Jean Rabe - El héroe caído

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El héroe caído: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Hasta qué punto puede un héroe deshornarse? ¿Tanto como para perder su alma? Dhamon Fierolobo, Héroe del Corazón del pasado, se ha sumido en una amarga vida de crimen y sordidez. Ahora, mientras los poderosos dragones, señores supremos de la Quinta Era, conspiran fríamente para consolidar su dominio y destruir a sus enemigos, Dhamon debe encontrar la fuerza de voluntad para redimirse. Aunque tal vez ya sea demasiado tarde.

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Se trataba del draconiano que había aparecido ante Fiona y el Consejo Solámnico, el que se suponía que estaba en Takar y que poseía información sobre su hermano. Pero sólo una pequeña parte del cerebro de la mujer registró tal irónico dato.

La criatura abrió la boca como si fuera a hablar, pero Fiona lo interrumpió.

—¡Bestia asquerosa! —vociferó al tiempo que alzaba la espada por encima de su cabeza.

Momentáneamente perplejo, el bozak dio un paso atrás y empezó a gesticular con las manos para formar al instante una reluciente telaraña gris en el pasadizo que mantuviera a la mujer y a Maldred lejos de él.

—Essstúpidosss —escupió—. Reluciente dama, no conquistarásss essstasss minasss. Pertenecen a la ssseñora, como le pertenecen otras cosas, y podrías…

Fiona clavó la espada en la telaraña y se abrió paso a través de la pegajosa masa. Luego prosiguió con su ataque, a pesar de que el ser se hallaba en medio de otro conjuro, y le rebanó el vientre, sin dejar que finalizara su repugnante encantamiento. Totalmente bajo el poder del hechizo de Maldred, la solámnica no recordaba que ésa era la criatura con que había pensado reunirse en las ruinas de Takar, la criatura para la que había reunido el rescate. El ser que era su esperanza de recuperar a su hermano. Únicamente una pequeña parte de su mente advirtió el hecho de que el esbirro de la Negra estuviera en las minas Leales, a las que la habían conducido mediante engaños.

Echó la espada hacia atrás de nuevo y lanzó una estocada al cuello del bozak. La cabeza se dobló hacia adelante al tiempo que el ser se disolvía en un montón de huesos, dejando atrás el collarín de oro. Maldred la apartó de un tirón justo a tiempo, pues los huesos estallaron, proyectando mortíferos fragmentos por el aire que rebotaron en la armadura de la guerrera.

Enseguida, ella y Maldred penetraron corriendo en el túnel.

Hicieron falta dos horas para que las dos minas de plata quedaran limpias de dracs y abominaciones y de dos enormes boas constrictoras que se habían usado para mantener a raya a los esclavos. Maldred y Fiona registraron huecos y recovecos, ella llamando en Común y él en la lengua de los ogros para localizar a más esclavos. Las minas eran inmensas, y habrían necesitado más de un día entero para explorarlas, tiempo que Maldred no estaba dispuesto a dedicar, pues quería llevar a los ogros liberados de regreso a Bloten antes de que más dracs u otros habitantes de la ciénaga aparecieran por allí. Dijo a Fiona que tal vez Donnag enviaría más hombres allí más adelante, si los ogros rescatados proporcionaban información que precisara de un nuevo viaje al lugar.

—Detrás de ti, dama guerrera —Maldred hizo una reverencia y extendió una mano, y Fiona sujetó una soga y se elevó a la superficie.

—Ha cumplido su propósito —reflexionó él en voz alta, mientras la seguía—. Posee una extraordinaria habilidad con la espada.

Dhamon y Rig se encontraban ya en el claro, formando a los esclavos liberados en algo que se pareciera a un orden, al tiempo que colocaban a los que apenas podían andar bajo el cuidado de los mercenarios ogros. Tres mercenarios habían muerto a manos de los dracs y las abominaciones, incluido el chamán de piel blanca.

El marinero tenía una nueva preocupación. No quería regresar a Bloten, ni tampoco que los humanos y enanos liberados fueran allí, pues sabía lo mal que lo pasaban los que no eran ogros en aquella ciudad. Se le hizo un nudo en el estómago. Llevarlos más lejos de allí significaba tiempo, lo cual retrasaría su plan de introducirse en la guarida de la Negra y liberar a quienquiera que estuviera aún con vida en sus mazmorras.

—Shrentak —dijo, y la palabra sonó como una maldición.

—¿Shrentak? ¿Y qué quieres tú de ese lugar tan maravilloso y venerable? —La voz era melodiosa y acalló los murmullos de los esclavos liberados y los mercenarios.

Rig ladeó la cabeza, y miró en derredor en busca del que había hablado. Todo lo que pudo ver fueron los cuerpos cubiertos de verrugas de los mercenarios y las figuras agotadas y débiles de aquellos que habían rescatado. Fiona salía en aquellos instantes de la mina mayor, y no se trataba de su voz. Maldred trepó al exterior tras ella.

—¿Te has quedado mudo, hombre del color de la noche? —insistió la voz.

También Dhamon buscaba a quien hablaba y sentía cómo se le erizaban los pelos del cogote. Sujetó con fuerza su espada e hizo una seña para que los hombres de Donnag rodearan a los esclavos rescatados y los protegieran. Luego dio un paso en dirección a una fila de cipreses. Le pareció que algo se escabullía detrás de un tronco, entrecerró los ojos y dio otro paso.

—¡Dhamon! —chilló Maldred; el enorme ladrón indicaba con las manos el dosel de ramas.

El guerrero alzó la mirada, y sus ojos se desorbitaron por la sorpresa. Las hojas de los cipreses caían, como si el árbol se estuviera muriendo de golpe; pero las hojas no revolotearon hasta el suelo, sino que empezaron a flotar y, al cabo de un instante, se alzaron y descendieron en picado… directamente hacia Dhamon y Rig.

—Por la bendita memoria de Habbakuk… —empezó a decir el marinero, y desenvainó la espada para enfrentarse a esta nueva amenaza, que Dhamon ya intentaba atacar.

Las hojas relucieron bajo la luz de las antorchas, y el verde se desvaneció de ellas para ser reemplazado por tonos grises, negros y marrones, muchos de los cuales eran difíciles de distinguir en las sombras del pantano. Las hojas siguieron transformándose, y les salieron alas y colas.

—¿Qué son? —preguntó Rig a gritos.

Dhamon se encogió de hombros y se dispuso a enfrentarse a esa nueva amenaza misteriosa.

Había cientos de aquellas cosas, que tenían aproximadamente el tamaño de mirlos, aunque no eran pájaros. Sus alas recordaban a las de los murciélagos, pero eran más membranosas que correosas, y sus cabezas parecían las de los mosquitos, incluidos hocicos afilados como agujas de los que goteaba algo viscoso.

Dhamon alzó la mano para apartar a uno de un golpe, y descubrió que sus cuerpos estaban segmentados y eran duros como el caparazón de una cucaracha. Lanzó un mandoble contra otro, que lo partió en dos, liberando una repugnante sangre roja.

—¡Estirges! —chilló Fiona.

—¿Qué? —preguntó Dhamon.

—Estirges. Son… son insectos. ¡Se beberán tu sangre!

El guerrero reaccionó con rapidez, pues las criaturas se arremolinaban ya sobre su persona. Pero, aunque agitó la espada en alto sobre su cabeza, partiendo algunas en dos, varias se lanzaron sobre su pecho, hincando sus aguijones en su carne. Aulló de sorpresa y dolor cuando empezaron a darse un banquete con su sangre.

Oyó a Fiona a su espalda, con la espada silbando mientras atravesaba a las repugnantes criaturas. La solámnica se hallaba protegida por su cota de mallas, y las estirges que se lanzaban sobre ella quedaban atontadas al estrellarse contra el metal, aunque la mujer tenía la precaución de cubrirse el rostro con un brazo. De ese modo siguió golpeando una tras otra a aquellas criaturas mientras se encaminaba hacia Rig.

El claro estaba inundado por los gruñidos de los ogros, que no se habían tropezado jamás con tan malévolos insectos y que los arrancaban de sus cuerpos y aplastaban con las manos desnudas; los alaridos de los esclavos liberados; el sordo golpear de las estirges muertas contra el suelo; el chupeteo de las criaturas atiborrándose de sangre.

Con el pecho desnudo, Dhamon era un blanco fácil para las pequeñas bestias, y una docena estaba aferrada a su pecho y su espalda. Se quitó algunas de las piernas, pisoteándolas antes de pudieran volver a elevarse.

—¡No son tan difíciles de matar! —chillaba Maldred.

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