Jean Rabe - Redención

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¿Existe la redención para un héroe caído o no hay marcha atrás? Poseído por la maldición de una escama de dragón, Dhamon Fierolobo teme la muerte y el poder insidioso de sus propios demonios. En una carrera contra el tiempo y el destino a través de Ansalon, Dhamon busca compensar sus pasados errores. En su camino se cruzan agentes de un misterioso dragón: si no consigue vencerlos, es posible que pierda su alma.

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Jamás sería un caballero solámnico como su amigo Trenken Hagenson. ¡Se convertiría en un caballero negro! Y no estaba dispuesto a esperar otro año para que eso sucediera. Silencioso como un gato, introdujo unas cuantas mudas en una bolsa de lona y se metió dos monedas de acero que había ahorrado en el bolsillo. Quiso despedirse de su hermano, pero no se atrevió, pues se arriesgaba a despertar a sus padres, también, que no harían más que detenerlo, o por lo menos intentarían hacerlo. Se deslizó subrepticiamente hasta la cocina, en busca de unos cuantos melocotones, pues se había saltado la cena por haber estado observando a los caballeros, y su estómago protestaba ruidosamente. Luego, tras echar una última mirada por la casa, de la que no guardaba más que buenos recuerdos, cerró la puerta silenciosamente a su espalda.

Apenas había ido más allá del cobertizo de las herramientas cuando percibió que lo observaban. Se detuvo pero mantuvo los ojos fijos en el norte.

—No me detengas, padre. Tengo que hacerlo. Sabes que esta vida no es para mí. Jamás seré un granjero.

Se oyó el crujir de botas sobre la tierra seca, el sonido de manos que alisaban ropa y el carraspeo de su padre, que se detuvo a unos pocos metros detrás de él.

—Dhamon, los caballeros negros son despreciables —repitió—. Eres un buen hijo, y serás un buen hombre. Ese camino que quieres tomar no es para ti.

—Los caballeros negros no son malos. Los he estado observando, padre. Son hombres admirables y honorables.

El muchacho se volvió. Bajo la luz crepuscular, a la luz de estrellas que apenas habían empezado a hacer su aparición, el rostro de su padre resultaba borroso, pero podía percibir que estaba lleno de tristeza y preocupación.

—Tengo que elegir mi propio camino, padre, como hiciste tú. Y quiero hacer esto ahora. Tengo que hacerlo.

Dhamon iba a decir otras cosas; que su padre podría detenerlo entonces, pero tal vez la próxima vez no y que desde luego no podría retenerlo allí eternamente. Que no deseaba convertirse en un Caballero de Solamnia cuando llegara la próxima primavera o la siguiente; que deseaba marchar con los caballeros ahora. Pero no dijo nada más, sino que se limitó a contemplar cómo su padre se llevaba las manos al cogote y abría, el cierre de una cadena.

—Sólo tenía un año más que tú cuando me marché a vivir mi vida —manifestó éste, con un fuerte timbre de resignación en la voz—, y tu madre lloraría si supiera que te dejo marchar. Pero apuesto a que si te detengo ahora, sólo conseguiré retenerte aquí durante un tiempo. De todos modos, tengo la esperanza de que llegues a considerar todo esto una idea estúpida y regreses más tarde o más temprano.

Sostuvo la cadena en la palma de la mano. El padre de Dhamon había llevado la cadena cada día de cada año, y el muchacho jamás lo había visto quitársela, hasta ahora.

—Mi padre me dio esto el día que marché de casa.

La cadena era de plata y centelleaba ligeramente, y de ella pendía una vieja moneda de oro de bordes desgastados. Dhamon se aproximó más. La moneda mostraba el perfil de un hombre, barbudo y con un casco de aspecto insólito coronado por un ondulante penacho del que colgaba el número uno. El ojo del hombre era un diminuto diamante azulado.

—La nuestra es una familia muy antigua, Dhamon —agregó su padre—; nuestras raíces se remontan a Istar. Más de ochocientos años antes del Cataclismo, los istarianos comerciaban por todo el mundo, y se decía que nuestros antepasados habían estado entre los comerciantes más ricos, que poseían una magnífica flota y que disponían de acciones en toda caravana que cruzaba el interior.

Dhamon asintió, recordando algunas de las historias que su padre había contado una y otra vez después de cenar, en ocasiones especiales.

—Aquellos comerciantes dejaron de lado su oficio durante la Tercera Guerra de los Dragones y tomaron las armas. Luego cogieron palas y se pusieron a ayudar a la gente a reconstruir y prosperar. Uno de nuestros antepasados, Haralin Fierolobo, eligió ayudar a los enanos.

—Recuerdo la historia —respondió el muchacho, y cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, deseando marchar antes de que su padre consiguiera decir algo que alterara su decisión y lo hiciera quedarse.

—Fue poco después de la guerra cuando a los enanos se les concedió el derecho a explotar las montañas Garnet, y se dice que ésta fue la primera moneda acuñada allí. —Señaló el número uno y el diamante—. Se trata de una moneda muy especial. No existe ninguna igual, ni siquiera en los grandes depósitos de Palanthas.

Dhamon sabía que tenía un gran valor porque era de oro y llevaba un diamante incrustado, y que aún valía más si en realidad era tan antigua y excepcional; desde luego valía lo suficiente como para comprarle a su padre una granja enorme y ganado. Se trataba de una auténtica reliquia, un auténtico legado familiar.

—Los enanos entregaron esta moneda a Haralin; por su ayuda durante la Tercera Guerra de los Dragones y por trabajar con ellos mientras fundaban la mina de granates. Ha ido pasando de padres a hijos a través de los siglos; y ahora yo te la entrego a ti. —La colocó alrededor del cuello del muchacho e introdujo la moneda bajo el escote en pico de la camisa—. Ve con tus caballeros negros, hijo. Estoy seguro de que acabarás por darte cuenta de que tu sitio no está con ellos y de que o bien regresarás a casa o bien encontrarás otra espléndida aventura que correr. Cuando te establezcas, y tengas tu propia familia, aunque te halles muy lejos de aquí, entrega esta moneda a tu primogénito y hablale de nuestras raíces en Istar.

Los ojos de su padre estaban llenos de lágrimas, pero no lloró.

—Entregaré esto a mi primogénito —prometió Dhamon—, pero encontraré un lugar con los caballeros negros, padre. —«Y montaré dragones», añadió para sí—. Te sentirás orgulloso de mí.

Luego, agradecido de que su padre no lo hubiera detenido, se dio la vuelta y salió corriendo para que su progenitor no pudiera ver cómo lloraba. No paró de correr hasta llegar al campamento de los caballeros.

—Dhamon Fierolobo —exclamó el comandante de campo al descubrir al muchacho cerca de la última hilera de tiendas.

El cielo se hallaba atrapado entre la noche y la mañana, sumido en aquellos nebulosos instantes en que el mundo parece indeciso sobre si seguir adelante. Son momentos en los que reina un silencio total, como si los animales contuvieran el aliento, expectantes; pero enseguida, la línea de brillante color rosado aparece en el lejano horizonte, las aves inician sus cantos, y Krynn anuncia que sí, que va a alzarse un nuevo día.

—Voy a ser un caballero negro —declaró Dhamon, con los hombros muy erguidos, la barbilla alzada y los ojos llenos de feroz determinación.

Esperaba que el oficial le repetiría que era demasiado joven, y lo enviaría a casa, pero eso no sucedió.

—Ayuda a Frendal con su tienda —respondió el comandante tranquilamente—. No tardaremos en partir hacia Foscaterra, donde nos uniremos a otro destacamento. Tendrás mucho que aprender durante el camino, joven Fierolobo. Y si pasas las pruebas… —Se produjo una pausa, y el comandante lo examinó con atención.

—Pasaré todas sus pruebas, señor.

—Entonces seré el primero en darte la bienvenida al rebaño.

Había momentos en que Dhamon juraba hallarse demasiado cansado para dormir, pues no había parte de él que no le doliera; en especial los brazos, de tanto transportar provisiones y practicar con la espada. Tenía los dedos tan encallecidos que le habían sangrado durante días, y cuando por fin creyó que habían empezado a cicatrizar, le entregaron un arma nueva que aprender a manejar y fardos más pesados que cargar, y volvieron a sangrar de nuevo. No obstante, ni una sola vez se le pasó por la cabeza la idea de dejarlo, a pesar de que el comandante de campo le había preguntado en más de una ocasión si quería hacerlo. Cada noche sacaba la antigua moneda de debajo de la camisa, recorría el borde con el pulgar, y se preguntaba cómo le iría a su familia.

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