Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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—Era tan bonito —dijo Mina y se echó a llorar.

Basalto se había quedado mirando aquel desastre con expresión sombría.

—Me da igual lo que diga el señor —declaró el enano—. Yo no voy a limpiar todo esto. —Oyó reír a Caele por lo bajo y frunció el entrecejo—. ¿Qué te hace tanta gracia? ¡Esto es un desastre!

—Para nosotros no —repuso Caele con una sonrisa taimada.

Al ver que el monje estaba ocupado consolando a la niña llorosa, Caele se escabulló silenciosamente escaleras arriba, haciendo un gesto a Basalto para que se uniera a él.

—¿No te das cuenta de lo que significa esto? —susurró Caele cuando estaban lo suficientemente lejos para que los demás no pudieran oírlos—. ¡El dragón se ha ido! ¡La Sala del Sacrilegio ya no está vigilada! ¡Somos ricos!

—Si es que la Sala sigue aquí —replicó Basalto—. Y si sigue intacta, cosa que dudo. —Hizo un gesto hacia los restos de la esfera—. ¿Y cómo piensas llegar a ella? Casi sería mejor que el dragón siguiera aquí, porque esos trozos de cristal son más afilados que sus dientes e igual de letales.

—Si la Sala sobrevivió al Cataclismo, seguro que sobrevivió a esto. Ya lo verás. Y en cuanto a cómo llegar a ella, ya se me ha ocurrido algo.

—¿Qué hacemos con Mina y sus amigos? —preguntó Basalto.

Caele sonrió. Se subió la manga y dejó al descubierto un cuchillo que llevaba sujeto a la muñeca.

Basalto resopló.

—¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez que intentaste matarla? ¡Acabaste prisionero en tu propia tumba!

— Tenía a ese cabrón de Chemosh de su lado —dijo Caele, ceñudo—. Esta vez lo único que tiene es un monje y un kender. Tú matas a esos dos y yo...

—¡A mí déjame al margen! —gruñó Basalto—. Ya estoy harto de tus complots y tus planes. ¡Lo único que me traen son problemas!

Caele empalideció de furia. Un rápido movimiento de muñeca después, tenía el cuchillo en la mano. Pero Basalto estaba preparado. Siempre había tenido claro que un día acabaría matando al semielfo y ese día bien podía haber llegado ya.

Empezó a recitar un hechizo. Caele entonó un contrahechizo. Los dos se miraron con odio.

Mina contemplaba las ruinas de la esfera de cristal con lóbrego asombro.

—Quería nadar otra vez en el agua del mar. Quería hablar con la hembra de dragón...

—Lo siento, Mina —dijo Rhys sin saber qué más podía decirle.

El monje tenía sus propias preocupaciones. Si realmente el Solio Febalas estaba en medio de todo aquel caos, debería encontrarlo, asegurarse de que estaba a salvo y su contenido seguro. Oía a los dos Túnicas Negras tramando algo y aunque no podía distinguir lo que decían, no le cabía ninguna duda de que estaban planeando cómo robar los objetos sagrados.

Si hubiera estado solo, a Rhys no le habría importado arriesgar su propia vida tratando de encontrar un camino entre las esquirlas de cristal, pero no podía aventurarse por la arena y dejar a sus amigos y a la perra detrás. Esa opción quedaba descartada con los Predilectos agolpándose en el exterior de la torre, mantenidos a raya por sólo los dioses sabrían qué fuerza. Tampoco confiaba en los dos Túnicas Negras.

La preocupación principal de Rhys era Mina. Como diosa, podría haber caminado cientos de kilómetros entre afiladas cuchillas sin hacerse un rasguño. Pero era una diosa que no sabía que lo era. Temblaba de frío, lloraba cuando se enfadaba y sangraba si le arañaban la piel. No se atrevía a llevarla consigo y tampoco se atrevía a dejarla atrás.

—Mina —dijo Rhys—, creo que Beleño tiene razón. Deberíamos emprender el camino a casa. No puedes cruzar la arena sin herirte. Goldmoon lo entenderá...

—¡No voy a irme! —lo desafió Mina con arrogancia. Había dejado de llorar y sacaba el labio inferior, enfurruñada. Estaba de pie, dando patadas a la arena mojada con la punta del zapato—. Sin mi regalo no me voy.

—Mina...

—¡No es justo! —gritó, limpiándose la nariz con el dorso de la mano—, ¿Por qué tenía que pasar esto? Hice todo este camino...

Se quedó callada. Sin hacer caso de la advertencia de Rhys de que tuviera cuidado, se agachó y recogió un trozo pequeño de cristal.

—Esto no tenía que haber pasado.

Mina lanzó el cristal al aire y a él se unió un millón de trozos más, resplandecientes como gotas de lluvia bajo la luz del sol. Las esquirlas se fundieron unas en otras. El agua del mar, en vez de vaciarse, fluyó otra vez hacia el interior de la esfera.

Rhys se encontró de repente dentro de una esfera de cristal, sumergido en las profundidades verdes y azuladas del agua marina, y estaba ahogándose.

Aguantando la respiración, Rhys miró alrededor desesperado, intentando encontrar una forma de salir. Cerca de él estaba Beleño, agitando brazos y pies, con las mejillas hinchadas. Atta movía las patas sin control, con el pánico reflejado en sus ojos bien abiertos. Mina, inconsciente del aprieto en el que estaban, se alejaba nadando.

A Rhys no le quedaban más que unos momentos de vida. Atta ya había empezado a hundirse hacia el fondo. Rhys cortaba el agua con los brazos y movía los pies, intentando alcanzar a Mina.

Consiguió agarrarla por el tobillo. Mina giró sobre sí misma. Un intenso placer iluminaba su rostro. Estaba disfrutando de lo lindo. El placer se desvaneció en cuanto vio que sus amigos estaban en problemas. Los miró con impotencia, sin tener ni idea de lo que podía hacer. A Rhys iban a estallarle los pulmones. Veía unas estrellas borrosas y puntos azules y amarillos; ya no podía soportar el dolor. Abrió la boca, preparado para hundirse hacia la muerte.

Tragó agua salada y, aunque no era una sensación agradable, no murió. Se quedó perplejo al descubrir que estaba respirando en el agua con la misma facilidad con que antes respiraba en el aire. Beleño, boqueando y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, ya no resistía más. Flotaba inerte en el agua.

Mina cogió a Atta , que ya había dejado de luchar. Acarició a la perra, la besó y la abrazó, y de repente Atta abrió los ojos. La perra miró alrededor frenéticamente, dominada por el pánico, hasta que encontró a Rhys. El monje se acercó a ella nadando y se les unió Beleño, que le agarró del brazo e intentó decir algo. Lo único que le salió de la boca fueron burbujas; pero a pesar de que Rhys no podía oírlo, entendió a grandes rasgos lo que el kender quería decir, que era algo así como: «¡Tienes que hacer algo! ¡Va a acabar matándonos a todos!»

Rhys pensó que era más que probable, pero no tenía la menor idea de lo que podía hacer para evitarlo. Cuando una niña de seis años normal se portaba mal, se le podía dar un azote o mandarla a la cama sin cenar. La idea de dar un azote a Mina, quien, como Beleño había dicho, podía lanzarles una montaña a la cabeza, resultaba ridicula. Y la verdad era que Mina no se había portado mal. No había intentado ahogarlos deliberadamente. Sencillamente, había cometido un error. Como ella podía respirar tanto agua como aire, había dado por hecho que ellos también podían.

Mina nadaba bajo el agua como si hubiera nacido con branquias en vez de pulmones y se movía de un lado a otro como una flecha, apremiándolos todo el tiempo para que se dieran prisa. Rhys había aprendido a nadar en el monasterio, pero lo entorpecían la túnica y el cayado, que no quería abandonar, así como su preocupación por Beleño.

El kender no sabía nadar. En realidad, nunca había querido aprender. Pero en ese momento, ya que nadie le había dado a elegir, se agitaba sin control, sin avanzar en ninguna dirección. Estaba a punto de abandonar, cuando Atta pasó a su lado, impulsándose con las patas delanteras. Beleño observó a la perra y decidió imitarla. En vez de patas, utilizó las manos y los brazos como remos y poco después ya podía seguir el ritmo de los demás.

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