Mina avanzaba con entusiasmo y no dejaba de hacerles gestos para que se apresuraran. Cuando la alcanzaron, estaba esperándolos suspendida en el agua, moviendo las manos lentamente en círculo, flotando sobre lo que parecía un castillo de arena hecho por un niño.
El diseño del castillo era muy sencillo; constaba de cuatro paredes de metro y medio de altura y los mismos metros de longitud y en cada esquina se alzaba una torre alta. No había ventanas y únicamente se abría una puerta, pero esa puerta era una verdadera maravilla.
La entrada tenía pocos menos de un metro de alto y no era demasiado ancha. Estaba cerrada por una puerta hecha con un sinfín de perlas que brillaban con una luz rosácea. En el centro fulguraba un único carácter antiguo tallado en una gran esmeralda.
Mina hizo una seña a Rhys, mientras éste nadaba torpemente a su lado, poniendo por delante de sí el cayado. Señaló hacia el castillo de arena y asintió con entusiasmo.
«La Sala del Sacrilegio», dijo en silencio la niña, para que le leyera los labios.
Rhys la observó atónito.
La infame Sala del Sacrilegio era un castillo de arena hecho por un niño. Rhys sacudió la cabeza. Mina lo miró con el entrecejo fruncido, extendió un brazo, y agarró el cayado. Señaló la letra tallada en la gema incrustada en la puerta. Rhys se acercó nadando y tomó una bocanada de agua por el asombro. En la esmeralda estaba esculpida la figura de un ocho tumbado, un símbolo sin principio ni final, el símbolo de la eternidad.
Rhys se impulsó hacia detrás. Mina lo observaba perpleja. Señaló la puerta una vez más.
«¡Abrela!», ordenó, con un borboteo de burbujas.
Rhys negó con la cabeza. Allí estaba el Solio Febalas, custodio de algunos de los objetos más sagrados que dioses y hombres crearan jamás, y la puerta estaba cerrada y sellada. El no debía entrar. Ningún mortal debía entrar. Tal vez ni siquiera los dioses debían entrar.
Mina tironeó de él para indicarle que se diera prisa. Rhys sacudió la cabeza con decisión y se apartó. Ojalá pudiera explicárselo, pero no podía. Se volvió y empezó a nadar en dirección contraria.
Mina nadó detrás de él y volvió a agarrarlo. Con la cabezonería propia de los niños, no pararía hasta conseguir lo que quería. Rhys imaginó que, si estuvieran en tierra firme, la pequeña habría dado una patada en el suelo.
Rhys estaba dispuesto a seguir negándose, pero en ese mismo momento la decisión le fue arrebatada de las manos.
Incluso en las profundidades del mar, hasta él llegó esa palabra única temida en todo Krynn por cualquiera que viajara con un kender:
«¡Vaya!»
—¡Oye! —exclamó Caele, alarmado—. ¿Dónde han ido?
Los dos Túnicas Negras, en su afán por acabar el uno con el otro, habían estado murmurando palabras arcanas y revolviendo en sus bolsillos en busca de los ingredientes de los hechizos, cuando se dieron cuenta de que estaban solos. El kender, la niña, la perra y el monje habían desaparecido.
—¡Malditos sean! —maldijo Caele, furioso—. ¡Han encontrado la forma de entrar!
El semielfo bajó la escalera corriendo y patinó al frenar después del último peldaño. Los trozos de cristal seguían allí, las puntas sobresalían entre la arena.
—Si no estuvieras tan impaciente por cortarme la cabeza, ahora mismo estaríamos allí, ayudándonos a nosotros mismos a ser un poco más ricos. —Basalto agitó el puño hacia el semielfo.
—Tienes razón, no hay duda, Basalto —convino Caele, repentinamente sumiso—. Siempre tienes razón. Dale recuerdos al señor.
El semielfo levantó una mano, hizo una fioritura y desapareció.
—¿Qué? —Basalto parpadeó—, Pero...
El enano lo comprendió de golpe. Tomó una buena bocanada de aire y la dejó escapar en un bramido.
—¡Ha ido detrás de ellos!
Basalto dio un repaso rápido mentalmente a su catálogo de hechizos y empezó a revolver nerviosamente en todos los saquitos de ingredientes para comprobar lo que tenía a mano. Había acudido preparado para la batalla, no para viajar a un destino desconocido en el fondo del mar y protegido por cristales rotos. Se preguntaba qué magia habría utilizado Caele y llegó a la conclusión de que lo más probable era que el semielfo hubiese recurrido a un hechizo conocido como la puerta entre dimensiones. Era uno de los favoritos de Caele, porque sólo hacía falta pronunciar unas palabras, no se necesitaba ingrediente alguno. A Caele no le gustaban los hechizos con ingredientes, principalmente porque era demasiado vago para ir a buscarlos.
Basalto también estaba familiarizado con el hechizo de la puerta entre dimensiones, pero había un inconveniente. Para conjurar el encantamiento, el hechicero tenía que conocer el lugar al que iba, pues debía visualizarlo. Basalto no tenía la menor idea de dónde estaba la Sala del Sacrilegio o cómo era. Jamás había estado dentro de la esfera llena de agua que la protegía.
Caele, por el contrario, sí había estado en el interior de la esfera. Nuitari lo había obligado a visitar a la hembra de dragón, Midori, para recoger un poco de su sangre. Luego la utilizaría en el cuenco de las visiones de dragón con el que espiaba a sus enemigos. Caele nunca había mencionado que hubiera visto la Sala en persona, pero el semielfo era un cabrón escurridizo, astuto y mentiroso. Basalto sospechaba que Caele habría fisgoneado un poco mientras estaba allí abajo y simplemente se lo había callado.
Al imaginarse a Caele en la Sala, recogiendo valiosos tesoros a manos llenas, Basalto hizo rechinar los dientes de furia. Miró con odio las esquirlas de cristal que le cerraban el paso y pensó con nostalgia lo maravilloso que sería pasar por encima flotando sin más. Eso hizo que se le ocurriera un hechizo.
Basalto no tenía los ingredientes exactos necesarios a mano, pero podría hacer un apaño. El hechizo requería gasa, así que arrancó la venda que le envolvía la frente y cortó un trozo con un cuchillo. Solía llevar el cabo de una vela, porque el fuego o la cera siempre resultaban útiles. La vela era cera de abeja y la había hecho él mismo. Estaba muy orgulloso de ella, porque poseía propiedades mágicas.
Con la gasa en una mano y la vela en la otra, pronunció la orden adecuada y la vela se encendió. Sostuvo la tela sobre la llama hasta que se prendió, dejó que ardiera un momento y después la apagó. Del tejido ennegrecido salía una fina columna de humo. Basalto dijo una palabra mágica y aguardó nervioso para comprobar si el hechizo había funcionado.
Lo invadió una sensación extraña y placentera, como si la carne y el hueso, la piel y el músculo, pasaran por arte de magia al estado líquido y después al gaseoso. Lo que quedó de él fue una nube de gas, carente de sustancia. Hacía tiempo que Basalto no utilizaba aquel hechizo y se le ocurrió, demasiado tarde ya, que no estaba muy seguro de cómo se recuperaba el cuerpo después. Pero ya se preocuparía de eso más adelante. En ese momento lo que tenía que hacer era alcanzar a Caele.
Desplazándose con las corrientes de aire, la forma gaseosa de Basalto, que parecía una espeluznante nube de humo negro, pasó flotando sobre los cristales cortantes y entró en lo que quedaba de la esfera de cristal.
Beleño había estado esforzándose por demostrar a Mina que se sentía ofendido, lo que era comprensible, porque primero lo había metido en un montón de agua salada y después estuvo a punto de ahogarlo, pero un rato después ya la había perdonado. Le gustaba la nueva sensación de poder respirar debajo del agua como si tuviera branquias en el cuello que palpitaran hacia dentro y hacia fuera. Se palpó el cuello para comprobar si realmente las tenía y se quedó muy desilusionado al ver que no era así. En ese momento, llegó al castillo.
Читать дальше