Jean Rabe - Redención
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Otros tres, armados con enormes garrotes de hueso, estaban agrupados en el lado del claro más próximo a Dhamon, de modo que éste salió a campo abierto, apuntó con la alabarda y cargó contra ellos.
Aunque los bakalis parecían por completo reptiles con aquel duro pellejo correoso, andaban sobre dos patas y poseían su propia lengua. Uno de los tres tenía una frente más poblada, la piel de otro resultaba más brillante, con un tono que recordaba las hojas del trillium, y el último mostraba unos hombros estrechos y unos antebrazos incongruentemente gruesos. Aparte de aquello, los tres resultaban curiosamente parecidos: los tres eran horrendos. Todos tenían zarpas afiladas y ojos malignos que se clavaron feroces en Dhamon.
En media docena de largas zancadas, el hombre alcanzó al bakali que iba en cabeza, echó la alabarda hacia atrás y la lanzó con fuerza al frente, ante él. La criatura gruñó maldiciones en su antigua lengua y levantó bien alto el garrote de hueso, pero no llegó a tener oportunidad de usar la primitiva arma. La hoja en forma de hacha de la alabarda hendió el pecho del bakali, al que prácticamente partió en dos. Los otros dos seres vacilaron, luego, al ver que Dhamon proseguía el ataque, el de menor tamaño dio media vuelta y salió huyendo. Al cabo de un segundo, el que quedó rezagado tuvo el mismo fin que el primer bakali.
A su espalda, Dhamon oía el golpear sordo de la espada de Fiona sobre la piel del bakali de mayor tamaño. Hizo una pausa y olfateó el aire, captando el olor de la sangre que se derramaba de los dos que acababa de matar y del que Fiona había herido. El bakali más pequeño se dirigía hacia dos elevaciones situadas en el extremo opuesto del claro, y Dhamon tenía que detenerlo antes de pudiera llamar a otros que hubiera en las cercanías. Aquella criatura desprendía un olor diferente. A lo mejor llevaba puesto un ungüento o tal vez se trataba de una hembra con el período.
En el mismo instante en que Dhamon llegaba a las dos elevaciones, el bakali salió repentinamente de entre los dos árboles y le arrojó algo. Tres fragmentos de algo plateado salieron disparados hacia él como estrellas fugaces, y aunque Dhamon cambió de dirección, no consiguió esquivarlos. Los tres dieron en el blanco, dos en el estómago y uno en el hombro. Se trataba de dardos de metal que perforaron las ropas del hechicero que llevaba y se hundieron en la carne.
Mientras Dhamon rodeaba veloz el árbol de mayor tamaño, la criatura le arrojó otros tres dardos de metal, que lo alcanzaron con precisión. El hombre aulló de dolor al mismo tiempo que alzaba ambas manos por encima de la cabeza, y descargaba la alabarda para asestar un golpe letal. El bakali se había dado la vuelta, pero la hoja le hendió la espalda antes de que pudiera dar más de dos pasos.
Dhamon arrancó el arma de un tirón, mientras su adversario, herido de muerte, arañaba patéticamente el suelo con las zarpas en un inútil intento de huir. El hombre puso fin a los sufrimientos de aquella criatura.
A continuación, retrocedió veloz en dirección a Fiona, que parecía estar perdiendo terreno en su lucha. Olía a sangre humana la de la mujer y la suya propia y a algo más. Era un aroma penetrante que no consiguió identificar, pero similar al que emanaba del bakali pequeño.
Olfateó, y aflojó el paso sin querer, pues las piernas se habían tornado repentinamente pesadas. Curiosamente, el constante dolor de las extremidades había disminuido, y empezaba a sentirse entumecido.
—Veneno.
Tras echarse la alabarda al hombro, empezó a arrancarse, frenéticamente, los diferentes dardos de metal que llevaba clavados. El curioso olor era una especie de veneno, e incluso detectó un resto de pasta blanca en las afiladas puntas mientras los extraía, uno a uno, y los arrojaba lejos.
—¡Al infierno con todo! —masculló.
Se obligó a seguir avanzando, a pesar de sentirse vencido por la indolencia, y de notar que el corazón le latía más despacio. Podía volver a llamar a Ragh, aunque sabía que probablemente la balsa se hallaba demasiado lejos.
—¡Maldito sea el dragón y maldito sea yo!
El veneno hacía que se tambaleara, pero adivinó que no lo mataría.
Unos pocos pasos más y se encontró al lado de Fiona. Aturdido, observó que el bakali había arañado el brazo izquierdo de la mujer, que apenas le dedicó un saludo con la cabeza. La solámnica empezaba a desfallecer. Fatiga, decidió, o tal vez más veneno. Cansada y herida, la dama empezaba a perder el combate contra el bakali.
Dhamon se interpuso entre ella y su adversario, y aferró el arma.
—Bestia repugnante —maldijo.
Se abalanzó al frente con la alabarda, e incrustó la punta de la hoja en el estómago de la criatura, que se revolvió salvajemente, y lo arañó con las zarpas.
—Otra vez —se dijo Dhamon, reuniendo todas sus fuerzas para asestar un segundo mandoble a la decidida bestia.
Este ataque penetró más a fondo e hizo que el ser aullara. La preocupación se propagó por el rostro de reptil, el cual, al mirar de reojo, vio el fin que habían tenido sus compañeros.
El bakali parloteó a Dhamon al mismo tiempo que retrocedía y se esforzaba por mantenerse lejos del alcance de la alabarda. El hombre no entendía lo que el otro decía, probablemente hablaba en su lengua materna; tal vez suplicaba por su vida. Dhamon olía el hedor del miedo de la criatura, paladeaba su temor. Estremeciéndose ante la inquietante sensación, el hombre obligó a sus pesadas extremidades a moverse un poco más rápido para terminar con aquel enfrentamiento.
—Deberíasss cazar criaturasss de cuatro patasss, no de dosss —dijo a su adversario.
Las palabras surgieron farfulladas y notaba la lengua pastosa, pero descubrió que la excitación hacía latir el corazón algo más deprisa. Oyó cómo Fiona se deslizaba detrás de él, y notó cómo tomaba aire con fuerza justo en el momento en que volvía a descargar el arma, poniendo todas sus energías en aquel golpe definitivo. La hoja partió el grueso pellejo del bakali como si fuera pergamino, y la negra sangre de la criatura salpicó a Dhamon. Un segundo mandoble seccionó la cabeza del ser, y en aquel mismo instante Fiona actuó, y hundió profundamente la hechizada arma en la espalda de su antiguo compañero.
Dhamon gritó de dolor y sobresalto, y soltó su propia arma al mismo tiempo que la dama solámnica le arrancaba la espada del cuerpo para asestar una segunda estocada. Dhamon se volvió tambaleante, retrocedió un paso e intentó recuperar su arma, pero no fue lo bastante rápido. Fiona lo rodeó en sentido opuesto, y volvió a atacar desde un lado, introduciendo la hoja entre las costillas. Cualquiera de las estocadas habría acabado con un hombre normal, pero la fuerza extraordinaria de Dhamon mantenía a éste en pie. Fiona gritó contrariada. El siguiente ataque tuvo más empuje y alcanzó al hombre en las piernas, que cayó de rodillas y agitó los brazos al frente, en un intento de arrancarle la espada.
Era la locura que padecía la solámnica lo que provocaba aquella traición, Dhamon lo sabía, y era el veneno que corría por su interior lo que le impedía realizar un contraataque adecuado.
—¡Fiona, sssoy yo, Dhamon! ¡Detente!
El grito sonó inarticulado, aunque haría falta más que el mero volumen para alcanzar alguna parte del cerebro de la mujer que pudiera conservar aún la cordura. Volvió a gritar, más débilmente. Apenas consiguió agacharse para esquivar el siguiente mandoble, y el que siguió a aquél.
—¡Ragh! —llamó—. ¡Ragh!
—Puedes llamar a tu mascota sin alas todo lo que quieras —se mofó Fiona—, porque también lo mataré.
Dhamon se había enfrentado a draconianos, dracs, dragones, y sobrevivido a todos ellos. ¿Cómo podía morir ahora, víctima de alguien a quien, en la época en que era honrado, había considerado una amiga? «¡Muévete! —se dijo—. Apártate, razona con ella. Recupera la alabarda. Consigue ayuda. ¡Ayuda!».
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