Jean Rabe - El héroe caído

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El héroe caído: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Hasta qué punto puede un héroe deshornarse? ¿Tanto como para perder su alma? Dhamon Fierolobo, Héroe del Corazón del pasado, se ha sumido en una amarga vida de crimen y sordidez. Ahora, mientras los poderosos dragones, señores supremos de la Quinta Era, conspiran fríamente para consolidar su dominio y destruir a sus enemigos, Dhamon debe encontrar la fuerza de voluntad para redimirse. Aunque tal vez ya sea demasiado tarde.

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Había una docena de dracs en la zona, y no consiguió detectar ninguna otra criatura en el follaje que rodeaba el perímetro. Pero había más en la mina, estaba seguro de ello. Y necesitaba averiguar exactamente cuántos eran.

Hizo unos cuantos gestos con los dedos a Maldred: el silencioso lenguaje de los ladrones que Rikali le había enseñado. Por un instante se preguntó cómo le iría a la semielfa; estaría furiosa por haber sido abandonada, eso era seguro. De todos modos, estaba más segura así, se dijo. Y él estaba mucho mejor sin una relación, aunque descubrió que la echaba de menos.

El hombretón asintió e hizo otra seña a Dhamon, agitando los dedos a gran velocidad. Luego empezó a susurrar órdenes a los ogros.

Dhamon alzó el brazo, la hoja de Tanis el Semielfo centelleando bajo la luz. A continuación lo dejó caer como indicación y echó a correr al frente, con los ogros y Maldred atacando detrás de él. Fiona se unió a la carga, dirigiéndose hacia un drac de impresionante tamaño que azotaba a un enano recalcitrante, aunque estuvo a punto de resbalar, ya que el suelo era fangoso a pesar de la ausencia de lluvia. El golpeteo de los pies del reducido ejército era como un trueno ahogado, y el agua y el barro rociaban el aire a su paso.

Los dracs se sobresaltaron, pero reaccionaron con sorprendente rapidez. Unos pocos agarraron esclavos y los utilizaron como escudos; otros inhalaron con fuerza, para a continuación expulsar gotas de ácido con las que bañar a los ogros atacantes. Los hombres de Donnag chillaron sorprendidos y doloridos, pero no retrocedieron.

—¡Desplegaos! —vociferó Maldred en Común, para repetirlo a continuación en ogro.

La palabra atormentó a Dhamon. Era lo que Gauderic había gritado a los mercenarios en los bosques Qualinestis cuando se enfrentaban a la hembra de Dragón Verde. Por un instante, el humano volvió a ver el bosque, a los elfos y humanos corriendo junto al río, en dirección a la Verde; corriendo porque él había revocado la orden de Gauderic de que huyesen. ¡ Desplegaos ! oyó gritar a Gauderic en su cabeza. Pero aquel bosque se encontraba muy lejos de allí, y los hombres que se habían enfrentado al dragón estaban todos muertos. Y Gauderic, amigo de Dhamon y su segundo en el mando, también estaba muerto, por la mano del propio Dhamon. Muerto y enterrado.

—¡Desplegaos! —aulló de nuevo Maldred.

Tragando saliva con fuerza, Dhamon corrió hacia el drac más próximo, se agachó bajo una nube de escupitajos ácidos y, a continuación, saltó al frente y clavó el hombro en el estómago de la criatura. Sus brazos se movían arriba y abajo a toda velocidad. La hoja de Tanis acuchilló el pecho de la bestia una y otra vez mientras la empuñadura vibraba alegremente.

La criatura cayó debatiéndose, y él hundió la espada una vez más, observando que la escritura élfica a lo largo de la hoja relucía con un tenue tono azul. Luego se apartó con un empujón del caído, justo en el momento en que éste se disolvía en una lluvia de ácido, que milagrosamente no cayó sobre el humano. Oyó en derredor el restallar de látigos y el ruido sordo de las armas al golpear carne de drac y, sin detenerse un segundo, prosiguió con su ataque lanzándose sobre otra criatura, rodeando veloz a un par de demacrados ogros que permanecían de pie inmóviles contemplando con incredulidad lo que ocurría. Saltó por encima de una caja de mineral y estrelló el pie en el pecho de otro drac, al que hizo perder el equilibrio al tiempo que el látigo abandonaba sus afilados dedos para salir disparado por los aires. Pero el ser agitó con furia las alas para mantenerse en pie, inhaló con fuerza y lanzó un enfurecido escupitajo a Dhamon; el ácido aliento lo golpeó en el pecho, mientras sus zarpas desgarraban lo que quedaba de su jubón de cuero. La corrosiva sustancia no afectó a Dhamon, aunque cayó alrededor de él, y el hombre comprendió que se debía a la magia de la espada que lo mantenía a salvo. Los zumbidos persistían.

—Indica la presencia de progenie de dragón —conjeturó sobre la hormigueante sensación.

Y desde luego los dracs tenían su origen en magia de dragón. A continuación, Dhamon se concentró únicamente en la batalla; apretó los dientes y echó la espada hacia atrás y luego la lanzó al frente con todas sus fuerzas contra la criatura, a la que acertó en la cabeza, atravesando con facilidad el hueso y el cerebro. Luego extrajo el arma y se alejó a toda velocidad, mientras su adversario se disolvía en una nube de ácido que cayó sobre el suelo.

Se encaminó hacia la mina más pequeña, de la que emergía un drac deforme.

—Una abominación —musitó Dhamon.

Por grotescos que fueran los dracs, esa criatura era mucho peor. La cabeza descansaba sobre un grueso cuello en el que sobresalían venas que parecían sogas; las alas eran achaparradas, una de ellas festoneada como la de un murciélago, la otra redondeada y un poco más larga. La bestia tenía tres brazos, el tercero surgiendo de su costado derecho, varios centímetros por debajo del de aspecto más normal. Y la mano que remataba la tercera extremidad aparecía pequeña y suave, del tamaño de la de un kender o un gnomo. Los ojos de la abominación eran inmensos y sobresalían de su cabeza, dispuestos a ambos lados de una ancha nariz chata. Lucía una cola, más larga que la de los dracs, y en su extremo se hallaban las chasqueantes fauces de una serpiente.

—Monstruo —escupió Dhamon.

Las abominaciones eran creadas mediante el mismo proceso que los dracs, según había averiguado. Pero, en lugar de humanos, el dragón utilizaba elfos, kenders, enanos y gnomos. No había dos abominaciones que se parecieran, y no se tenía conocimiento de que los otros señores supremos dragones las crearan a propósito. Excepto la Negra. La corrupta señora suprema del pantano prefería a sus hijos corrompidos.

—Eres el siguiente —le dijo Dhamon.

Pero Fiona se hallaba cerca y llegó antes que él a la criatura. La espada describió un arco por encima de la cabeza de la solámnica y rebanó el tercer brazo del ser, que intentó arañarla furiosamente con las dos extremidades restantes, cuyas uñas arañaron inútilmente el metal de su armadura.

Cuando Dhamon miró en derredor en busca de otro blanco, vio a la guerrera, que alzaba la espada en alto y la descargaba sobre la clavícula de la bestia. Se oyó un nauseabundo crujido, y luego ella se apartó al estallar aquella cosa en una corrosiva nube de ácido. Los ojos de ambos se encontraron por un instante, los de ella llenos de una mezcla de cólera y ansia por el combate, los de Dhamon con idéntica y fiera determinación.

Sin una palabra, el hombre corrió hacia Maldred. Mientras los mercenarios ogros se ocupaban de los dracs restantes, el hombretón interrogaba a uno de los esclavos.

—¿Cuántos en las minas? —Las palabras eran en la lengua de los ogros, pero eran sencillas, y Dhamon sabía lo suficiente para comprenderlas—. Dracs. Las criaturas negras. ¿Cuántas? —El esclavo no respondió—. Los amos —probó Maldred—. Vuestros amos. Y háblame de las minas de ahí abajo.

Surgió una respuesta, pero la voz del esclavo ogro resultaba confusa, y Dhamon no se hallaba aún lo bastante cerca para oír las palabras.

—Diez dracs —gritó el hombretón a Dhamon, señalando la mina más pequeña y usando el Común—. Otros doce en la más grande. Unos cuantos draconianos. —Indicó con la cabeza la enorme boca abierta del suelo—. Fiona y yo nos ocuparemos de la mina grande.

Dhamon hizo una mueca de disgusto, pues su espada lo convertía en el mejor para ocuparse de dracs, draconianos y cualquier abominación que pudiera anclar por ahí. Y por un momento pensó en discutir el asunto; pero la mina más pequeña presentaba menor peligro.

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