Terry Goodkind - La Sangre de la Virtud. El Caminante de los Sueños
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Richard abrió a la fuerza las garras y extrajo la pierna de Kahlan. A continuación arrojó el rojo brazo por el borde. Kahlan se desplomó entre sus brazos, jadeando, demasiado agotada para hablar.
Pese al dolor, Richard sintió una embriagadora sensación de alivio.
— ¿Por qué no has usado tu poder… el rayo?
— En el interior del Alcázar no funcionaba, y una vez fuera esa bestia me dejó sin sentido. ¿Por qué no usaste tú tu poder? ¿Por qué no lanzaste uno de esos temibles rayos negros, como en el Palacio de los Profetas?
— No lo sé. No sé cómo funciona el don. Tiene algo que ver con el instinto. No puedo usarlo siempre que quiero. —El joven le acariciaba el pelo con los ojos cerrados—. Ojalá Zedd estuviera aquí. Él me enseñaría a usarlo y a controlarlo. Lo echo tanto de menos…
— Lo sé —susurró ella.
Por encima de los jadeos de Kahlan percibía en la lejanía gritos y el entrechocar del acero. Asimismo olía a humo. De hecho, formaba una bruma.
Haciendo caso omiso del punzante dolor en el hombro, ayudó a Kahlan a levantarse, y ambos corrieron hasta un cambio de rasante desde el que se divisaba la ciudad, a los pies de la montaña. Se detuvieron bruscamente en el borde. Kahlan ahogó un grito.
Horrorizado, Richard cayó de hinojos y susurró:
— Queridos espíritus, ¿qué he hecho, qué he hecho?
53
— ¡Es lord Rahl! —El grito se fue propagando por la multitud de tropas de D’Hara—. ¡Agrupaos! ¡Es lord Rahl!
Los vítores resonaron en el aire vespertino. Miles de voces se alzaron sobre el fragor de la batalla y las armas se levantaron hacia el humeante aire.
— ¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl! ¡Lord Rahl!
Un adusto Richard marchó entre los soldados de la retaguardia. Hombres heridos o sangrando se ponían de pie tambaleándose y se unían a la muchedumbre que lo seguía.
A través de la bruma de acre humo, Richard distinguió más allá de las calles en pendiente la terrible batalla que libraban las tropas de D’Hara. Un mar rojo —la Sangre de la Virtud— anegaba la ciudad y obligaba a retroceder a los oscuros uniformes d’haranianos. Llegaba desde todas direcciones, implacable e imparable.
— Deben de ser más de cien mil —comentó Kahlan en voz baja.
Richard había enviado a cien mil soldados en pos de Kahlan. Esa fuerza se hallaba a semanas de distancia de la ciudad. Había enviado lejos a casi la mitad de la milicia de Aydindril. Y la Sangre de la Virtud se aprovechaba de su error.
No obstante, quedaban suficientes d’haranianos en la ciudad para hacerles frente. Algo raro ocurría.
Seguido por una creciente muchedumbre de heridos que se arrastraban tras él Richard llegó donde parecía librarse lo más encarnizado de la batalla. La Sangre de la Virtud atacaba desde todas partes. El Bulevar de los Reyes estaba en llamas. Rodeado por el mar de uniformes oscuros el Palacio de las Confesoras se alzaba en todo su blanco esplendor.
Los oficiales corrieron hacia él, contentos de verlo pero inquietos por el curso de la batalla. Los chillidos que sonaban desde la lucha le quemaban por dentro.
— ¿Qué sucede? —preguntó con una calma que a él mismo le sorprendió—. Son soldados d’haranianos. ¿Por qué retroceden? El enemigo no los supera en número. ¿Por qué la Sangre de la Virtud ha llegado tan dentro de la ciudad?
— Mriswith —se limitó a responder el curtido comandante.
Richard apretó los puños. Los soldados nada podían hacer contra los mriswith. Un mriswith podía matar docenas de ellos en cuestión de pocos minutos. Y Richard había visto las largas hileras de mriswith que entraban en la sliph; cientos de ellos.
Tal vez al principio el enemigo no los superaba en número, pero tantas habían sido las bajas que el signo de la batalla había cambiado.
Las voces de los espíritus empezaron a hablarle, ahogando con sus voces los alaridos de dolor. Alzó la vista hacia el apagado disco solar que el humo ocultaba y calculó que les quedaban dos horas de luz.
Su mirada se encontró con la de tres de sus tenientes.
— Tú, tú y tú. Reunid a los hombres necesarios, escoltad a la Madre Confesora, mi reina, hacia palacio y protegedla.
La expresión de sus ojos revelaba bien a las claras la gravedad de la misión que les encomendaba y hacía innecesaria cualquier advertencia sobre las consecuencias del fracaso.
Kahlan gritó una protesta. Richard desenvainó la espada.
— Lleváosla.
Los tenientes se apresuraron a obedecer y se llevaron a Kahlan, que no dejaba de gritar. Pero Richard no la miraba ni oía sus palabras. Ya se había sumergido en la furia viva. Magia y muerte danzaban peligrosamente en sus ojos. Los soldados guardaban silencio y fueron dejándole espacio.
Richard manchó la hoja con la sangre de su brazo para que empezara a paladearla. La furia aumentó.
Volvió la cabeza; los ojos de la muerte buscaban a los muertos vivientes. Inmerso en la tempestad desatada por la ira de la espada y la suya propia, no oía nada excepto el aullido de la furia en su interior, pero sabía que aún no era suficiente. Fue derribando sucesivamente todas las barreras y liberó toda la magia, sin reprimirla en modo alguno. Se fundió con los espíritus, con la magia, con su anhelo. Era el verdadero Buscador, y más.
Era el portador de la muerte encarnado.
Empezó a abrirse paso hacia el frente entre los soldados vestidos con cuero oscuro que se batían valientemente con hombres ataviados con capas de color carmesí y reluciente armadura, que habían roto las líneas. También luchaban tenderos de la ciudad con espadas, jóvenes con picas e incluso simples muchachos con porras.
A medida que avanzaba únicamente mataba a los Sangre de la Virtud que trataban de cortarle el paso. Su enemigo era algo más mortífero.
Al llegar al centro de la refriega, saltó por encima de un carro volcado. Un enjambre de d’haranianos lo rodeó para protegerlo. Su mirada de halcón recorrió la escena con propósito mortal.
Ante él un mar de capas rojas inundaba la oscura orilla de d’haranianos muertos. El número de víctimas era atroz, pero Richard se hallaba sumergido en la magia, por lo que cualquier cosa que no fuera el enemigo se consumía en las llamas de su furia.
Algo en lo más profundo de su mente gritaba al ver tanta muerte, pero ese grito quedaba ahogado por los vientos de su ira.
Primero los sintió y luego los vio. Como rachas de viento segaban las vidas de sus soldados y recogían una cosecha de muerte. Tras ellos atacaba la Sangre de la Virtud y arrollaba a los diezmados d’haranianos.
Richard alzó la espada y se tocó la frente con la ensangrentada hoja. Todo su ser se abandonó a ella.
— Espada, no me falles hoy —susurró.
Era el portador de la muerte.
— Muerte, danza conmigo. Estoy listo.
Las botas del Buscador golpearon la calle. De algún modo los instintos de todos los anteriores poseedores de la espada se fundieron con los suyos, así como su conocimiento, experiencia y habilidad.
Dejó que la magia lo guiara, aunque lo que lo impulsaba eran las tempestades de furia y su voluntad. Liberó el anhelo de matar y se deslizó entre los combatientes.
Hábil como la misma muerte, la espada segó la vida del primer mriswith que encontró.
«No malgastes fuerzas matando a enemigos que otros pueden matar -le aconsejaron los espíritus—. Mata a quienes ellos no pueden.»
Richard hizo caso del consejo y fue localizando a los mriswith mediante su sexto sentido. Algunos se ocultaban bajo las capas. Danzaba con la muerte, y en ocasiones la muerte encontraba a los mriswith sin que éstos pudieran siquiera verlo. Mataba sin malgastar esfuerzos en estocadas inútiles ni movimientos fallidos.
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