Simon Hawke - El Nómada

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Empuñando a
, la legendaria espada de los reyes elfos, Sorak se ha abierto paso a través de las inhóspitas tierras de Athas. Ahora, junto con su compañera villichi, Ryana, se acerca al objetivo de su misión: un avangion a punto de nacer, que guarda el secreto del pasado de Sorak y la promesa del futuro de Athas. Pero Sorak no es el único que busca al Sabio; el rey-hechicero de Nibenay está decidido a destruir al avangion antes de que se haya formado por completo... y aunque todavía no ha conseguido localizarlo, sabe que Sorak puede y conducirle directamente hasta él.

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—¡Un hijo mío emparejándose con una asquerosa elfa y engendrando hijos con ella! —aulló su padre enfurecido en tanto que otros miembros de la tribu se unían a su grito escandalizado—. Jamás creí que viviría para ver este día!

—Padre, escúchame... —replicó Ogar, pero no consiguió hacerse oír por encima del tumulto que sus palabras habían provocado.

—¡Me has deshonrado! —rugió su padre, señalándolo con el dedo—. ¡Has deshonrado a tu tribu! ¡Has deshonrado a todos los halflings!

—Padre, te equivocas...

–¡Silencio! ¡No estás en posición de decir nada! ¡Antes preferiría verte copular con un animal que saber que has estado con una elfa! ¡No eres hijo mío! ¡No eres un halfling auténtico! ¡Estás contaminado y deshonrado, y debemos limpiar esta repugnante mancha que ha caído sobre nuestra tribu! ¡Oídme, pueblo mío! ¡Ogar ya no es mi hijo! ¡Yo, Ragna, caudillo de los Kalimor, lo declaro desde ahora anatema, y decreto que se lo condene a morir en la hoguera para eliminar mediante el fuego esta enfermedad que ha aparecido entre nosotros! ¡Quitadlo de mi vista!

Lo sujetaron con fuerza y lo arrastraron fuera de allí mientras pateaba y se debatía, y lo ataron bien a un árbol de agafari cercano mientras marchaban a preparar el poste y la hoguera. Por la mañana, celebrarían el Ritual de la Purificación, en el que cada miembro de la tribu renegaría formalmente de él y maldeciría su nombre ante el jefe. Cuando el sol se pusiera, lo quemarían.

A últimas horas de aquella noche, cuando todos se habían retirado, la madre de Ogar fue a verlo. Se detuvo ante él con lágrimas en los ojos y le preguntó por qué había hecho algo tan horrible, por qué había traído tanto dolor a su corazón. Él pensó primero en explicárselo, pero comprendió que ella nunca lo entendería, y no dijo nada.

—¿Ni siquiera quieres hablar conmigo, hijo —inquirió ella—, una última vez, antes de que reniegue de ti ante tu padre?

El muchacho alzó la vista y buscó algo de comprensión en sus ojos, pero no la encontró. Sin embargo, a lo mejor existía aún una última esperanza.

—Suéltame, madre —dijo—. Si tanto he deshonrado a la tribu, al menos deja que regrese con aquellos que me aceptan, deja que me reúna con mi esposa y mi hijo.

—No puedo. Por mucho que ello me parta el corazón, la palabra de tu padre es ley. Lo sabes.

—¿Y, así pues, me dejarás morir?

—Debo hacerlo —respondió ella—. He de pensar en tus hermanos y hermanas. Por su bien, no puedo arriesgarme a provocar la cólera de tu padre. Además, no tendrías nada a lo que regresar.

Él levantó los ojos hacia ella con repentina inquietud.

—¿A qué te refieres?

—Tu padre ha enviado un mensajero al Ser Sin Rostro.

—¡No! —gritó Ogar horrorizado—. ¡No, a él no!

—Nada puedo hacer —siguió ella—. La voluntad de tu padre es ley. Nunca lo había visto tan furioso. Ha jurado que reparará la desgracia que has traído sobre nosotros pidiéndole al Ser Sin Rostro que lance un hechizo contra los Corredores de la Luna, que mate a todos los elfos de la tribu.

—¡Pero ellos no han hecho nada!

—Han corrompido al hijo de Ragna, y a través de ti, han corrompido a Ragna. Está decidido a llevarlo a cabo, y nada lo disuadirá de ello.

—¡Suéltame, madre! ¡Ten piedad, suéltame!

—¿Me condenarías al destino del que tú huirías? —dijo ella—. ¿Estarías dispuesto a condenar a tus hermanos y hermanas a las llamas en tu lugar? ¿Cómo puedes pedirme algo así? Realmente, los elfos te han corrompido si es que puedes pensar en ti mismo en estos momentos a nuestra costa.

—¡No pienso sólo en mí mismo, sino en mi esposa e hijo, y en toda una tribu que no ha hecho nada para ofenderos!

—Vaya, ahora comprendo de qué lado está tu lealtad —repuso su madre—. Ragna tenía razón; ya no eres Ogar, ya no eres mi hijo. Te preocupa más una tribu de elfos mal nacidos que tu propia familia y tu gente. Ya no eres halfling. Mi hijo está muerto. Creí que había muerto hace cinco años, y ahora comprendo que así era. Ya lloré por él entonces, y nada más me queda por hacer.

Le dio la espalda y lo dejó allí a pesar de sus gritos y esfuerzos por liberarse de las ataduras; pero estaba sujeto con fuerza y no tenía escapatoria.

Habían descendido desde las colinas bajas de las laderas septentrionales para cruzar un pequeño valle que bordeaba el desierto, al final del cual, en una escarpada línea curva que se extendía más allá de donde alcanzaba la vista, se encontraban los picos más elevados de las Montañas Resonantes. A lo lejos, al iniciar la travesía del valle, habían podido distinguir el Diente del Dragón, el pico más alto de Athas. Kether lo había contemplado en sus visiones, y creía que encontrarían allí a la pyreen. Cuando supieron que la búsqueda estaba a punto de tocar a su fin, los Corredores de la Luna se llenaron de alegría, y mientras iniciaban la travesía del valle en dirección a las montañas, se pusieron a cantar de forma espontánea.

En menos de una hora, todos ellos estaban muertos.

Alaron fue el único que quedó en pie en medio de cuerpos desplomados, aturdido, paralizado y horrorizado más allá de lo que era posible soportar, incapaz de comprender lo que les había sucedido a todos ellos. Su madre yacía tendida a sus pies con los ojos abiertos de par en par, pero ciegos, y los labios tensados en una mueca de agonía que había helado sus facciones. Le había dado golpecitos y pronunciado su nombre entre sollozos y también chillado, pero ella no le había respondido; jamás le volvería a responder, ni a él ni a nadie.

También Kivara yacía muerta, y muy cerca de ella, Eyron y Poesía, sus tres pequeños compañeros de juegos, que se habían desplomado, revolcándose y chillando, mientras se llevaban las manos a la garganta y se retorcían de dolor hasta expirar. También Kether había sucumbido; el poderoso caudillo había dejado de existir. Uno a uno, habían sido fulminados por una fuerza terrible e invisible, y ahora sólo quedaba Alaron, curiosamente inmune a lo que fuera que había eliminado al resto de la tribu. Aterrado e impotente, había contemplado cómo toda su gente perecía en medio de una agonía atroz.

Ahora miraba vacuamente los cadáveres retorcidos y desperdigados a su alrededor sobre la arena, y aquello resultaba una visión demasiado terrible para que su joven mente la aceptara. Permanecía allí, respirando entrecortadamente, con una horrible opresión en el pequeño pecho, y las lágrimas se deslizaban tumultuosas por sus mejillas mientras gimoteaba de un modo conmovedor. Y en ese instante, algo en su interior se partió.

Se dio la vuelta y empezó a andar hacia el desierto sin saber adónde iba, sin que le importara, incapaz siquiera de pensar. Se limitó a colocar un pie delante del otro, andando con ojos vidriosos y ciegos; tras dar algunos pasos, las cortas piernas empezaron a moverse con más rapidez, y echó a correr.

Entre sollozos y respirando con dificultad, corrió más y más deprisa, como si de este modo pudiera de algún modo dejar atrás el horror que se encontraba a su espalda. Se adentró en el desierto; aspiraba profundamente en tanto que un peso insoportable parecía oprimirle el pecho y algo en su interior se retorcía, se agitaba y se revolvía. Corrió más rápido de lo que había corrido nunca, corrió hasta que las fuerzas lo abandonaron por completo, pero algo en su mente se derrumbó mucho antes de que sus músculos dejaran de responder. Cayó cuan largo era, de bruces sobre la arena del desierto, con los dedos intentando agarrarse a algo, como si necesitara aferrarse a la abrasada tierra para no caerse del mundo.

Su padre se había ido de repente un buen día, y ahora su madre, su guardiana y protectora, también se iba para siempre. La preciosa Kivara, su traviesa pequeña compañera de juegos, ya no estaba. El alegre y menudo Poesía, que siempre reía y cantaba, ya no estaba. Eyron, que tenía unos pocos años más y siempre parecía saberlo todo mejor que nadie, ya no estaba. Kether, su noble caudillo visionario, ya no estaba. Había desaparecido todo lo que conocía, lo habían dejado solo. Abandonado. Desamparado. ¿Por qué había sobrevivido? ¿Por qué? ¿Por qué?

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