Jean Rabe - Redención
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Extrajo el mango de la alabarda del agua y escudriñó a la derecha. No era barullo suficiente para tratarse de un dragón, pero sí excesivo para un drac o un draconiano. La criatura volvió a rugir.
—¿Qué es, Dhamon?
Ragh también miraba fijamente a la derecha, teniendo buen cuidado de no balancear la embarcación, y su expresión se enfureció cuando Maldred despertó, se inclinó a un lado, y estuvo a punto de hacerlos volcar.
Dhamon vio moverse una rama, situada al menos a más de ciento cincuenta metros del río. Probablemente no era nada de lo que preocuparse, pero por alguna razón era capaz de ver muy bien a aquella distancia, incluso entre las diminutas aberturas del espeso follaje, y por lo tanto continuó con la mirada fija en aquel punto. Una enorme mano cubierta de escamas verdes movió una rama, y distinguió el torso color oliváceo de una criatura lagarto, con una lanza sujeta en una de las zarpas. ¿Un hombre lagarto? No, se dijo tras un examen más prolongado. Era demasiado grande, las escamas estaban más marcadas. No veía a toda la bestia, tan sólo algunas partes que lo intrigaban, pero al cabo de un instante consiguió descifrar de qué se trataba.
—Un bakali —refunfuñó en voz baja—. Un apestoso bakali.
Los bakalis eran una raza antigua y hubo una época en que se la consideró extinguida. Habría sido mejor para todos si la totalidad de los bakalis hubiera muerto, se dijo Dhamon. A pesar de ser astutos, aquellos seres no eran demasiado inteligentes, si bien eran fuertes y brutales, y solían servir al amo que mejor pagaba. Existían pequeñas tribus desperdigadas de aquellas criaturas en las tierras de la hembra de Dragón Negro, y Dhamon sabía, debido a un encuentro con una partida de caza unos cuantos años atrás, que al menos algunos trabajaban para Sable. Ese bakali estaba solo, y probablemente buscaba algo que comer. Por el modo en que avanzaba sigiloso, iba tras alguna presa.
—No es asunto mío.
Empezó a impulsar la balsa con la pértiga otra vez, un poco más despacio, mientras observaba a la criatura con curiosidad. Fue entonces cuando descubrió que el ser no se hallaba solo; había al menos otros tres bakalis, un grupo pequeño, nada que pudiera detenerlo. Sin embargo, el corazón le dio un vuelco a los pocos instantes, cuando la extraordinaria visión que poseía le mostró qué era lo que perseguían aquellos seres.
—Ragh —llamó Dhamon en voz baja, si bien sabía que los bakalis no habían advertido la presencia de los tres ocupantes de la balsa, y desde luego no podían oírlos a tanta distancia—. Ahí está Fiona.
Esta vez, la reacción de sorpresa del draconiano casi volcó la embarcación.
—¿La solámnica? ¿No está muerta?
—Aún no —comentó Dhamon con frialdad—, pero parece que unos enormes y feos bakalis intentan cambiar la situación.
Aunque Dhamon, igualmente sorprendido de ver a la dama, se alegraba de que Fiona estuviera viva, también se sentía resentido contra ella porque su reaparición en esos momentos retrasaba el viaje.
—Maldita sea.
De todos modos, estaba decidido a impedir que acabara en los estómagos de los bakalis.
¿Había conseguido encontrar ella las huellas de sus compañeros y los seguía por alguna razón? Se apresuró a impeler la balsa hacia la orilla, al mismo tiempo que indicaba con un dedo colocado sobre los labios que el draconiano y Maldred debían mantenerse en silencio. Señaló con la mano en dirección a los bakalis, aunque había perdido de vista a Fiona, y se concentró, para intentar diferenciar los sonidos del pantano.
Los ruidos se intensificaron. El alboroto de los pájaros y de otras criaturas invisibles creció de un modo pavoroso, a pesar de que los animales no parecía que se aproximaran. Todos los sonidos empezaban a tornarse fastidiosamente indistinguibles para los oídos extra sensibles de Dhamon.
—Ragh, quédate aquí y vigila al ogro. Mantente ojo avizor por si hay problemas.
Era evidente que ni Ragh ni Maldred habían detectado un cambio en los sonidos del pantano… Dhamon oía la respiración chirriante del draconiano con una cierta excesiva claridad, también oía el palpitar del corazón del sivak, y el de Maldred, que latía más despacio y con más fuerza que el suyo o el de Ragh.
—Necesitarás ayuda.
El draconiano hablaba en voz baja, Dhamon lo sabía, pero las palabras sonaron como un grito en sus oídos.
—Son poca cosa —respondió él, negando con la cabeza—. Puedo ocuparme de cuatro bakalis yo solo. —Incluso sus propias palabras le parecieron atronadoras—. Vigila al ogro. No podemos permitirnos que escape y advierta al Dragón de las Tinieblas.
Tras esto arrastró una esquina de la balsa sobre la orilla para vararla, luego se echó la alabarda al hombro y marchó hacia el interior.
Todo empeoró rápidamente en cuanto desapareció entre los árboles y dejó de ver la embarcación. Los sonidos del pantano no tardaron en resultar abrumadores, casi ensordecedores. El zumbido de los insectos y el parloteo de los pájaros resultaba casi violento, el susurrar de las hojas atronador. Dhamon se tambaleó y soltó el arma para llevarse las manos a los oídos; pero no sirvió de nada. Un felino de gran tamaño gruñó, y fue como si profiriera un potente rugido; el discurrir del río era como un chapoteo atronador contra la orilla. Apretó los dientes y echó la cabeza atrás. «¿Cómo podía ayudar a Fiona si no era capaz de hacer nada por sí mismo? En el nombre de todos los dioses desaparecidos ¿qué le estaba sucediendo?».
—Ragh —jadeó, con la intención de decir al draconiano que fuera en busca de Fiona en su lugar.
¿Hablaba lo bastante alto? ¿Lo oía el sivak? Gritó el nombre del draconiano, y aquella solitaria palabra fue como una daga clavada en sus oídos; además las cotorras chillaron en las alturas, lo que acrecentó la agonía que sentía. El chirriar de los insectos se acrecentó hasta extremos imposibles, mientras las finas ramas se rozaban entre sí y resonaban con brutalidad en su cabeza.
Oyó los fuertes latidos de su corazón, y creyó oír cómo la sangre corría por las venas siguiendo el ritmo del río. La propia respiración le recordaba poderosas ráfagas de viento.
—Silencio —rogó—. Fiona; tengo que ayudar a Fiona, y todo tiene que quedar en silencio.
Ante su sorpresa, con su siguiente aliento el estruendo menguó, cosa que lo sobresalto. Si bien éste todavía sonaba con fuerza, ya no le destrozaba los oídos, y podía pensar. «Silencio —pensó—. Por favor, por favor, que reine el silencio». Fijó los pensamientos en aquella única idea, y descubrió que podía reducir algunos de los sonidos individuales aunque con cierto esfuerzo por su parte, de modo que se concentró con mayor intensidad hasta que todos los ruidos perdieron fuerza y resultaron soportables.
Recuperada la capacidad auditiva normal, volvió a tomar la alabarda y avanzó al frente con decisión. Se fue sintiendo mejor con cada paso dado, y aguzó entonces el oído para captar los siseos y gruñidos de los bakalis. Consiguió localizar con precisión las voces, que colocó en lugar predominante, entonces oyó algo más; el siseo del acero, una espada al ser desenvainada, una femenina inspiración de aire. Escudriñó entre los gigantescos capullos de las lianas, y descubrió a Fiona en postura de combate en un pequeño claro cubierto de musgo.
Nada más verla, se dijo que había algo distinto en ella. Algo… ¡el rostro! Las cicatrices dejadas por el ácido ya no estaban; los cabellos que se habían fundido habían regresado. ¡Aquello no debería ser así! «Preocúpate más tarde por eso —pensó—. Ahora, ocúpate de los bakalis».
La mujer se aproximaba desafiante a un bakali gigantesco; una criatura que, con un aspecto que parecía un cruce entre un hombre y un cocodrilo, con crestas de púas y un pellejo duro como una armadura, medía al menos dos metros y medio. Las babeantes mandíbulas chasquearon cuando el ser se lanzó al frente, con el garrote de hueso en alto.
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