz de descifrar los signos de la tablilla.

—¿Por qué por la noche? ¿Qué importancia tiene la hora del día?

—Puede que ninguna —respondió el viejo—. Pero también es posible que la tenga. ¿Entiendes? Quizá lo importante no sea la hora, sino la luna. Los dioses la dejaron para reemplazar a las tres que había antes: Lunitari, Nuitari y Solinari. De modo que esta luna solitaria contiene parte de la magia divina, porque todavía queda magia divina en Krynn. Sin embargo, hasta tanto se destruyan los objetos arcanos para liberar su magia... Bueno, hasta es probable que entonces regresen las tres lunas. ¡Ah, devolver la magia a Ansalon! —Sageth frunció los labios y miró a Dhamon a los ojos—. Sé que no entiendes nada de toda esta cháchara sobrenatural, como casi todos los guerreros. Pero tu amiga elfa sí que entiende. Conoce la magia y sabe que es importante.

—Yo también sé que es importante —replicó Dhamon, ofendido—. Si hubiera más magia disponible, los hechiceros tendrían más posibilidades de vencer a los señores supremos.

Se rascó la pierna y se estremeció involuntariamente al sentir la dura escama del dragón debajo del pantalón.

—Así que todo depende de tus amigos —prosiguió Sageth—. Espero que tengan suerte y consigan apoderarse de los objetos mágicos antes que los dragones. ¿Ahora nos dirigimos a Schallsea a buscar el medallón?

—Sí; el medallón de Goldmoon.

—Bien; pero no es suficiente. Necesitamos cuatro objetos mágicos. Sí; con cuatro bastará. ¿Ves mis notas? Es probable que alcance con tres, pero sólo probable. Con cuatro estaremos seguros. Y tenemos que estar seguros porque tal vez no haya tiempo para intentarlo otra vez.

—Mis amigos los conseguirán —afirmó Dhamon—. O morirán en el intento.

21

El general Urek

Los ojos dorados parpadearon y avanzaron muy despacio hacia la tenue luz que se filtraba por la puerta y que reveló la presencia del ocupante de la torre. Ante Palin había uno de los pocos auraks existentes, los draconianos más poderosos. La criatura era dorada, aunque en la penumbra parecía ocre. Abrió y cerró las manos en forma de garras y las zarpas de sus pies rasparon el suelo con un agudo chirrido. Escamas diminutas cubrían cada centímetro de su cuerpo, incluyendo la corta y gruesa cola que se agitaba con suavidad. El aurak mediría unos dos metros y medio de estatura y era extraordinariamente grande y fuerte para ser un draconiano. Tenía músculos abultados y un pecho fornido.

El aurak extendió el brazo cubierto de escamas y flexionó la garra, como si llamara al hechicero.

—Yo no pienso entrar ahí —dijo Jaspe asomando la cabeza por detrás de la pierna de Palin.

Luego el enano miró a la kalanesti por encima del hombro, pensando en la mejor ruta de escape.

—Los draconianos son criaturas del Mal —murmuró Feril—. Creo que deberíamos...

—Entrar, naturalmente, ya que nos invitan. —El hechicero entró, dejando la puerta abierta para que el enano y Feril lo siguieran—. Lo que buscamos está aquí dentro, y tenemos que encontrarlo o Usha morirá.

El enano elevó una silenciosa plegaria a Reorx, el dios preferido de los enanos que también había abandonado Krynn mucho tiempo antes, y siguió a Palin. Feril fue la última en cruzar el umbral.

Dentro, un nuevo olor prevaleció sobre la embriagadora fragancia de las plantas y la tierra. El aire estaba impregnado de un hedor a muerte y del metálico aroma de la sangre, más intensos incluso que los olores a madera podrida y al moho y la humedad de la piedra. Al enano se le erizaron los pelos de la nuca mientras sus cortos y regordetes dedos volaban al mango del martillo enganchado a su cinturón. Feril dejó reposar la mano sobre su bolsa e hizo un recuento mental de los objetos que llevaba dentro: arcilla, puntas de flechas, piedras y otros objetos en los que podía concentrar su magia para combatir a la escamosa criatura.

La puerta se cerró con estrépito a sus espaldas y de inmediato se encendieron las antorchas que, aunque húmedas y chisporroteantes, arrojaban suficiente luz para que el trío inspeccionara su entorno. Se encontraban en una estancia grande, que ocupaba toda la planta baja de la torre. En el pasado la habitación había estado dividida por paredes de madera, pero éstas se habían podrido hacía tiempo y los restos descansaban en montículos cubiertos de moho. Junto a la pared, una sinuosa escalera de piedra se perdía en la oscuridad de la primera planta. Había grandes manchas de hollín en el suelo de piedra y a lo largo de las paredes, como si se hubieran producido varias explosiones mágicas o, acaso, como si en esos puntos hubieran estallado algunos draconianos.

De repente, más de una docena de draconianos se separó de las paredes y rodeó a los tres amigos. Eran kapaks, misteriosas criaturas comúnmente empleadas como asesinos. Sus abultados y ondulados músculos de color cobre brillaban a la luz de las antorchas como monedas bruñidas. Batían suavemente las alas sin apartar sus verdes ojos de Palin.

El hechicero dio un paso hacia el aurak y abrió la boca para hablar, pero el draconiano, que resplandecía bajo la luz de las antorchas, alzó una garra para silenciarlo.

—Vosssotros no sssois aliados del Dragón Verde, de lo contrario los elfos os habrían asssesinado. —El aurak tenía una voz grave y resonante y hablaba como una serpiente gigante—. Pero tampoco sssois amigos de los elfos, porque sssi lo fuerais no os habrían capturado ni habrían detenido a un miembro de vuestro grupo.

—¡No son amigos nuestros! —gritó uno de los kapaks, y su ronca voz retumbó con un eco espectral en las paredes húmedas. El kapak apretaba y relajaba los puños—. Los humanos y los elfos no son amigos. Deberíamos devorarlos.

A Jaspe le molestó que no lo mencionaran, pero decidió guardar silencio. Echó un vistazo a la espaciosa habitación. «Tres contra trece», pensó. Pero, con la ayuda de la magia de Palin y Feril, no sería una pelea demasiado despareja. Matar a esas horripilantes criaturas era la única manera de apoderarse del Puño de E'li y una forma de beneficiar a Ansalon. Trece draconianos menos sería un buen comienzo.

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