Margaret Weis - Ámbar y Sangre

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Con este título finalizan las aventuras de la guerrera Mina.
El mundo de Krynn siempre tiene sorpresas para los incautos, pero la revelación de que una mortal, que primero dedicó su vida al Dios Único y luego a Chemosh, es a su vez una diosa, rebasa todos los límites conocidos. Para Mina, significa caer en la locura al conocer la verdad.
Los dioses de la Oscuridad y de la Luz se muestran ansiosos por tener a Mina como una de los suyos, ya que ella puede romper el equilibrio de poder en el cielo. Pero Mina tiene sus propios planes.

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Uno de los Predilectos agarró a Mina por el brazo y la niña lanzó un grito aterrorizado. Rhys no podía sujetar a la pequeña y, al mismo tiempo, enfrentarse a los Predilectos. Hacía lo que podía por sostener a la niña, que se retorcía y no paraba de chillar. Lanzó el emmide a Beleño.

—¡Está bendito por el dios! —gritó Rhys.

El kender lo entendió. Tiró el gancho del bote y cogió el cayado al vuelo. Balanceándolo como si fuera una maza, lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la muñeca del Predilecto.

Al tocar el cayado, la carne de la mano del Predilecto se ennegreció y se desprendió del hueso. Dejó al descubierto la mano de un esqueleto que, por desgracia, se negaba a soltar a su presa. Los dedos de hueso se aferraban al brazo de Mina.

—¡Eso fue de muchísima ayuda! —gritó Beleño, lanzando una mirada furiosa a los cielos—. ¡Creía que un dios podría hacerlo un poco mejor!

Más y más Predilectos seguían rodeándolos. Beleño los golpeaba con el cayado, intentando derribarlos, pero no estaba teniendo demasiada suerte. El hecho de que la carne se les pusiera negra y se les cayera de los huesos no parecía molestarles lo más mínimo. Ellos seguían acercándose y Beleño seguía balanceando el cayado. Ya estaban empezando a dolerle los brazos, tenía las manos sudorosas y sentía ganas de devolver ante aquel truculento espectáculo de manos y brazos sin carne agitándose alrededor.

Atta daba dentelladas y ladraba. Se lanzaba sobre los Predilectos, hundía los dientes en cualquier parte que se le pusiera a tiro, pero los mordiscos de la perra tenían menos consecuencias aún que el cayado.

—¡Volvamos al bote! —exclamó entrecortadamente Rhys, intentando sujetar a Mina y mantener a raya a los Predilectos como podía. Los muertos vivientes no le prestaban ninguna atención ni él, ni al kender y a la perra. Estaban desesperados por alcanzar a Mina.

Beleño se sobresaltó cuando la niña lanzó un agudo chillido, justo en su oreja, y dejó caer el emmide.

Unos dedos esqueléticos agarraron a Mina por la muñeca. Rhys golpeó al Predilecto en la cara con el canto de la mano y le rompió la nariz y los pómulos. Mina se quedó mirando espeluznada los huesos de los dedos que se hundían en su carne y, lanzando un grito agudo, pegó al Predilecto con el puño.

Una llama, ámbar y abrasadora, consumió completamente al Predilecto. No quedaron de él más que las cenizas. El calor del estallido de fuego golpeó a Rhys y Beleño y después desapareció.

—Rhys —dijo Beleño temblando, un momento después—, ¿todavía tengo cejas?

Rhys logró lanzarle una mirada tranquilizadora, pero eso fue lo único que tuvo tiempo de hacer. Mina, sin soltarse de su mano, se volvió para enfrentarse a los Predilectos.

El furor de la ira divina de Mina los había hecho retroceder. Ya no intentaban agarrarla. Seguían cercándola, observándola con las cuencas vacías de sus ojos y repitiendo su nombre incansablemente. Algunos pronunciaban «Mina» en un tono triste y suplicante. Otros ladraban el nombre de «Mina», desesperados y furiosos.

—¡Dejad de decir eso! —chilló Mina con voz aguda.

Los Predilectos se quedaron en silencio.

—Voy a ir a mi torre —dijo Mina, airada—. Apartaos de mi camino.

—Deberíamos volver al bote —apremió Beleño—. ¡A la carrera!

—Jamás llegaríamos —contestó Rhys.

Los Predilectos no permitirían que Mina se fuera. Habían estado esperándola en aquel lugar. Quizá una orden suya los hubiera convocado en la isla.

—Nuestras vidas están en sus manos —dijo Rhys.

Con movimientos lentos, se agachó y recogió su cayado.

—No hay pastel de carne que pague esto —se lamentó Beleño entre susurros.

8

Mina echó a caminar, tirando de Rhys. Los Predilectos retrocedían para dejarla pasar. La niña avanzaba entre la multitud de muertos vivientes, observándolos recelosamente con los ojos asustados. Apretaba la mano de Rhys con tanta fuerza que sus dedos le dejaron marcas rojas. Beleño los seguía pegado a ellos, tropezando con los talones de Rhys. Atta se mantenía al lado del monje, temblando y enseñando los colmillos. En su pecho vibraba un gruñido constante.

—Explícame otra vez por qué estás haciendo esto —dijo Beleño.

—¡Ssh! —advirtió Rhys.

Había visto que las cuencas vacías se apartaban de Mina, se posaban en el kender y que después un rayo de sol se reflejaba en el acero. Sin embargo, los Predilectos no atacaron. Rhys tenía el presentimiento de que no lo harían mientras estuvieran con Mina.

—Rhys —susurró Beleño—, ¡no se acuerda de ellos! ¡Y fue ella quien los creó!

Rhys asintió y siguió caminando. Los Predilectos habían estado vagando por la isla con pasos perdidos, como solían hacer, hasta que habían visto a Mina. A partir de ese momento, no tenían ojos para otra cosa. Se agolpaban alrededor, pronunciando su nombre con veneración. Algunos intentaban acercarse, pero Mina se apartaba de ellos.

—¡Fuera! —les ordenaba con brusquedad—. No me toquéis.

Uno a uno iban retrocediendo.

Mina seguía avanzando hacia la torre de la mano de Rhys. Cuando llegaron a la entrada, encontraron la puerta de doble hoja cerrada.

—Todo este camino y ahora se olvida la llave —murmuró Beleño.

—No necesito ninguna llave. Ésta es mi torre —contestó Mina.

Soltó a Rhys, se acercó a la gigantesca puerta y, reuniendo todas sus fuerzas, la empujó. Bajo su mano, las pesadas hojas se abrieron poco a poco.

Mina entró dando saltitos y mirándolo todo con la curiosidad y el asombro de un niño. Rhys la siguió más despacio. Aunque la torre estaba hecha de cristal, algún tipo de magia en las paredes impedía la entrada de la luz. El sol de la mañana ni siquiera traspasaba el umbral, sino que algo lo engullía en la puerta. En el interior todo era oscuridad. Se detuvo justo al cruzar la entrada.

Poco a poco, sus ojos se habituaron a la oscuridad fría y húmeda, y se dio cuenta de que tal oscuridad no era tanta como parecía en un primer momento. Las paredes de cristal tamizaban la luz del sol, de forma que el interior estaba bañado por una luz pálida y suave, que recordaba a la de la luna.

La entrada era lúgubre. En las paredes de cristal había tallada una escalera de espiral, que giraba alrededor del espacio hueco y conducía hacia arriba, más allá de donde alcanzaba la vista. Unas esferas de luz mágica guiaban los pasos de aquellos que ascendieran por la escalera, a intervalos regulares. La mayoría de ellas parpadeaban como velas bajo el viento, como si su magia empezara a debilitarse. Otras ya se habían apagado por completo.

Mucho tiempo atrás, el salón de entrada de la Torre de Alta Hechicería de Istar debía de haber sido magnífico. Allí los hechiceros de Istar recibirían a otros hechiceros, a los invitados y dignatarios. Debía de haber sido allí donde esperaron al Príncipe de los Sacerdotes para entregarle la llave de su amada torre, convencidos con gran pesar de que era mejor rendirse que arriesgar vidas inocentes en la batalla.

Rhys pensó que quizá el último mortal en atravesar aquella sala hubiera sido el mismo Príncipe de los Sacerdotes. Se lo imaginó, imponente con toda su magnificencia equivocada, dando un paseo triunfal, felicitándose a sí mismo por haber expulsado a sus enemigos, antes de dejar tras de sí las enormes puertas cerradas y selladas para siempre. El funesto destino de Istar, cerrado y sellado.

Nada quedaba de aquella gloria y grandeza. Los muros estaban húmedos y mugrientos, cubiertos de arena y limo. El barro, las algas y los peces muertos que cubrían el suelo le llegaban hasta la altura del tobillo.

—¡Puf! ¡Esta torre da asco, Mina! —dijo Beleño en voz alta. Agarrando a Rhys por la manga, el kender añadió en voz baja y alarmada—: ¡Cuidado! Me ha parecido oír unas voces susurrando. Por allí. —Meneó el pulgar.

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