Zeboim hizo una pausa para respirar. El mero hecho de observar a Majere la agotaba; ya no esperaba que el dios le hablara.
—No creo que Mina sea daltónica ni que esté loca. Lo que creo es que realmente vio lo que vio. Creo que vio a Rhys Alarife en un momento de su vida en el que él llevaba la túnica naranja y sabía quién era ella. Ahora no, porque no lo sabe. Tampoco en el pasado, porque no lo sabía. Lo que nos deja... un tiempo que está por llegar. —Zeboim hizo una pausa efectista.
«Mina vio a tu monje en el futuro, un futuro en el que él ha vuelto a ti, un futuro en el que sabe algo sobre la chica. Y lo sabe porque tú se lo habrás dicho. —La diosa se encogió de hombros.
«El problema que tienes, Majere, es que ahora ese futuro nunca llegará a realizarse porque Mina planea torturar a tu pobre monje hasta matarlo.
«Luego está el tema del kender, que rompe a llorar y empieza con balbuceos sensibleros cada vez que ve a Mina, pero no quiero aburrirte con eso. Es un kender, después de todo. De ellos no se puede esperar un comportamiento racional. —Zeboim miró al dios.
«Adelante, sigue con tu baile, finge que estás por encima de todo esto. La verdad es que estás en un lío. No soy la única que se pregunta qué pasa con esa mortal, Mina. Mi hermano Nuitari puede ser más enfadoso que un grano en el trasero, pero no es estúpido. Él y los extraños primos están haciendo preguntas. A Sargonnas no le hace gracia que esos Predilectos se estén congregando al este de Ansalon, tan cerca de su imperio. A Nuitari no le gusta tenerlos tan cerca de su torre. Mishakal está furiosa porque hace falta la mano de un niño para destruirlos, un toque maravilloso por parte de Chemosh, tengo que admitir. Me divierte bastante la idea de que unos dulces y tiernos chiquillos tengan que convertirse en asesinos sanguinarios.
«¿Que por qué estoy aquí, Majere? Veo que te estás haciendo esa pregunta. He venido a prevenirte. Soy la primera deidad que te visita, pero no seré la última. Todos los postes indicadores señalan en tu dirección. Los demás encontrarán el camino a tu fortaleza en la montaña y algunos (estoy pensando concretamente en mi padre) no se mostrarán tan dulces y encantadores como he sido yo. Será mejor que hagas algo antes de que pierdas completamente el control de la situación. Es decir, si es que no lo has perdido ya.
« ¿Quizá te gustaría desahogarte, contarme la verdad? Me encantaría ayudar a Rhys Alarife... por un precio. Apaciguaré a mi padre y a mi hermano y evitaré que te molesten. Cuéntame lo que sabes sobre Mina. Será nuestro secreto, ¡lo juro!
Zeboim esperó al tiempo que se frotaba los brazos y pateaba el suelo.
Majere seguía con movimientos con los que se deslizaba sobre las heladas losas del pavimento, el semblante inexpresivo, inescrutable.
—¡Guarda tu secreto, pues! —gritó Zeboim en tono desapacible—. No tendrás ningún problema para conseguirlo porque tu pobre monje preferirá morir antes que revelarlo. ¡Huy, se me olvidaba! —Dio una palmada—. ¡No puede desvelarlo porque no lo sabe! Será torturado para sacarle una información que no tiene, así que no podrá decirlo. Qué broma tan maravillosa a costa del pobre tipo. ¡Eso le enseñará de qué vale poner su fe en un dios como tú!
Dejando tras de sí una estela de niebla y bruma, Zeboim se marchó ofendida. Regresó al barco y ordenó a los minotauros que zarparan rápidamente y pusieran rumbo a climas más cálidos.
En el patio, Majere intentó proseguir con el ritual, pero le fue imposible. La mente tenía que estar serena para meditar, y la suya se hallaba sumida en el caos.
—Paladine —musitó—, tu cuerpo mortal no puedo oírme, pero quizá tu alma sí. Te he fallado y te pido perdón. Trataré de rectificar. «Aunque me temo que ya es demasiado tarde.
Chemosh se encontraba en las almenas del Castillo Predilecto (estaba considerando seriamente cambiarle el nombre) y observaba a Mina que corría por la playa. Se volvió y casi tropezó con Ausric Krell. Chemosh maldijo y retrocedió. —¿Qué te propones al acercarte a mí con tanto sigilo? —Fuiste tú quien me ordenó que fuese discreto —replicó malhumorado Krell.
—¡Al seguir a Mina, olla sopera andante! Cuando estés cerca de mí puedes tintinear y meter tanto ruido como quieras. ¿Y bien? —añadió tras una pausa—. ¿Qué nuevas traes?
—Tenías razón, mi señor-contestó Krell, exultante—. ¡Fue a reunirse con Zeboim!
—¿No con un amante? —inquirió Chemosh, estupefacto.
El Caballero de la Muerte comprendió que había cometido un error.
—Eso también —agregó con premura—. Mina fue a reunirse con la Arpía del Mar y con un amante. —Se encogió de hombros—. Probablemente algún sacerdote de Zeboim.
—¿Probablemente? —repitió Chemosh, ceñudo—. ¿Es que no lo sabes? ¿No lo viste?
Krell se puso nervioso.
—Yo... eh... Difícilmente podía hacer tal cosa, mi señor. Zeboim se encontraba allí y... Imagino que no querrías que supiera que estábamos espiando...
—Lo que quieres decir es que no querías que ella supiera que debajo de toda esa armadura de acero se esconde un redomado cobarde. —El dios echó a andar hacia la torre de la escalera—. Ven. Me enseñarás dónde se halla ese amante. Tendré mucho gusto en conocerlo.
Krell se encontraba en un dilema. Su historia era verosímil... de momento. Pero no había metido al kender y al perro que, cuanto más pensaba en ello, menos veía que pudieran respaldar su cuento sobre amantes y citas clandestinas. Luego estaba la libertad que se había tomado en la sucesión de los hechos; Zeboim había llegado, pero lo había hecho después de que Mina se hubiera marchado, algo que sonaba raro entre dos supuestos conspiradores.
—¡Espera, mi señor! —llamó con urgencia.
—¿A qué? —Chemosh se volvió a mirarlo con impaciencia.
—A... la caída de la noche —contestó Krell, salvado por la inspiración—. Oí a Mina decirle a ese hombre que regresaría a su lado por la noche. Podríamos pillarlos in fraganti —añadió, seguro de que eso sería del agrado de su señor.
Chemosh se había puesto muy pálido y abría y cerraba las manos debajo del andrajoso encaje de los puños. El viento le enredaba el cabello desgreñado.
—Tienes razón —dijo con una voz carente de matices.
Krell soltó un enorme suspiro de alivio, aunque lo hizo para sus adentros. Saludó a su señor y giró sobre sus talones. Regresaría a la cueva para asegurarse de que cuando Chemosh llegara allí encontrara lo que le había dicho.
—Krell —llamó bruscamente Chemosh—, estoy aburrido, ven a jugar al khas conmigo. Así me quitará algunas cosas de la cabeza.
El Caballero de la Muerte encorvó los hombros. Detestaba jugar al khas con Chemosh. Para empezar, el dios siempre ganaba, cosa nada difícil cuando uno puede ver de golpe todos los movimientos posibles y todos los resultados posibles. En segundo lugar, tenía cosas urgentes de las que ocuparse en la gruta, como un kender y un perro a los que despachar.
—Me encantaría disputar una partida contigo, mi señor, pero he de entrenar a los Predilectos. ¿Por qué no retozas un poco con Mina? No estaría de más sacarle provecho a tu dinero...
Krell comprendió mientras hablaba que había metido la pata. Se habría tragado las palabras y, de paso, a sí mismo, pero ya era demasiado tarde para eso. Los oscuros ojos de Chemosh tenían una expresión que hizo que el Caballero de la Muerte deseara reptar dentro de la armadura y no volver a salir jamás.
Se produjo un terrible silencio y después Chemosh habló fríamente. —De ahora en adelante Mina entrenará a los Predilectos y tú jugarás al khas.
—Sí, señor —farfulló Krell.
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