Jean Rabe - Redención

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¿Existe la redención para un héroe caído o no hay marcha atrás? Poseído por la maldición de una escama de dragón, Dhamon Fierolobo teme la muerte y el poder insidioso de sus propios demonios. En una carrera contra el tiempo y el destino a través de Ansalon, Dhamon busca compensar sus pasados errores. En su camino se cruzan agentes de un misterioso dragón: si no consigue vencerlos, es posible que pierda su alma.

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—Muerta —declaró el mago ogro entristecido—; Fiona debe estar muerta.

Dhamon descargó el puño sobre la mesa, y la bola de cristal vibró violentamente. El hechizo se rompió, y Maldred impidió que la esfera rodara fuera de su pedestal en forma de corona.

—No es culpa tuya —dijo Ragh a Dhamon.

—Sabar —susurró Maldred.

—Criatura sagaz, nos volveremos a ver.

La mujer se perfiló más grande por un instante, extendió las manos en además caritativo, y el ogro se sintió recuperado de inmediato, con toda la energía que se le había quitado devuelta de golpe. El cristal se tornó transparente.

—Muerta —refunfuñó Dhamon.

Fiona, Rig, Trajín, Jaspe, Shaon, Raph, y todos aquellos otros con los que había servido estando con los Caballeros de Takhisis. Camaradas muertos todos ellos. De haber actuado de otro modo en momentos importantes, probablemente habría podido salvar a cada uno de ellos. «Conocerme es arriesgarse a morir», pensó Dhamon.

Pero su hijo no moriría, Dhamon no cometería más errores.

—Vamos a ir a Throt —anunció—. Ahora. Mientras todavía soy capaz de pensar. Mientras todavía mantengo el control de mí mismo.

Registró el armario, y examinó las prendas que contenía hasta que encontró una túnica que le iba bien, y un par de calzas; la túnica la cortó de modo que le llegara justo por encima de las rodillas. Sólo los hados sabían cómo se las arreglaban los hechiceros para moverse dentro de una prenda tan voluminosa. Se vistió a toda prisa e hizo una bolsa con una capa que partió en dos. Esto último se lo arrojó a Maldred.

—Para esa bola de cristal —explicó—. No vamos a dejarla aquí, porque podríamos volver a necesitarla.

El mago ogro depositó con cuidado la esfera en la improvisada bolsa y la ató a su cinto. Finalmente, tendría una oportunidad de averiguar qué sucedía en Blode.

—De acuerdo, Dhamon, iremos a Throt. Haremos todo lo que podamos… ¡Dhamon!

El hombre estaba doblado sobre sí mismo, y se sujetaba el estómago con ambas manos mientras lanzaba boqueadas. A los pocos instantes, caía de rodillas, presa de violentas convulsiones.

Ragh apuntó a Maldred con el espadón.

—No te muevas. No te muevas hasta que Dhamon se haya levantado y vuelva a estar en movimiento —advirtió el draconiano.

Fue un ataque corto, en esta ocasión, pero terrible; fueron minutos interminables durante los cuales Ragh y Maldred contemplaron cómo Dhamon se retorcía en el suelo por culpa del dolor. El ogro permaneció inmóvil todo aquel tiempo, con la enorme espada apuntando a su corazón. Por fin, un Dhamon tembloroso se puso en pie, y, sin que los tres cruzaran otra palabra más, el trío abandonó con cuidado la estancia llena de vieja hechicería, descendieron despacio por la escalera y atravesaron la apestosa caverna, hasta volver a encontrarse en el exterior, en medio del pantano.

12

Traidores y otros amigos

Fiona estaba sentada en la orilla del arroyo, agitando la espada en sus aguas. La luz del sol se reflejaba en la hoja y creaba motas centelleantes que describían ondulaciones sobre la superficie del agua, y la hipnotizaban. La espada era de magnífica factura, y probablemente valía más monedas de las que ella había tenido jamás. Sin embargo se sentía enojada con la espada, ya que la mágica arma no se había dignado hablarle desde hacía horas.

—Maldito sea Dhamon Fierolobo —masculló al alzar la mirada y verlo conversar con Ragh y Maldred—. Maldito sea por todo.

Sopló para alejar a los mosquitos, luego hizo girar la hoja para observar el reflejo de su rostro desfigurado sobre ella.

—Parezco un monstruo, soy tan horrible como ellos tres juntos. —Contempló fijamente el rostro, sin observar que las runas grabadas en la hoja habían empezado a centellear con un tenue tono azulado—. Peor que un monstruo.

«Lo que buscas», le dijo la espada, mentalmente, rompiendo su largo silencio. La dama se puso en pie, y notó cómo la espada la arrastraba lejos del arroyo. «Lo que buscas».

La mujer echó una nueva ojeada hacia sus compañeros: el traicionero mago ogro, el draconiano sin alas y Dhamon, que no parecía muy distinto de un drac negro en esos momentos.

—Monstruos todos ellos —murmuró, a la vez que se preguntaba dónde estaría Rig.

«Lo que buscas».

—Y ¿qué es lo que busco? —preguntó a la espada.

La solámnica abandonó el claro sin hacer ruido, y el arma la condujo a través de una hilera de cipreses jóvenes, luego le hizo rodear una ciénaga cubierta por la neblina, y siguió así hasta que recorrió casi dos kilómetros. La mujer se detuvo un momento para soltarse de una enredadera y echó una mirada a su espalda. Evidentemente, sus compañeros no habían notado aún su ausencia.

—¿Qué busco? —repitió con voz monótona.

«Belleza y verdad», respondió la hoja.

La espada la condujo al linde de un pequeño claro. Había un manto de helechos en el centro, y una niña de cabellos cobrizos estaba sentada entre ellos con las piernas cruzadas, acariciando las frondas con los dedos. La criatura resultaba familiar, y a Fiona le pareció que la había visto en dos o tres ocasiones con anterioridad, y que en cada una de ellas habían sucedido cosas desagradables; pero al fin y al cabo no era más que una niña, allí sola, probablemente asustada, y aquello despertó el instinto maternal de la solámnica. La pequeña le hizo una seña para que se acercara.

«Lo que buscas».

—¿Quién eres? —preguntó Fiona.

—Soy lo que buscas —respondió la niña.

La mujer se arrodilló junto a ella, y la pequeña le pasó las manos por el rostro. Los diminutos dedos estaban calientes, y producían un hormigueo agradable.

—¿Quién…?

—Magia, Fiona —musitó la niña—. Soy magia.

Revolotearon insectos alrededor de la pequeña y la dama solámnica pero no se posaron en ninguna de las dos. La niña empezó a canturrear una melodía rápida en la que intercaló gorjeos, y al poco sus dedos se pusieron a tirar y empujar de los rizos de la mujer, luego a hacerle cosquillas en los párpados, y también a alisarle la túnica. Cuando la canción finalizó, la niña se puso en pie e hizo una seña a la dama para que la siguiera.

Con la espada envainada, Fiona tomó la mano de su acompañante y se dejó conducir hasta un estanque de aguas cristalinas situado más allá de los helechos. La niña señaló con el dedo, y la solámnica inclinó el rostro para ver mejor.

—¡Oh, en el nombre de Vinas Solamnus!

Vio su rostro reflejado en las tranquilas aguas, pero aquella Fiona aparecía sin mácula, con los ojos límpidos y los cabellos como recién peinados. También parecía más joven. Perfecta.

—Soy hermosa.

—Claro que eres hermosa; yo he hecho que lo seas.

Resultaba curioso, pero la pequeña ya no tenía la voz de una niña.

—Rig se sentirá feliz cuando me vea tan hermosa —le dijo Fiona.

—Rig no puede sentirse feliz —respondió la otra, tajante—. Rig está muerto. Muy muerto.

Fiona empezó a tartamudear, a la vez que sacudía la cabeza y decía que aquello no era cierto, que Rig había estado con ella no hacía mucho tiempo.

—Muerto. Muerto. Muerto —arrulló la niña con una sensual voz seductora.

—¡No!

La mujer se apartó de ella, pero uno de sus talones tropezó en una raíz y cayó al suelo. La niña alargó las manos, la sujetó, y los dedos volvieron a revolotear sobre el rostro de la solámnica para que la magia penetrara en ella. En esta ocasión los dedos no apaciguaban; esta vez le proporcionaban una visión horrible, y mostraban una y otra vez los acontecimientos de aquella noche en Shrentak, cuando Dhamon los había rescatado de la mazmorra situada bajo las calles de la ciudad.

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