Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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Los Predilectos gemían y avanzaban hacia ella. Rhys los golpeaba con el cayado, pero era como intentar hacer retroceder una marea de olas infinitas. El lamento plañidero había adoptado un tono diferente. Empezaba a teñirse de furia. Finalmente, los ojos de los Predilectos se habían posado en Rhys. Oyó el silbido del acero.

Atta gañó de dolor. Beleño empujó aquella masa de cuerpos para sacar a la perra de debajo de los pies que pisoteaban con fuerza y la cogió en brazos. Atta abría los ojos como platos por el intenso miedo y jadeaba. Le arañó el pecho con las patas, en un esfuerzo por sujetarse.

El aire era irrespirable, pues flotaba un intenso olor a putrefacción. A Rhys empezaban a flaquearle las fuerzas. No podría mantener a distancia a los Predilectos por mucho más tiempo y en cuanto dejara caer el cayado, lo aplastarían.

Centelleó la hoja de un puñal. Rhys le pegó un golpe con el extremo del cayado y consiguió desviar la puñalada mortal, pero la hoja rozó a Beleño en el brazo y le abrió un profundo corte. Beleño lanzó un aullido y dejó caer a Atta , que se quedó agazapada y temblorosa a sus pies.

Mina se quedó mirando la sangre y empalideció.

—No quiero estar aquí —dijo con voz temblorosa—. No quiero que esté pasando esto... No los conozco... Nos iremos lejos, muy lejos...

—¡Sí! —chilló Beleño, llevándose la mano a la herida sangrante.

—No —dijo Rhys.

Beleño lo miró perplejo.

—Mina, sí los conoces —continuó Rhys en un tono duro—. No puedes salir huyendo. Tú los besaste y murieron.

En un primer momento Mina parecía confundida, pero después el entendimiento iluminó sus ojos ambarinos.

—¡Eso fue Chemosh! —gritó—. ¡No fui yo! No fue culpa mía.

Miró con ferocidad a los Predilectos y cerró el puño.

—¡Os di lo que queríais! —les gritó—. No pueden heriros. ¡Nunca conoceréis el dolor, la enfermedad o el miedo! ¡Siempre seréis jóvenes y hermosos. ..!

—¡... y estarán muertos! —gritó Beleño. Se señaló a sí mismo, golpeándose el pecho—. Mírame a mí, Mina. ¡La vida es esto! ¡La vida es dolor! ¡La vida es miedo! ¡Les arrebataste todo eso! Y algo mucho peor. Los encerraste en la muerte y tiraste la llave. No tienen adonde ir. Están atrapados, prisioneros.

Mina observó al kender perpleja y Rhys se imaginó lo que veía: él y Beleño, desaliñados, sangrientos, sudorosos, jadeantes, empujando a los Predilectos con el cayado y sujetando a una perra temblorosa. Oía la voz del kender sacudida por el terror y la exasperación, y su propia voz cargada de desesperación. Al mismo tiempo, oía el contraste de las voces vacías y huecas de los Predilectos.

La niña pequeña desapareció ante la mirada atónita de Rhys y allí mismo apareció Mina, la mujer, tal como la había visto en la gruta. Era alta y esbelta. Su melena cobre le llegaba hasta los hombros y enmarcaba su rostro con suaves ondas. Los ojos ambarinos eran grandes y en ellos brillaba la ira. Esos ojos estaban habitados por almas. La cubría un diáfano vestido negro que envolvía su cuerpo liviano como las sombras de la noche. Volvió el rostro hacia los Predilectos y paseó la mirada por aquel mar inquieto y espantoso formado por sus víctimas.

—Mina... —entonaban los muertos vivientes—, ¡Mina!

—¡Parad! —gritó ella.

El mar de muertos gemía, se lamentaba y susurraba.

—Mina...

Los Predilectos se echaron sobre Rhys. Él los golpeó con el cayado, pero eran demasiados y lo empujaron contra la pared. Beleño estaba a cuatro patas, intentando esquivar los pisotones, pero tenía las manos cubiertas de sangre y también le sangraba la nariz. Rhys no veía a Atta , pero oía su gañido de dolor. La muchedumbre palpitante volvió a agitarse y el monje quedó aplastado entre los cuerpos y la pared. No podía moverse, no podía respirar.

—¡Mina! ¡Mina! —Rhys oía el nombre a lo lejos, pues todo empezaba a desdibujarse.

Mina apretó los puños, alzó la cabeza y gritó por encima del eco de su propio nombre:

—¡Os hice dioses! ¿Por qué no sois felices?

Los Predilectos se quedaron en silencio. Su nombre dejó de oírse.

Mina abrió las manos y de las palmas salieron llamas ambarinas. Abrió los ojos y en sus pupilas nacieron llamas ambarinas. Abrió la boca y de ella escaparon llamaradas. Se hizo más grande, cada vez más alta, mientras aullaba su frustración y dolor a los cielos, y el fuego de su ira ardía fuera de control.

Rhys estaba atrapado debajo de los muertos vivientes y un momento después un calor abrasador voló por encima de él e incineró todos los cuerpos. El monje quedó cubierto de una ceniza oleosa.

Cegado por la luz abrasadora, Rhys empezó a toser cuando el humo y la ceniza le bajaron por la garganta. Buscó a su amigo a tientas y agarró a Beleño en el mismo momento en que el kender lo agarraba a él.

—¡No veo nada! —dijo Beleño con voz estrangulada, aferrándose a Rhys aterrorizado—. ¡No veo nada!

Rhys encontró a Atta y tiró de ella y de Beleño hacia la entrada abovedada de la escalera de caracol, lejos del calor, las llamas y esa ceniza negra y grasienta que flotaba por la torre en una especie de ventisca horrible.

El kender se frotó los ojos, y las lágrimas que le surcaban las mejillas formaban riachuelos sobre la ceniza que le cubría la cara.

Rhys contempló la furia de un dios infeliz destruyendo su fracaso.

El fuego duró bastante tiempo.

Al fin la luz ambarina perdió intensidad y se apagó, cuando la cólera de Mina se agotó. Las cenizas seguían cayendo lentamente en una nube gris. Rhys ayudó a Beleño a levantarse. Salieron del hueco de la escalera y se abrieron camino entre espeluznantes montones de ceniza que casi eran más altos que la perra. Beleño tenía arcadas y se tapó la boca con la mano. Rhys se puso la manga de la túnica sobre la nariz y la boca. Buscó a Mina, pero no había rastro de ella y Rhys estaba demasiado desconcertado para preguntarse qué habría sido de la niña. Lo único que quería era escapar de aquella pesadilla.

Huyeron por la puerta de doble hoja y salieron dando traspiés a la luz del sol y a la bendición del aire fresco que soplaba desde el mar.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó Mina en tono acusador—. ¡Llevo un montón de tiempo esperándoos!

La niña pequeña estaba delante de ellos, mirándolos.

—¿Cómo os habéis manchado tanto? —Arrugó la nariz—. ¡Oléis fatal!

Beleño miró a Rhys.

—No se acuerda —dijo el monje en voz baja.

Se dio cuenta de que el mar estaba extrañamente en calma, las olas mansas, como si la perplejidad las frenara. Rhys se lavó la cara y las manos. Beleño se enjuagó lo mejor que pudo, mientras que Atta se zambulló en el agua.

Mina desplegó la vela del bote. El viento soplaba con fuerza y en el sentido que necesitaban, como si estuviera ansioso por ayudarlos a marcharse. El bote avanzó cabeceando sobre las olas.

Estaban acercándose a la orilla y Rhys ya se disponía a bajar la vela, cuando Beleño empezó a gritar:

—¡Mira, Rhys! ¡Mira eso!

Rhys se volvió y vio cómo la torre se hundía lentamente bajo las olas. La torre iba desapareciendo poco a poco, hasta que no quedó de ella más que la luna de cristal de la parte más alta, como si se tratara de unos dedos que se alzaran hacia el cielo. Después los dedos también desaparecieron.

—Los Predilectos se han ido, Rhys —dijo Beleño con un tono de respeto y temor—. Ella los ha liberado.

Mina no se volvió al oír el grito del kender. No miró atrás. Estaba concentrada en gobernar el bote, dirigiéndolo a la orilla sin peligro.

Os hice dioses.

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