Terry Goodkind - La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio

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La Piedra de las Lágrimas. La amenaza del custodio: краткое содержание, описание и аннотация

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— ¿Quién es el general Trimack?

— El comandante general, Primera Fila de la guardia de palacio. Ellos os son leales. La Primera Fila es el círculo de acero que rodea a lord Rahl. El mago Zorander ordenó al general Trimack que guardara el Jardín de la Vida a cualquier precio.

»Pero hace dos días llegó la mujer mágica. Mató casi a trescientos de los nuestros para entrar en el jardín. Tratamos de detenerla pero fue imposible. No tenemos magia contra ella. Esta noche mató casi a cien para salir.

»La seguimos y la vigilamos desde una ventana del tercer piso. Vimos como lanzaba rayos para abatir al dragón. Y también vimos cómo la matasteis. Solamente el verdadero lord Rahl podría haberlo hecho.

»Por favor, lord Rahl, están sucediendo cosas terribles en el Jardín de la Vida. Permitidnos que os escoltemos hasta allí para que detengáis al espíritu maligno.

Richard no tenía tiempo que perder. Tenía que haber sido Zedd quien les transmitiera el mensaje. Tenía que confiar en ellas.

— Muy bien, vámonos. Pero tengo mucha prisa.

Todas las mujeres sonrieron. Cara recuperó su agiel y lo agarró por la camisa, encima del hombro. Otra de las mord-sith hizo lo propio al otro lado. Entonces echaron a correr, arrastrándolo con ellas. Cara le susurró que se estuviera quieto. Las otras cuatro se desplegaron al frente, abriendo camino.

Rápida pero silenciosamente lo condujeron por pequeños pasadizos laterales y oscuras habitaciones. Mientras las exploradoras ascendían por estrechas escaleras reservadas a la servidumbre, Cara y la otra mord-sith lo aplastaron contra la pared, se llevaron un dedo a los labios pidiendo silencio y esperaron hasta oír un breve silbido. Entonces salieron disparadas, tirando de él por la camisa.

Al llegar a lo alto de la escalera a punto estuvo de tropezar con el cuerpo de una de las exploradoras. Una espada le había abierto la cara. En el pasillo vio los cadáveres de ocho soldados de D’Hara, con armadura, crispados y con sangre que les manaba de las orejas. Habían muerto por efecto del agiel.

Una de las mord-sith les hizo señales desde el fondo del corredor para que avanzaran. Cara lo hizo doblar la esquina en la que se había apostado la exploradora y luego subir otra escalera. Richard se sentía como un saco de ropa sucia, zarandeado de un lado al otro, aplastado contra paredes y en esquinas, mientras las mujeres le abrían camino.

Corrían tan deprisa que apenas lograba mantener su paso, aunque lo continuaban agarrando por la camisa y tiraban de él. Tantas escaleras habían subido y tantas habitaciones habían cruzado, que Richard ya se había perdido. Algunas de esas habitaciones tenían ventanas y por ellas vio que el sol ya salía.

Cuando por fin reconoció el ancho pasillo en el que entraron, estaba exhausto. Centenares de hombres de uniforme, con cota de malla y reluciente peto hincaron una rodilla al verlo. El estruendo de las armaduras y las armas resonó en el ancho pasillo. Todos se llevaron un puño al corazón. Cuando se levantaron uno de ellos se adelantó.

— Lord Rahl. Soy el comandante general Trimack. Estamos muy cerca del Jardín de la Vida. Yo os conduciré.

— Sé dónde está.

— Lord Rahl, debéis apresuraros. Los generales rebeldes han lanzado un ataque. No sé si podremos mantener esta posición mucho tiempo, pero lucharemos hasta el último hombre mientras estéis detrás.

— Gracias, general. Vosotros contenedlos mientras yo envío al bastardo de Rahl el Oscuro de vuelta al inframundo.

El general lo saludó llevándose un puño al corazón. Richard corrió por el pasillo de brillante granito que recordaba y que le condujo hasta las enormes puertas cubiertas de oro del Jardín de la Vida.

Casi fuera de sí de rabia, abrió de golpe las puertas. Había amanecido y los primeros rayos del sol iluminaban las copas de los árboles. Richard avanzó por el sendero, pasó junto a los bajos muros cubiertos por enredaderas y llegó al prado.

En el centro del jardín vio un círculo de arena blanca, arena de hechicero. Alrededor del redondo hueso de skrin, situado en medio de la arena, se habían dibujado intrincadas líneas. Detrás se alzaba el altar con las tres cajas del Destino; la puerta al otro mundo. Las tres cajas eran de una negrura tal que parecían absorber toda la luz del jardín.

De la caja abierta brotaba un haz de luz verde que atravesaba el techo de cristal y se perdía en el cielo. Rahl el Oscuro estaba abriendo la puerta de algún otro modo. Alrededor del haz de luz verde giraban ráfagas de reluciente luz azul, amarilla y roja.

La refulgente figura blanca de Rahl el Oscuro lo miró avanzar por el prado. Richard se detuvo frente a su adversario, al borde del círculo de arena de hechicero. Rahl esbozó una leve sonrisa.

— Bienvenido, hijo mío —siseó.

Richard sintió la cicatriz que le había dejado la mano de Rahl en el pecho. Los relucientes ojos azules de Rahl el Oscuro se posaron en la piedra de Lágrimas que pendía del cuello de Richard, y luego se clavó en sus ojos.

— He engendrado a un gran mago. Nos gustaría que te unieras a nosotros, Richard.

Richard guardó silencio. Bullía de rabia mientras contemplaba la sonrisa de Rahl, cada vez más amplia. A través de la furia, de la terrible cólera de la magia, observaba y buscaba el centro de calma en su interior.

— Podemos ofrecerte lo que nadie puede, Richard, ni siquiera el mismo Creador. Somos más grandes que el Creador. Únete a nosotros.

— ¿Qué podéis ofrecerme?

Rahl el Oscuro extendió sus refulgentes brazos y respondió:

— La inmortalidad.

Richard estaba demasiado enfadado para reír.

— ¿Cuándo sucumbiste al engaño de que creería algo de lo que dijeras?

— Es cierto, Richard —susurró Rahl—. Te lo podemos conceder.

— El hecho de que algunas Hermanas se hayan creído tus mentiras no significa que yo vaya a hacerlo.

— Somos el Custodio del inframundo. Controlamos la vida y la muerte. Podemos ofrecerte la inmortalidad, especialmente a alguien con tu magia. Podrías convertirte en el señor del mundo de la vida, lo que yo habría sido si no hubieras interferido.

— No me interesa. ¿Tienes algo mejor que eso?

La cruel sonrisa de Rahl el Oscuro se hizo más amplia y sus cejas se alzaron.

— Oh, pues claro que sí, hijo mío.

La figura trazó un arco con el brazo encima del círculo de arena. La reluciente luz formó la imagen de una persona arrodillada hacia adelante.

Kahlan.

Llevaba su vestido de Confesora y estaba arrodillada. Tenía el pelo corto, como en la visión que tuviera en la torre. Una lágrima se le escapó de los ojos, cerrados, cuando alguien le aplastó la mejilla contra el tajo del verdugo. Los labios de la mujer pronunciaron su nombre y dijo que le quería. Richard sintió cómo el corazón le latía con fuerza.

— El dragón está herido, Richard. No podrá llevarte a Aydindril a tiempo. No podrás llegar. Sólo la salvarás si te ayudamos.

— ¿Qué quiere decir «ayudar»?

— Ya te he dicho que tengo poder sobre la vida y la muerte. Sin nuestra ayuda eso es lo que le ocurrirá esta tarde, ante su pueblo.

Nuevamente extendió una reluciente mano. El ancho filo del hacha brilló en el aire, sobre Kahlan. El hacha descendió hasta clavarse en el tajo, lanzando un chorro de sangre. Richard se estremeció.

La cabeza de Kahlan cayó. Bajo su cuerpo se formó un brillante charco de sangre que empapó la arena y el vestido. El cuerpo se inclinó a un lado.

— ¡Nooooo! —chilló Richard, apretando los puños—. ¡Nooooo!

Rahl el Oscuro hizo un gesto sobre el cuerpo, que volvió a convertirse en centelleante luz y desapareció.

— Del mismo modo que he borrado la visión de lo que ocurrirá esta tarde, puedo borrar la realidad. Únete a nosotros y ambos seréis inmortales.

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