Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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Beleño tragó saliva. Sus manos, todavía en los bolsillos, ya parecían sentirse más cómodas allí y no manifestaban deseo alguno de tocar nada.

—Creo que deberíamos salir de este lugar —sugirió Beleño con un hilo de voz.

—Me llevaré esto —dijo Mina, decidiéndose por fin.

—¡No toques nada! —le advirtió Beleño, pero Mina no le prestaba atención.

Cogió una figura pequeña de cristal esculpida en forma de pirámide del altar de Paladine y se quedó admirándola. No pasó nada.

Sin dejar el pequeño cristal, Mina se acercó al altar de Takhisis y, después de dudarlo un momento, eligió un collar anodino, hecho con cuentas brillantes.

—Creo que a madre le gustarán estas cosas —anunció la pequeña.

—¿Qué son? —preguntó Beleño—. ¿Qué hacen? ¿Lo sabes, por lo menos?

—¡Claro que lo sé! —repuso Mina ofendida—. No soy tonta. Lo sé todo sobre todo.

Beleño olvidó por un momento que era una diosa y que probablemente lo sabía todo sobre todo. Hizo un ruido poco educado para expresar su incredulidad.

—Entonces, ¿qué es ese collar? —le retó.

—Se llama Sedición —contestó Mina con aire petulante por todo lo que sabía—. Lo hizo Takhisis. La persona que lo lleva tiene el poder de hacer mala a la gente buena.

Beleño estuvo a punto de decir «¿Quieres decir malos como tú?», pero se lo pensó mejor. A pesar de que Mina había estado a punto de ahogarlo, no quería herir sus sentimientos.

—¿Y la pirámide pequeña? —preguntó.

—Está consagrada a Paladine. —Mina la levantó para ver los destellos del cristal bajo la luz azul del altar de Mishakal—, Esta pieza emite la luz de la verdad sobre las personas. Por eso el Príncipe de los Sacerdotes tenía que esconderla. Tenía miedo de que la gente viera lo que realmente era.

Beleño tuvo una idea.

—Bah, no te creo. Te lo estás inventando.

—¡Es verdad! —repuso Mina, enfadada.

—Entonces demuéstramelo —contestó Beleño. Alargó la mano hacia el cristal.

Mina vaciló.

—¿Me prometes que vas a devolvérmelo?

—Que me parta un rayo si no lo hago —juró Beleño.

Ya que había hecho aquel terrible juramente, sagrado para todos los niños del mundo, Mina aceptó. Dejó el cristal en forma de pirámide en la mano del kender.

—¿Qué hago? —preguntó Beleño, mirando el objeto con curiosidad y un poco más de recelo que hasta el momento. De repente le había asaltado la duda de si el objeto se ofendería porque lo utilizara un místico.

—Póntelo en el ojo y mira a algo a través de él —contestó Mina.

—¿Qué voy a ver?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Depende de lo que estés mirando, bobo.

Beleño levantó el cristal y miró al enano hechicero que estaba tumbado en el suelo. Vio un enano hechicero tumbado en el suelo. Miró a Caele y vio a Caele. Miró a Rhys y vio a Rhys. Miró a Atta y vio un perro. Pensando que aquélla era una excusa muy mala para hacer un objeto, Beleño volvió el cristal hacia Mina.

Una luz blanca la bañaba, la rodeaba y la iluminaba desde dentro y desde fuera. Beleño parpadeó, porque la luz lo cegaba. Intentó enfrentarse a la luz, mirarla directamente para poder ver con más claridad, pero la luz se hacía cada vez más brillante, cada vez más intensa si cabía. Refulgente y cegadora, la luz se intensificaba y al final el kender tuvo que cerrar los ojos. La luz se expandía y crecía; la luz de una miríada de soles, la luz primigenia, la luz de la creación. Beleño aulló de dolor y dejó caer el cristal. Se quedó allí de pie frotándose los ojos abrasados.

Una vez, cuando era un kender pequeño, había mirado fijamente al sol sencillamente porque su madre le había dicho que no lo hiciera. Luego, durante unos minutos eternos, no veía más que unas manchas oscuras como pequeños soles negros, y eso mismo era lo que veía en ese momento. Y después de lo que había visto, se preguntó si no sería eso todo lo que quería ver.

Mina recogió el cristal del suelo.

—Bueno, ¿qué has visto?

—Puntos —dijo Beleño, frotándose los ojos.

Mina parecía decepcionada.

—¿Puntos? Tienes que haber visto algo más.

—¡Pues no! —negó Beleño malhumorado—. A lo mejor no funciona.

—¡A lo mejor no sabías qué estabas mirando! —le reprochó Mina.

—Sí que lo sabía —contestó Beleño.

Por suerte, los puntos empezaban a apagarse. Se secó el sudor de la frente. Parecía extraño que estuviera sudando cuando todavía tenía los brazos de piel de gallina.

Mina se guardó el objeto en el bolsillo y después le sonrió.

—Te toca —dijo.

—¿El qué?

La pequeña hizo un gesto con la mano.

—Has venido conmigo. Puede escoger un objeto. El que tú quieras.

Beleño miró a Basalto, ensangrentado y tirado en el suelo, mientras oía los gritos aterrorizados de Caele. Metió las manos en los bolsillos con fuerza.

—No, pero gracias.

—Gallina cobarde —se burló Mina.

Se acercó al altar de Majere, cogió algo brillante y se lo tendió a Beleño.

—Toma. Deberías tener esto.

En la mano tenía un broche de oro que representaba un saltamontes. Beleño recordó aquella ocasión en la que Atta y él estaban siendo perseguidos por los Predilectos y un ejército de saltamontes los había salvado. El broche tenía dos rubíes por ojos y estaba labrado con tal delicadeza que parecía que podía pegar un salto en cualquier momento. A Beleño le gustaba bastante y lo deseaba más que ninguna otra cosa que hubiera querido en su vida. La mano le temblaba en el bolsillo.

—¿Estás segura de que a Majere no le importará que lo coja? —preguntó—. No querría hacer nada que lo enfadara.

—Estoy segura —contestó Mina y, antes de que Beleño pudiera protestar, le colocó el broche en la camisa.

Beleño se puso tenso, asustado, esperando que el broche le machacara la nariz o lo golpeara en la cabeza. El saltamontes se quedó mansamente sobre la camisa. Mientras lo admiraba, a Beleño le pareció ver que uno de los ojos rojos le lanzaba un guiño.

—¿Qué hace? —preguntó el kender.

—Es un saltamontes, bobo —respondió Mina—. ¿Qué te parece que hace?

—¿Saltar? —aventuró Beleño.

—Sí, y también hará que saltes tú. Tan alto y lejos como quieras.

—¡Vaya! —dijo Beleño en voz baja.

Rhys no había visto ni oído nada. El enano lanzaba alaridos, Caele maldecía, Atta ladraba y Rhys parecía estar en otro lugar. El único sonido que le llegaba era la voz del dios.

Y entonces Rhys sintió que una mano le daba golpecitos en el hombro y levantó la cabeza. La voz del dios desapareció.

—Señor monje, tengo mis regalos para Goldmoon —dijo Mina, mostrándole los dos objetos—. Ya podemos irnos.

Rhys se levantó. Había estado arrodillado en el suelo mucho tiempo, o eso parecía, porque le dolían las rodillas y tenía las piernas entumecidas. Al mirar en derredor, se quedó perplejo al ver a los dos Túnicas Negras en el suelo, uno de ellos atado y chillando, y el otro sangriento e inconsciente.

Miró a Beleño en busca de una explicación.

—Enfadaron a los dioses —repuso el kender.

Esa respuesta dejó a Rhys bastante desconcertado, pero antes de que pudiera preguntar, Mina gritó con impaciencia que ya estaba lista para irse.

—¿Qué hacemos con el cara de comadreja y con la bola de pelo? —planteó Beleño.

—Dejarlos aquí —contestó Mina, frunciendo el entrecejo—. Encerrarlos para que se mueran aquí. Así aprenderán la lección.

—¡No podemos hacer eso! —se escandalizó Rhys.

—¿Por qué no? Iban a matarnos —repuso Mina.

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