Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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Si bien era cierto que la Sala del Sacrilegio no era un barco que se hubiera ido a pique durante una tormenta, desde su punto de vista la ley del mar también era aplicable en ese caso. No había forma de que Chemosh aceptara ese razonamiento, perfectamente lógico, y estaba demostrando que podía ser un auténtico incordio. Chemosh reclamaba que los objetos sagrados eran suyos y que quería recuperarlos.

Ninguno de los dioses había podido entrar mientras Mina estaba allí con ese monje de segunda suyo y con el kender. Ambos dioses habían observado a este último, mortificados, imaginando cómo todos aquellos valiosos objetos, capaces de producir milagros inimaginables, desaparecían en los morrales y los bolsillos del kender, para acabar perdiéndose o vendidos a cambio de seis piñas y un grillo amaestrado.

Los dos se quedaron muy aliviados cuando vieron que, por lo visto, Mina y compañía se iban con sólo dos objetos y un bicho de oro de poco valor.

Cuando el monje salió, la puerta se cerró. Chemosh sospechaba que la había cerrado Nuitari, y Nuitari sospechaba que lo había hecho Chemosh. Los dos dioses se quedaron aguardando a que el otro hiciera el primer movimiento. Al final, Nuitari no pudo soportarlo más.

—Voy a echar un vistazo dentro para asegurarme de que el kender no ha dejado la sala pelada.

—Te acompaño —dijo Chemosh de inmediato.

—No es necesario —repuso Nuitari con voz empalagosa.

—Insisto —contestó Chemosh.

Ambos vacilaron, mientras se miraban hoscamente, y después los dos se dirigieron a la puerta. Al mismo tiempo, alargaron la mano para abrir la puerta del castillo de arena.

Una voz inmortal, severa y airada, habló a los dos dioses.

—Hubo un tiempo en que cada grano de arena era una montaña. Así, todo lo que parece poderoso e importante se reduce a la insignificancia.

»Todo.

Una ola que llegaba rodando desde el origen del tiempo cayó sobre el Solio Febalas y lo inundó. Cuando se retiró, se llevó la sala consigo al vasto océano de la eternidad.

Con todo su inmortal ser tembloroso, los dioses se encogieron sobre la arena mojada, sin atreverse a moverse o alzar la vista, no fuera a caer sobre ellos la cólera del Dios Supremo. Al fin, Chemosh levantó la cabeza y Nuitari abrió los ojos.

La Sala del Sacrilegio había desaparecido, arrastrada.

Chemosh se levantó, se sacudió la arena de las mangas de encaje y se marchó con paso airado, haciendo acopio de la poca dignidad que le quedaba. Nuitari se puso en pie y se sacudió la túnica negra. El no se fue, sino que se quedó dando vueltas, mirando fijamente la arena lisa, donde una vez se había levantado la sala. Había dedicado años a estudiar la historia de cada uno de esos objetos y a catalogarlos. Los conocía todos, sabía qué hacía cada uno y lo mucho que los dioses estarían dispuestos a pagar para hacerse con ellos. No en oro, ni en acero ni joyas, por supuesto; poco le importaban a Nuitari esas cosas. Pagarían de otra manera. Podría convencer a Zeboim de que dejara su torre tranquila. Los malditos paladines de Kiri-Jolith dejarían de hostigar a sus Túnicas Negras. Sargonnas habría tenido que permitir a sus minotauros que practicasen libremente la magia, y así continuaría la lista.

Pero el Dios Supremo, que nunca se pronunciaba, se había pronunciado. Quizá fuera lo más conveniente. Los objetos y la misma sala pertenecían a un tiempo y un lugar que ya había desaparecido mucho tiempo atrás. Sería mejor dejarlos descansar en el polvo del pasado. No obstante, Nuitari no podía dejar de preguntarse de mal humor por qué el Dios Supremo había permitido a Mina entrar en la Sala, mientras que a él y a otros les había bloqueado el paso.

El dios de la magia oscura se apartó del lugar donde había estado la sala, pero no se marchó. Concedía el Solio Febalas al Dios Supremo.

A cambio, Nuitari quería recuperar su torre.

12

Mina guiaba al grupo, pues Rhys y Beleño habían perdido completamente el sentido de la orientación. La niña estaba contenta y reía, se alejaba dando saltitos y después volvía para burlarse de ellos por ser tan lentos.

No había mucha distancia desde la sala hasta la torre y después de un corto paseo llegaron a la escalera.

Mina habría querido subirla de inmediato, pero Rhys la sujetó por el hombro y la obligó a detenerse.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, levantando la vista hacia el monje. Señaló hacia la escalera—. La salida está por ahí.

—Es mejor que seamos precavidos. Deja que yo vaya primero. Sígueme con Beleño.

—Pero tú eres demasiado lento —protestó Mina, mientras empezaban a ascender por la escalera de caracol—. Tengo mis regalos. Tengo que llegar a Morada de los Dioses cuanto antes.

—Morada de los Dioses está muy lejos —refunfuñó Beleño. Aquellos peldaños no se habían construido pensando en las piernas cortas de los kenders y le costaba mucho subir cada escalón, lo que estaba haciendo que le empezaran a doler varias partes del cuerpo—. Pero que muy, muy lejos.

—¿Cómo de lejos? —preguntó Mina.

—Kilómetros —contestó Beleño—, Kilómetros, kilómetros y kilómetros.

—¿Cuánto se tarda?

—Meses —repuso Beleño de mal humor—. Meses y meses.

Mina se quedó mirándolo, consternada, y después se echó a reír.

—¡No seas tonto! —exclamó, antes de añadir con impaciencia—: Vosotros dos sois muy lentos. Voy a ir yo delante.

—¡Mina, espera! Los Predilectos... —gritó Rhys e intentó sujetarla, pero Mina se zafó de él y echó a correr por la escalera.

—¡Os espero arriba! —les dijo la pequeña.

—¡. Atta , ve con ella! —ordenó Rhys y cuando la perra se lanzó a la carrera, el monje se volvió para ayudar a Beleño, que gemía a cada paso que daba y se frotaba los doloridos muslos.

—Suponiendo que salgamos con vida del encuentro con los Predilectos, que ya es mucho suponer, ¿adonde iremos después? —preguntó el kender.

—Tenemos que encontrar Morada de los Dioses.

Beleño movió la cabeza muy despacio, de un lado a otro, y miró fijamente a Rhys.

—Allí dentro del Solo Fe y Balas estabas teniendo una larga conversación con Majere. ¿No te dijo dónde podemos encontrar Morada de los Dioses?

Rhys negó con la cabeza y lanzó una mirada preocupada a lo alto de la escalera.

—Majere tendría que haberte dado un mapa. O haber colocado mojones —insistió Beleño—. Ya sabes: «Tuerce a la izquierda en el cruce, camina veinte pasos y cuando llegues al árbol partido por un rayo, tuerce a la derecha.» Ese tipo de cosas.

—No hizo nada de eso —contestó Rhys—. Morada de los Dioses no es un lugar que pueda encontrarse en un mapa.

—Ya, ya veo —dijo Beleño con tono pesimista—. Es uno de esos viajes como se llamen. Ya sabes, de esos que se supone que te enseñan algo.

—Viajes espirituales —dijo Rhys.

—Eso es. A los dioses les gustan mucho los viajes espirituales. Ésa es otra razón por la que me convertí en un místico. Cuando voy de viaje, me gusta que tenga principio, medio y fin. Y me gusta que haya una taberna al final y algo rico para comer. En los viajes espirituales pocas veces hay cosas ricas para comer.

Rhys cogió a su amigo por el brazo y lo levantó por encima de otro escalón.

—Lo que dices es acertado, como siempre, Beleño. Y no te equivocas. El viaje va a ser largo y quizá también peligroso. Tú y yo ya tuvimos esta charla, pero ahora ya entiendes lo peligroso que puede llegar a ser. Si quieres seguir tu camino y que nosotros sigamos el nuestro, lo entenderé.

—Me iría en un abrir y cerrar de ojos, si no fuera por la comida gratis.

Rhys suspiró.

—Beleño...

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