Terry Goodkind - La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio

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Hasta donde le alcanzaba la vista, todos los soldados que ocupaban el humeante corredor cayeron de rodillas y se llevaron un puño al corazón, creando un tremendo estrépito. El general se puso de pie. Mientras daba tres pasos hacia Richard, Cara se colocó delante del joven para protegerlo.

— ¡Apártate, mujer!

Cara no se movió.

— Nadie toca a lord Rahl.

— Yo quiero protegerlo tanto como…

— Basta ya. Callad los dos.

Cara se relajó y se hizo a un lado. El general Trimack agarró a Richard por los hombros.

— Lord Rahl, lo habéis conseguido. Habéis tardado, pero lo habéis conseguido.

— ¿Conseguido qué? ¿Y qué quieres decir con que he tardado?

El soldado enarcó las cejas.

— Habéis estado allí dentro la mayor parte del día.

Richard sintió que se quedaba sin respiración.

— ¿Qué?

— Resistimos ferozmente durante horas pero nos estaban obligando a retroceder. Nos superaban en diez o quince a uno. Pero entonces lanzasteis el rayo. Jamás había visto nada igual.

»El mago Zorander me dijo que el palacio es un enorme encantamiento dibujado en el suelo de la meseta, destinado a salvaguardar y aumentar el poder de lord Rahl. No lo hubiera creído de no haberlo visto con mis propios ojos. Todo el palacio cobró vida con ese rayo; recorrió todas las paredes.

»Todos esos generales renegados leales a Rahl el Oscuro fueron abatidos por el rayo. Y también las tropas rebeldes que seguían luchando fueron eliminadas. Pero los soldados que depusieron las armas y se unieron a nosotros no sufrieron ningún daño.

Richard no supo qué decir.

— Me alegro, general, pero no puedo atribuirme el mérito. Yo estuve allí dentro todo el tiempo. Ni siquiera estoy seguro de lo que hice allí y mucho menos de lo que ha pasado fuera.

— Nosotros somos el acero contra acero. Vos hicisteis vuestra parte, lord Rahl; fuisteis la magia contra magia. Todos nos sentimos orgullosos de vos. —El general dio a Richard una palmada en el hombro—. Sea lo que sea lo que hicierais, escogisteis bien.

Richard se llevó los dedos a la frente, tratando de pensar.

— ¿Qué hora es?

— Como ya he dicho, os habéis pasado casi todo el día dentro, mientras nosotros luchábamos aquí fuera. No falta mucho para el atardecer.

— Tengo que irme —declaró Richard, apretándose el pecho.

Echó a correr, seguido por todos. Muy pronto se perdió en la maraña de enormes corredores. Se detuvo deslizándose sobre el resbaladizo suelo de mármol y se volvió hacia Cara, que corría a su lado.

— ¿Por dónde?

— ¿Adónde vais?

— A la salida. Por el camino más rápido.

— ¡Seguidnos, lord Rahl!

Richard echó a correr detrás de las cinco mord-sith. Lo seguía lo que parecía todo el ejército de palacio. El estrépito de todas las armaduras y las botas resonaba en las paredes y en los altos techos. Columnas, arcos, escaleras, patios de oración y cruces de pasillos desfilaban veloces a ambos lados. Corrían y corrían sin descanso.

Casi una hora más tarde, cuando al fin cruzó la puerta situada entre las colosales columnas y salió al exterior, estaba agotado. Tras él salieron los soldados. Richard bajó los escalones de cuatro en cuatro.

Encontró a Escarlata tumbada de lado en la nieve. Sus relucientes escamas rojas subían y bajaban al ritmo de su forzada respiración.

— ¡Escarlata! ¡Estás viva! —Richard le frotó el hocico—. Estaba muy preocupado por ti.

— Richard, ya veo que has logrado sobrevivir. No debe de haber sido tan difícil como creías. —Escarlata trató de sonreír al modo de un dragón, pero no pudo—. Lo siento, amigo mío. No puedo volar. Tengo un ala herida. Lo he intentado pero, hasta que se cure, me temo que estoy prisionera aquí.

Richard derramó una lágrima sobre su hocico.

— Lo comprendo, amiga mía. Tú me has traído hasta aquí. Has salvado al mundo de los vivos. Eres la heroína más noble que ha dado la historia. ¿Te recuperarás? ¿Podrás volar de nuevo?

Escarlata logró lanzar una débil risa.

— Volveré a volar. Pero todavía tardaré un mes, más o menos. Me repondré. No estoy tan mal como parece.

— Escarlata es mi amiga —dijo Richard a los oficiales—. Ella nos ha salvado a todos. Quiero que le traigáis comida y todo lo que necesite hasta que se recupere. Protegedla del mismo modo que me protegeríais a mí.

Los oficiales se llevaron un puño al corazón.

Richard agarró al general por un brazo.

— Necesito un caballo, uno fuerte. Rápido. Y quiero que me indiques cómo llegar hasta Aydindril.

— ¡Traed un caballo fuerte ahora mismo! —gritó el general a sus hombres—. ¡Tú, ve a buscar un mapa de cómo llegar a Aydindril para lord Rahl!

Los hombres salieron corriendo. Richard se volvió hacia el dragón.

— Lamento mucho que sufras, Escarlata.

La risita de Escarlata retumbó en lo más profundo de su garganta.

— La herida no es tan dolorosa. Mira aquí, a este lado.

La cabeza situada en el extremo del largo cuello lo siguió. Richard dio la vuelta y se quedó atónito al ver un huevo envuelto por la cola del dragón.

Un gran ojo amarillo lo taladró con la mirada.

— Acabo de dar a luz. Por eso estoy tan débil. Ya ves, de todos modos tendría que estar en tierra.

Escarlata lanzó fuego sobre el huevo y lo acarició tiernamente con las garras. Mientras observaba, Richard pensó en lo bella que era la vida y en lo alegre que se sentía de que otros pudieran seguir disfrutando de ella.

Pero no podía quitarse de la mente la visión del hacha que caía. Revivía ese horror una y otra vez. Las manos le temblaban. Podría estar sucediendo en ese mismo momento. Le costaba respirar.

Por fin llegó un soldado corriendo con un mapa. Lo extendió y señaló en él.

— Mirad, lord Rahl, aquí está Aydindril. Ésta es la ruta más rápida. Pero tardaréis varias semanas.

Richard se metió el mapa en la camisa mientras otro soldado aparecía galopando a lomos de un caballo. Richard recogió la mochila y el arco de la nieve, donde habían caído en el aterrizaje forzoso.

El general Trimack aguantó las riendas del musculoso caballo mientras Richard rápidamente sujetaba sus pertenencias a la silla.

— Tenéis provisiones en las alforjas, lord Rahl. ¿Cuándo regresaréis?

Richard tenía la mente nublada; los pensamientos se le agolpaban. Lo único que veía era el hacha que caía.

— No lo sé. —Montó de un salto—. Cuando pueda. Hasta entonces, te dejo al mando. Continuad custodiando el Jardín de la Vida; que nadie entre.

— Buen viaje, lord Rahl. Nuestros corazones están con vos.

Los puños golpearon los pechos mientras Richard espoleaba al fuerte caballo y cruzaba a todo galope las puertas.

69

Richard maldijo entre dientes cuando el caballo cayó muerto bajo él. Al acabar de rodar sobre la nieve se levantó y empezó a recoger sus cosas del animal muerto, cubierto de espuma. Sintió una punzada de pesar por el corcel que le había servido hasta la muerte.

Había perdido la cuenta de todos lo caballos a los que había llevado a la muerte. Algunos simplemente se detenían tambaleantes y se negaban a dar ni un paso más, otros se ponían al paso y ya no corrían; y otros galopaban hasta que el corazón les fallaba.

Richard sabía que era demasiado duro con ellos y había tratado de imponerse un ritmo más moderado, pero no lograba ir lo suficientemente lento. Cuando un caballo moría o dejaba de correr, Richard siempre encontraba otro. Algunos dueños se mostraban reacios a vender, pensando en regatear, pero Richard se limitaba a arrojarles un puñado de monedas de oro y se llevaba al caballo.

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