Robert Jordan - El señor del caos

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Rand se esfuerza por unir a las naciones para combatir al Oscuro al tiempo que sortea las trampas que los Renegados tienden a la desprevenida raza humana. Pero además tiene que enfrentarse a los Hijos de la Luz, cuyo capitán general se propone desprestigiarlo y dirigir la batalla contra la Sombra. Por su parte, las Aes Sedai buscan a Rand para ofrecerle su apoyo, aunque éste sospecha que su verdadera intención es usarlo para sus propios fines.

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Las dos mujeres se encogieron. Daise Congar, la Zahorí de Campo de Emond, no toleraba esta clase de tonterías. De hecho, llegaría mucho más allá de no tolerarlo simplemente. Empero, hicieron una reverencia al tiempo que musitaban un triste «sí, milady» al unísono. Muy pronto, si no ya, lamentarían amargamente hacerle perder tiempo a Daise.

«Y a mí», pensó firmemente Faile. Todo el mundo sabía que rara vez Perrin atendía en audiencia; en caso contrario, estas mujeres jamás habrían llevado allí su absurdo «problema». Si su marido hubiese estado donde le correspondía, Rhea y Sharmad se habrían escabullido en lugar de airearlo delante de él. Faile esperaba que el calor tuviese a Daise de un humor de perros. Lástima no poder poner a Perrin en manos de la Zahorí.

Cenn Buie reemplazó a las dos mujeres casi antes de que éstas hubiesen salido arrastrando los pies. A despecho de ir apoyado pesadamente en un bastón tan nudoso como él, se las ingenió para hacer una florida reverencia que después echó a perder al pasarse los huesudos dedos entre el cabello lacio y escaso. Como siempre, daba la impresión de que hubiese dormido con la burda chaqueta marrón puesta.

—Que la Luz brille sobre vos, mi señora Faile, y sobre vuestro venerado esposo, lord Perrin. —Las grandilocuentes palabras sonaban raras con su voz rasposa—. Permitidme añadir a los del Consejo mis mejores deseos de constante felicidad. Vuestra inteligencia y belleza alegran nuestras vidas, como lo hace la justicia de vuestros dictámenes.

Faile tamborileó los dedos en el brazo del sillón sin poder evitarlo. Floridas alabanzas en lugar de sus habituales rezongos agrios. Recordándole que él formaba parte del Consejo de Pueblo de Campo de Emond y, por ende, que era un hombre con influencia, digno de respeto. Y buscando despertar compasión con ese bastón; el techador era tan ágil como cualquier hombre con la mitad de edad que él. Quería algo.

—¿Qué asunto me traéis hoy, maese Buie?

Cenn se puso erguido, olvidando apoyarse en el bastón; y olvidando no dar el habitual tono agrio a su voz.

—Se trata de todos esos forasteros que llegan en avalancha y nos traen todo tipo de cosas que no queremos aquí. —Por lo visto había olvidado que ella también era forastera; la mayor parte de Dos Ríos lo había olvidado—. Costumbres raras, milady. Ropas indecentes. Las mujeres os hablarán sobre la forma en que esas descaradas domani se visten, si es que no os lo han dicho ya. —Algunas lo habían hecho ya, en efecto, aunque un fugaz brillo en los ojos de Cenn reveló que el viejo lo sentiría si ella accedía a las demandas de las mujeres del pueblo—. Forasteros quitándonos la comida de la boca, arrebatándonos nuestros medios de vida. Ese tipo tarabonés y su absurda fabricación de baldosas y tejas, por ejemplo. Dando ocupación a peones a los que se podría poner a hacer un trabajo útil. Le importa un pimiento la buena gente de Dos Ríos. Vaya, pero si…

Faile siguió abanicándose y dejó de escucharlo aunque en apariencia le prestaba gran atención; era una habilidad que su padre le había enseñado, necesaria en momentos como ése. Por supuesto. Las tejas de maese Hornval competirían con el techado de bálago de Cenn.

No todo el mundo opinaba lo mismo que Cenn respecto a los recién llegados. Haral Luhhan, el herrero de Campo de Emond, se había asociado con un cuchillero domani y un estañador del llano de Almoth, y maese Aydaer había contratado a tres hombres y dos mujeres que sabían fabricar muebles, así como tallar y dorar madera, aunque ciertamente no había oro por allí para tal menester. Los sillones de Perrin y de ella eran obra de ellos, un trabajo fino como cualquiera de los que Faile había visto. De hecho, el propio Cenn había cogido media docena de ayudantes, y no todos eran oriundos de Dos Ríos; muchos tejados habían ardido cuando los trollocs atacaron, y se estaban levantando casas nuevas por doquier. Perrin no tenía derecho a dejarla sola para escuchar estas tonterías.

Las gentes de Dos Ríos lo habían proclamado su señor —cosa lógica después de que los hubiese conducido a la victoria sobre los trollocs— y él estaba empezando a darse cuenta de que no podía cambiarlo, algo que quedaba muy claro cuando hacían reverencias y lo llamaban lord Perrin en su cara nada más haberles dicho que no lo hicieran, pero todavía se negaba en redondo a dejarse enredar en la parte incómoda que conllevaba ser un señor, todas esas cosas que la gente esperaba de sus lores y ladis. Y, lo que era peor, rehusaba ocuparse de sus deberes como señor. Faile sabía mucho de eso al ser la hija menor de Davran t’Ghaline Bashere, señor de Bashere, Tyr y Sidona, Defensor de la Tierra Interior, mariscal de la reina Tenobia de Saldaea. Cierto, ella había escapado para convertirse en cazador del Cuerno de Valere, y posteriormente renunció a ello por un esposo, lo que a veces todavía la asombraba, pero recordaba bien esas obligaciones. Perrin la escuchaba cuando se las explicaba e incluso asentía en los momentos adecuados, pero intentar que hiciese cualquiera de estas tareas era como intentar hacer que un caballo bailara el sa’sara.

Finalmente a Cenn se le acabó su retahíla de protestas farfulladas, y sólo en el último momento se tragó el improperio que tenía en la punta de la lengua.

—Perrin y yo elegimos tejado de bálago —manifestó sosegadamente Faile y, mientras Cenn asentía con satisfacción, añadió—: Todavía no lo habéis terminado. —El viejo dio un respingo—. Al parecer os habéis hecho cargo de más tejados de los que podéis abarcar, maese Buie. Si el nuestro no está acabado pronto, me temo que tendremos que pedirle a maese Hornval que lo haga con sus tejas. —La boca de Cenn se movió sin dar voz a su protesta. Si la señora ponía tejas en la casona, otros seguirían su ejemplo—. He disfrutado con vuestra conversación, pero estoy segura de que preferiréis terminar mi tejado que perder el tiempo con charlas ociosas, por agradables que sean.

Con los labios apretados, Cenn se tornó ceñudo un instante y luego hizo una reverencia apenas esbozada. Mascullando algo ininteligible excepto un forzado «milady» al final, salió de la estancia con aire ofendido y dando golpes en el suelo con su bastón. ¡Qué cosas se inventaba la gente para hacerle perder el tiempo! Perrin cumpliría con su parte en esto aunque para ello tuviera que atarlo de pies y manos.

Las otras peticiones no fueron tan enojosas. Una mujer antaño fornida, a la que el vestido zurcido y con flores bordadas le colgaba como un saco, que venía desde Punta de Toman, más allá del llano de Almoth, deseaba dedicarse a preparar remedios y hierbas curativas. El fornido Jon Ayellan, rascándose la calva cabeza, y el delgaducho Thad Torfinn, retorciendo las solapas de la chaqueta, se disputaban los límites de sus tierras. Dos atezados domani, con largos chalecos de cuero y barbas muy recortadas, eran mineros que creían haber encontrado indicios de que hubiese oro y plata en las cercanías, cuando venían a través de las montañas; y también hierro, aunque en eso estaban menos interesados. Y, por último, una enjuta tarabonesa, que cubría su estrecho semblante bajo un velo transparente y llevaba peinado el cabello rubio con multitud de finas trenzas, que afirmaba haber sido una maestra tejedora de alfombras y que sabía cómo organizar un telar para fabricarlas.

A la mujer interesada en las hierbas Faile la mandó al Círculo de Mujeres local; si Espara Soman, que así se llamaba, conocía realmente este tema, la pondrían a cargo de alguna de las Zahoríes del pueblo. Con tanta gente nueva que llegaba para instalarse, la mayoría en malas condiciones tras el viaje, las Zahoríes de Dos Ríos contaban al menos con una o dos aprendizas, y todas estaban a la expectativa para tener más. Tal vez no era exactamente lo que Espara deseaba, pero sí como debía empezar. Unas cuantas preguntas dejaron claro que ni Thad ni Jon recordaban exactamente dónde estaban los límites de sus tierras —por lo visto llevaban discutiendo por ello desde antes de que Faile hubiera nacido— de modo que les mandó que dividieran la diferencia; cosa que, aparentemente, era lo que ambos habían pensado que decidiría el Consejo del Pueblo y la razón de que hubiesen mantenido la disputa entre ellos durante tanto tiempo sin sacarla a la luz.

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