Después de que la chica se hubo marchado, Krell bajó la vista al tablero y, para su sorpresa, comprendió que había ganado.
El Caballero de la Muerte movió un peón, se apoderó de la reina negra y la apartó del tablero.
—Tu rey está atrapado, mi señor —manifestó, exultante—. No tiene dónde ir. La partida es mía.
Chemosh lo miró y Krell tragó saliva con esfuerzo.
—O tal vez no. Ese último movimiento... Me he equivocado. Era un movimiento ilegal. —Volvió a colocar rápidamente a la reina negra en su casilla—. Te pido disculpas, mi señor, no sé en qué estaría pensando...
Chemosh asió el tablero de khas y se lo arrojó a Krell a la cara.
—Si me necesitas, estaré en la Sala del Tránsito de Almas. ¡No pierdas de vista a Mina! Y recoge esas piezas —añadió Chemosh mientras se marchaba.
—Sí, mi señor —masculló Ausric Krell.
El frío del suelo de piedra sacó a Mina del desvanecimiento. Tiritaba de tal modo que se sostuvo erguida a duras penas. Arrastrando los pies, se envolvió en una manta de la cama y fue hacia la ventana.
Soplaba una brisa moderada y el Mar Sangriento estaba en calma. Las olas rompían en las rocas de la orilla sin apenas salpicar. Los pelícanos, volando en formación como un Ala de Dragones Azules, andaban de pesca. El cuerpo brillante de un delfín rompió la superficie del agua y se sumergió de nuevo.
Tenía que hablar con Chemosh, tenía que conseguir que la escuchara. Todo aquello era una equivocación o, más bien, una mala pasada.
Mina caminó hacia la puerta de la habitación y descubrió que no estaba cerrada como había temido. La abrió de golpe.
Ausric Krell se encontraba ante ella.
Mina le asestó una mirada cáustica y dio un paso con intención de sobrepasarlo.
Krell se desplazó para cerrarle el camino.
—Quítate de en medio —increpó, obligada a enfrentarse a él.
—Tengo órdenes —se regodeó el Caballero de la Muerte—. Tienes que quedarte en tus aposentos. Si quieres ocupar el tiempo te sugiero que empieces a preparar el equipaje para tu marcha mañana. Quizá quieras llevarte todo lo que posees, porque no volverás.
Mina lo miró con fría rabia.
—Sabes que el hombre que está en la cueva no es mi amante. —Yo no sé nada de eso —replicó Krell.
—Una mujer no encadena a su amante a una pared y lo amenaza de muerte —manifestó mordazmente la joven—. ¿Y qué pasa con el kender? ¿También él es mi amante?
La gente tiene sus rarezas—comentó, magnánimo, Krell—. Cuando estaba vivo me gustaba que mis mujeres se resistieran, que chillaran un poco, así que no soy el más indicado para juzgar a nadie.
—Mi señor no es estúpido. Cuando vaya a la cueva esta noche y se encuentre con un monje demacrado y a un pequeño kender lloroso encadenados a una pared comprenderá que le has mentido.
—Tal vez sí —contestó Krell, impasible—. O tal vez no.
—¿Eres tan necio como aparentas, Krell? —increpó Mina, prietos los puños—. Cuando Chemosh descubra que le has mentido sobre mí se pondrá furioso contigo. Es muy posible que te entregue a Zeboim. Pero aún estás a tiempo de salvarte. Ve y cuéntale a Chemosh que has pensado bien las cosas y que estabas equivocado...
Krell no era tonto; ya había pensado bien las cosas y sabía lo que tenía que hacer exactamente para protegerse.
—Mi señor Chemosh ha dado orden de que no se lo moleste —contestó, y le propinó un empellón a Mina que la mandó de vuelta al interior de la habitación.
Cerró de un portazo, atrancó por fuera la puerta y siguió montando guardia delante.
Mina regresó a la ventana. Sabía lo que Krell planeaba: sólo tenía que ir a la cueva, disponer del kender y de la perra, matar al monje, quitarle las cadenas y dejar el cadáver para que Chemosh lo encontrara, junto con alguna evidencia que demostrase que la gruta había sido su nido de amor.
Quizá ya lo había hecho. Eso explicaría su aire de satisfacción. Mina ignoraba cuánto tiempo había estado desmayada; horas, como poco. El castillo estaba orientado al este y su sombra se proyectaba, oscura, sobre las olas rojas. El sol se metía ya y el día llegaba a su fin.
Mina se quedó en la ventana.
«He de recuperar la confianza y el afecto de mi señor. Tiene que haber un modo de demostrarle mi amor. Si pudiera hacerle un regalo, algo que ansiara poseer...»
Mas ¿qué podía haber que quisiera un dios y no pudiera tenerlo?
Una cosa. Había algo que Chemosh deseaba y que no podía tener.
La torre de Nuitari.
—Si estuviese en mi mano, lo haría —musitó la joven—, aunque en ello me fuese la vida...
Cerró los ojos y se encontró en el fondo del mar. La Torre de la Alta Hechicería se alzaba ante ella; las cristalinas paredes reflejaban el agua azul, el coral rojo, las algas verdes y la multitud de criaturas marinas multicolores, un continuo panorama de vida marina que desfilaba sobre su superficie facetada.
Estaba dentro de la torre, en su prisión, hablando con Nuitari. Estaba en el agua de la esfera, hablando con la dragona. Estaba en el Solio Febalas, abrumada por el sobrecogimiento, rodeada por el milagro sublime que eran los dioses.
Mina extendió las manos. Su anhelo se intensificó, brotó impetuoso en su interior. El corazón le martilleó, los músculos se le quedaron agarrotados. Cayó de rodillas con un gemido y siguió con las manos extendidas hacia la torre que la colmaba toda por dentro.
El anhelo la controló y la arrastró. No podía ni quería frenarse. Se entregó al anhelo y fue como si el corazón se le desgarrara. Jadeó, falta de aliento. Saboreó sangre en la boca. Se estremeció y volvió a gemir y, de repente, algo se rompió dentro de ella.
El anhelo, el deseo, fluyó a través de sus manos extendidas y ella se quedó tranquila y en paz...
Krell había hallado una forma de salir del aprieto, aunque no era la forma que Mina había imaginado, ya que ese plan requería que Krell se ausentara del castillo y a él lo aterraba hacerlo por miedo a que Chemosh regresara en cualquier momento y lo descubriera. El Caballero de la Muerte tendría el cerebro de un roedor, pero era sobradamente astuto para compensarlo. Su plan era sencillo y directo.
No tenía que matar al kender, al monje ni a la perra. Lo único que tenía que hacer era matar a Mina.
Muerta ella, se acababa la historia. Chemosh no tendría razón para ir a la cueva a enfrentarse a su amante y el problema de Krell quedaría resuelto.
Krell la detestaba y la habría matado hacía tiempo, pero temía que Chemosh acabara con él, algo nada fácil de lograr puesto que ya estaba muerto, pero el Caballero de la Muerte tenía la convicción de que el Señor de la Muerte hallaría la forma y que ésta no sería agradable.
Consideraba que matar a Mina ahora era seguro. Chemosh la despreciaba, la detestaba. No soportaba verla.
—Trató de escapar, mi señor —repasó lo que pensaba decirle—. No era mi intención matarla, pero no soy consciente de mi fuerza.
Habiendo decidido matar a Mina, a Krell sólo le quedaba determinar cuándo. En cuanto a eso, vacilaba. Chemosh había dicho que iba a la Sala del Tránsito de Almas, pero ¿hablaría en serio? ¿Se habría marchado el dios o aún andaría al acecho por el castillo?
Cada vez que Krell acercaba la mano al pestillo de la puerta se imaginaba a Chemosh entrando en la habitación a tiempo de presenciar cómo le rebanaba el cuello a su amante. Chemosh la despreciaría, pero algo tan horripilante todavía podía causarle impresión.
Krell no se atrevía a abandonar su puesto para comprobarlo. Finalmente, enganchó a un espectral secuaz que pasaba por allí y le ordenó que realizara averiguaciones. El secuaz estuvo ausente un buen rato durante el cual Krell paseó por el corredor e imaginó su revancha con Mina, cada vez más entusiasmado con la idea.
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