Jean Rabe - Redención
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Al estudiar el mapa, Dhamon observó que el interior de la isla aparecía casi totalmente desprovisto de anotaciones, a excepción de un lago de forma ovoide y dos palabras garabateadas, añadidas por una mano distinta de la que había dibujado el mapa: Poblado Hobgoblin. Enarcó una ceja.
—Ése es el motivo de que no hubiera nunca muchas ciudades en Nostar y de que las que sí existen sean pequeñas —indicó Ragh—. La mayor parte de la población la forman goblins y hobgoblins, trasgos y seres de esa ralea. O al menos así era la última vez que pasé por aquí. No había demasiados humanos o elfos, y éstos siempre se mantenían cerca de las costas, pescando o trabajando en las minas. Por lo que recuerdo, los goblins no prestaban demasiada atención a los humanos. —El draconiano se frotó la barbilla—. Claro que las cosas pueden haber cambiado.
—Las cosas han cambiado —repuso Dhamon, categórico—. Piensa en ese lugar sin nombre del que acabamos de salir.
—Tiene un nombre. Slad —indicó Ragh—. Según el mapa se llama Los Rincones de Slad.
—Ahora se llama «lugar vacío». Esperemos que El Remo de Bev tenga una población amable y al menos unos cuantos barcos y un puerto. Quiero comprar un pasaje a Ergoth del Sur lo antes posible.
Dhamon había observado la aparición de más escamas desde que habían abandonado la ciudad vacía, unas cuantas en la pierna izquierda que Ragh y Fiona también habían advertido y una docena en el estómago, y temía que le quedara poco tiempo para reparar los errores cometidos durante su vida. Su intención era llevar a Fiona al puesto avanzado solámnico, encontrar a Maldred y asegurarse de que Riki y su hijo estaban a salvo. Pensar en todo ello le aceleraba el pulso.
—Lo que yo creo es que nos quedan por recorrer otros diez o doce kilómetros antes de que lleguemos a El Remo de Bev y…
Ragh se apresuró a señalar que el mapa era anterior a la guerra en el Abismo, durante la cual se habían alzado nuevos territorios de la corteza terrestre.
—La isla podría ser mayor ahora, lo que provocaría que existiera el doble de distancia hasta ese lugar. O más. Eso, siempre y cuando la ciudad no haya ido a parar al mar. Y hay un largo trecho después de eso hasta Ergoth del Sur —reflexionó en voz baja el draconiano—. Desde luego, es imposible saber realmente el tamaño de este condenado lugar y la distancia que debemos recorrer aún.
—No importa lo grande que sea, pongámonos en marcha —bramó Dhamon.
Nostar se encontraba al sur de Ergoth del Sur, y a una distancia de más de ciento treinta kilómetros según el mapa de Ragh, y aproximadamente, a la mitad de esa distancia de Enstar, una isla que era el doble de grande que ésta. Podrían tener que hacer parada en Enstar, pero «está demasiado lejos para ir a nado», indicó Fiona con tono ausente.
Dhamon le dedicó una mirada de reojo. En ocasiones no sabía si la mujer escuchaba o no, pues siempre tenía aquella expresión fija y aturdida en el rostro. Sus palabras tenían ahora un deje de enfado.
—No pienso nadar ni sesenta kilómetros ni ciento treinta kilómetros, Dhamon, y no sé por qué te pasas el tiempo insistiendo en Ergoth del Sur. Lo que debes hacer es encontrarnos un barco, para que puedas llevarme a Nuevo Mar. Rig y yo vamos a casarnos pronto en la costa situada frente a la isla de Schallsea.
Profirió un gruñido exasperado, pero, por un instante, los ojos centellearon llenos de vida, antes de que el rostro recuperara la inquietante expresión ausente. Aunque cansada y hambrienta, la mujer reanudó la marcha en dirección a El Remo de Bev, mientras Dhamon y Ragh se rezagaban a propósito.
—No se te permitirá asistir a la boda, Dhamon —le gritó ella por encima del hombro—, por ser tan fastidioso.
A Dhamon le dolía ver en lo que Fiona se había convertido, una parodia de sí misma, y se preguntó por qué el ser de Caos no podría haberle robado los recuerdos de Rig. De haberlo hecho, habría resultado más fácil tratar con ella. «¿Cuánto de la locura de Fiona ha ido a parar a mi interior? —pensó—. Y ¿qué me arrebató el ser?». Se sacudió de la cabeza aquellos pensamientos sin respuesta, y señaló con el dedo el mapa de Ragh.
—Sea como sea hemos de conseguir pasaje en una nave en El Remo de Bev. Pero primero tendremos que conseguir prendas de abrigo. Al menos Fiona y yo necesitamos ropas de abrigo.
—Yo también siento las dentelladas del invierno —respondió Ragh.
El dedo de Dhamon se movió un poco hacia el oeste, sobre el mapa.
—Ese río no está muy lejos de nuestra ruta, puede que unos quince o veinte minutos como máximo. Podemos almacenar agua. Y me iría bien un baño.
Odiaba la idea de retrasar el viaje a aquella población, pero también le preocupaba su aspecto. Las escamas ya eran bastante malo de por sí; pero las escamas y la porquería juntas le daban un aspecto realmente monstruoso, se dijo. Tenía que lavarse.
El río resultó ser un riachuelo de apenas treinta centímetros de profundidad, pero el agua era limpia y fría. Dhamon se desnudó para lavarse, en tanto que Fiona se alejaba un poco, con gesto impasible, para disfrutar de un poco de intimidad.
—Tienes aún más escamas —dijo Ragh, señalando con la cabeza las piernas de Dhamon.
La pierna derecha estaba toda cubierta de escamas, que brillaban oleosas por efecto del agua, mientras que la izquierda lucía sólo unas cuantas, desperdigadas.
Dhamon no respondió, y tampoco intentó taparlas, pues no tenía tela suficiente para hacerlo en sus andrajosas ropas. Evitó la mirada acusadora del draconiano y clavó los ojos en el agua. El hombre que lo miró desde allí tenía una expresión dura, y sus ojos oscuros ocultaban toda clase de misterios; el rostro era apuesto, con pómulos marcados y una barbilla firme, pero estaba demacrado por la falta de comida, y la barba desigual y la enmarañada melena le daban el aire de bandolero.
—¡Fiona! —Dhamon oyó a la mujer chapoteando por el arroyo—. ¿Puedes prestarme uno de esos cuchillos?
La solámnica alzó los ojos con expresión ausente. Se había lavado escrupulosamente, aunque el rostro aparecía cubierto de cicatrices en carne viva, y el corte de la frente seguía inflamado y con mal aspecto.
—Un cuchillo, por favor.
Con un movimiento tan veloz que lo sorprendió, Fiona sacó uno de los cuchillos de su cinturón y se lo acercó de tal modo que la punta quedó a pocos centímetros del estómago del hombre.
—¿Servirá éste?
Los ojos de la mujer miraban sin ver, y la voz era gélida. Adelantó la hoja despacio, hasta tocar la carne con la punta, y se llevó la mano libre al segundo cuchillo.
—¿O quieres los dos?
Él no respondió y tampoco retrocedió. Se limitó a mirar con fijeza los ojos de la solámnica, con la esperanza de ver algo de cordura.
—¿Para qué quieres uno de estos cuchillos, Dhamon? ¿Quieres usar mis propias armas en mi contra? —Sacó el segundo cuchillo, pero lo sostuvo junto a la cadera—. O a lo mejor quieres…
—Cortarse los cabellos con él.
Ragh sujetó el amenazador cuchillo. El sivak había conseguido colocarse detrás de ella sin que la mujer lo advirtiera. Alargó el arma a Dhamon, con la empuñadura mirando al frente, y éste se apartó tras una leve vacilación.
—¡Bueno, pues córtale los cabellos!
La solámnica dio la vuelta y fue a arrodillarse a la orilla del riachuelo. Allí, se pasó el cuchillo que le quedaba a la mano derecha y ensartó con él un cangrejo que se movía por el fondo cubierto de guijarros; tras abrir el caparazón con la hoja, extrajo la carne y se la introdujo en la boca.
Al contemplarla, Dhamon sintió más lástima que enojo, y se afeitó y cortó los enredones de los cabellos tan deprisa como pudo. Aunque la melena quedaba desigual y le colgaba justo por encima de los hombros, ahora tenía un aspecto más presentable. Tras introducir el arma en su cinto, lo que le valió una mirada airada de la solámnica que él aceptó sin decir nada, condujo a sus dos compañeros de vuelta a lo que quedaba de la calzada, y ya no se detuvo para descansar o hablar hasta que, una hora más tarde, apareció ante ellos la silueta de una población.
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