—Y de este modo el reino de los elfos murió con él —repitió la tribu elfa con tristeza.
–Nuestra raza se tornó decadente, y las tribus se desperdigaron por todas partes, la mayoría para vivir como nómadas en el desierto, asaltando y robando tanto a humanos como a sus propios compatriotas, renunciando a su honor; otros fueron a habitar dentro de las ciudades de los humanos, donde entraron en negocios con ellos y mezclaron su sangre y olvidaron la gloria de su otrora orgullosa estirpe. Y, sin embargo, una diminuta chispa de esperanza subsistía, alimentada en los corazones de nuestra gente. Esa chispa que brillaba tenuemente acabó siendo conocida como la leyenda de la Corona de los Elfos, y se fue transmitiendo durante generaciones, a pesar de que, para muchos, no era más que un mito, una historia que los bardos elfos contaban alrededor del fuego para ayudar a pasar las solitarias noches en el desierto y ofrecer un poco de consuelo en los sórdidos barrios elfos de las ciudades, donde nuestra gente habitaba en medio de la pobreza y la degradación. Y de este modo todos recordamos la leyenda.
—Y de este modo todos recordamos la leyenda —dijo Myra junto con todos los demás, que contemplaban a su caudillo con ensimismada fascinación y el rostro iluminado por el parpadeo de las llamas.
—Llegará un día, cuenta la leyenda —siguió él—, en que el séptimo hijo de un caudillo caerá y volverá a alzarse, y de su resurrección surgirá una nueva vida. De esta nueva vida brotará una nueva esperanza para nuestro pueblo, y será ésta la llamada Corona de los Elfos, mediante la cual será coronado un gobernante bueno y poderoso, uno que nos devolverá los bosques que eran la patria de los elfos. La Corona volverá a unir a nuestra gente, y un nuevo amanecer traerá el reverdecer del mundo. Así se cuenta, así será.
—Así se cuenta, así será —entonó la tribu.
–Y por lo tanto nos reunimos alrededor del fuego esta noche, como hacemos todas y cada una de las noches, para reafirmar nuestra determinación —indicó el caudillo—. Desde el día en que caí y me golpeé la cabeza contra una roca mientras practicaba el uso de las armas con mi padre, jefe de los Corredores de la Luna, empecé a tener las visiones. Me caí y volví a levantarme, y a partir de mi renacimiento, una nueva vida se inició para mí, una nueva vida en la que veía visiones que conducían a mi pueblo al nuevo amanecer prometido. Desde ese día supe que era mi destino buscar y encontrar la Corona de los Elfos, que únicamente puede ser la legendaria Galdra, espada de Alaron y símbolo de nuestro pueblo. Y sabía, porque mis visiones me lo contaron, que un día me convertiría en jefe de nuestra tribu y que yo, Kether, séptimo hijo de un caudillo, guiaría a mi pueblo hasta el encuentro de la pyreen que guardaba la fabulosa espada de Alaron. Hemos recorrido un gran trecho en nuestra búsqueda —continuó Kether—, y ahora percibo que nos encontramos cerca del final. Hemos dejado de lado todos los demás intereses, rivalidades y pasiones; nos hemos entregado a la pureza espiritual del Sendero del Protector, y hemos abrazado la Disciplina del Druida para deshacernos de emociones violentas, orgullos mezquinos y motivaciones egoístas. Para hallar a la pacificadora que nos entregará la Corona, hemos de encontrar primero la paz dentro de nosotros mismos y así hacernos dignos. Cada día, debemos reafirmar nuestra determinación y perseguirla con renovado celo. Hemos de reverenciar en nuestros corazones a todo ser viviente, y, también, a nuestro mundo agonizante para que algún día vuelva a vivir. A este noble fin hemos de dedicar nuestra existencia.
—A este noble fin hemos de dedicar nuestra existencia —dijeron todos mientras los ojos brillaban a la luz de la hoguera.
Kether paseó la mirada a su alrededor y vio cómo todos lo contemplaban llenos de emoción. Myra se preguntó qué se sentiría siendo el caudillo y sabiendo que los miembros de la tribu dependían de la sabiduría de tu mando. «Sin duda, es una gran carga —pensó—, pero Kether es sabio y fuerte, y lo soporta bien.» El caudillo descruzó las piernas y se puso en pie, alto y orgulloso, paseando la mirada por su gente. La larga cabellera plateada estaba sujeta a la espalda por una tira de cuero y le colgaba hasta la mitad de la espalda; el rostro, de facciones muy marcadas, con los altos y prominentes pómulos de su raza, resultaba muy atractivo. Todavía era joven, y aún no había elegido esposa. Myra estaba entre las jóvenes de la tribu que podían ser un buen partido, y se preguntaba si algún día él no podría tenerla en cuenta para ese puesto. Se sentiría orgullosa de poderle dar hijos fuertes, uno de los cuales podría en su momento hacerse cargo de la jefatura de la tribu.
–Hemos llegado muy lejos, pueblo mío —siguió diciendo Kether—. Esta noche nos reunimos en las laderas de las Montañas Resonantes, no lejos del lugar donde cayó el noble Alaron en tiempos remotos. Sé que todos habéis padecido muchas penalidades en este viaje, pero percibo que nos encontramos casi en el final. En algún sitio, aquí en las majestuosas Montañas Resonantes, se dice que la mística hermandad villichi tiene su convento. Viven muchos años, y siguen la auténtica Senda del Protector y la Disciplina del Druida. Si alguien sabe dónde puede hallarse la Corona de los Elfos, sin duda son ellas. Mañana descansaremos y reuniremos comida para continuar el viaje, y luego, al día siguiente, nos dirigiremos al sur, hacia los picos más altos, donde buscaremos el hogar de las villichis y les expondremos nuestra petición. Lo que hacemos no lo hacemos sólo por nosotros mismos, sino por todas las generaciones venideras. Dormid bien esta noche, y cuando soñéis, soñad con un nuevo amanecer para nuestro pueblo y para nuestro ignorante mundo. Os deseo felices sueños.
Muy despacio, la tribu se dispersó hacia sus tiendas, pero Myra permaneció un rato junto al fuego, contemplando pensativa las danzarinas llamas. Se preguntaba, como hacía a menudo, qué le reservaba el futuro. Era joven, aún no había cumplido dieciséis veranos, menuda y delicada para alguien de su raza, con largos cabellos plateados, facciones marcadas y ojos de color gris claro. Cada año, durante toda su infancia, había preguntado a su madre, Garda, cuándo llegaría a ser tan alta como los otros miembros de la tribu, y cada año su madre se había echado a reír y respondido que muy pronto empezaría a espigarse como si fuera una planta escoba del desierto después del monzón. Pero en los últimos años, su madre había dejado de reír al hacerle ella la pregunta, y la joven Myra no tardó en comprender que no crecería más de lo que ya había crecido. Se quedaría pequeña y poco atractiva, sería como una enana entre los de su raza; sin duda era bastante ridículo por su parte pensar que pudiera elegirla nadie como esposa, y mucho menos Kether. Y, si no la escogía nadie de su tribu, ¿qué otro lo podría hacer?
Su madre dormía ya cuando regresó a la tienda, pero aunque intentó no hacer ruido la despertó igualmente cuando entró.
—¿Myra?
—Sí, madre. Perdona, no era mi intención despertarte.
—¿Dónde has estado?
—Sentada junto al fuego, pensando.
—Pasas mucho tiempo sola últimamente, con tan sólo tus pensamientos por toda compañía —suspiró su madre—. Sé que ha sido duro para ti, criatura. Desde que tu padre marchó, he intentado criarte por mí misma del mejor modo posible, pero comprendo que te has sentido sola al serte negado el amor de un padre. Perdóname.
—No es culpa tuya, madre.
Garda volvió a suspirar mientras se tumbaba sobre su saco de dormir.
—Sí, lo es —dijo—. Tal vez debiera haberlo sabido. Tu padre no pertenecía a nuestra tribu, y yo sabía cuando lo conocí que no permanecería con nosotros. Era muy parecido a Kether: también él se sentía empujado a vagar, a ir en busca de un significado para su vida. Jamás me dijo que se quedaría, y yo nunca se lo pedí. El tiempo que estuvimos juntos fue muy corto, pero al menos siempre te tendré a ti para recordar el amor que compartimos.
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