Robert Jordan - El señor del caos

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Rand se esfuerza por unir a las naciones para combatir al Oscuro al tiempo que sortea las trampas que los Renegados tienden a la desprevenida raza humana. Pero además tiene que enfrentarse a los Hijos de la Luz, cuyo capitán general se propone desprestigiarlo y dirigir la batalla contra la Sombra. Por su parte, las Aes Sedai buscan a Rand para ofrecerle su apoyo, aunque éste sospecha que su verdadera intención es usarlo para sus propios fines.

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La heredera del trono sofocó la chispa de indignación que afloraba dentro de sí — ¡Min era tan súbdita del Trono del León como Nynaeve!— y recostó la cabeza en el tronco del árbol.

—Hablemos de algo alegre.

El sol estaba alto y sus ardientes rayos pasaban a través del ramaje; el cielo era un limpio manto azul, sin asomo de nubes. Siguiendo un impulso, Elayne se abrió al saidar y dejó que la llenara, como si todo el gozo de la vida en el mundo hubiese sido destilado y cada gota de sangre en sus venas fuese reemplazada con esa esencia. Si fuera capaz de crear una sola nube, sería la señal de que todo saldría bien: su madre estaría viva; Rand la amaría; y Moghedien… Bueno, tendría su merecido, de algún modo. Urdió un tenue tejido en el cielo hasta donde alcanzaba a ver, utilizando Aire y Agua, buscando la humedad para formar una nube. Si pudiera esforzarse lo suficiente… La dulzura se tornó de repente en algo muy próximo al dolor, la señal de peligro; absorber demasiado Poder podía tener como consecuencia que se neutralizara a sí misma. Sólo una nube pequeña.

—¿Algo alegre? —repitió Min—. Bueno, sé que no quieres hablar de Rand; pero, aparte de su relación con nosotras, sigue siendo el tema más importante en el mundo ahora mismo. Y el más alegre. Los Renegados mueren cuando aparece él, y las naciones hacen fila para rendirle pleitesía. Las Aes Sedai de aquí están dispuestas a apoyarlo. Lo sé, Elayne; no tienen más remedio. Vaya, pero si lo próximo será que Elaida le entregue la Torre. La Última Batalla será un paseo para él. Está venciendo, Elayne. Estamos venciendo.

La heredera del trono interrumpió el contacto con la Fuente y encorvó los hombros. Contempló fijamente el cielo, con un repentino desánimo. No era preciso poder encauzar para advertir la mano del Oscuro en lo que ocurría, y si podía alcanzar de ese modo al mundo, incluso si sólo tenía acceso a él…

—¿De veras? —dijo, aunque demasiado bajo para que Min pudiese oírla.

La casona todavía no estaba acabada, con los altos paneles de madera del gran salón de tono pálido sin pulir, pero Faile Bashere t’Aybara celebraba audiencia todas las tardes, como era lo correcto para la esposa del señor, en un enorme sillón de respaldo alto con halcones tallados, delante de una chimenea apagada que tenía una réplica exacta al otro extremo de la estancia. El sillón vacío que había a su lado, con tallas de lobos y una gran cabeza de lobo coronando el respaldo, debería haber estado ocupado por su esposo, Perrin t’Bashere Aybara, Perrin Ojos Dorados, Señor de Dos Ríos.

Naturalmente, la casona no era más que una granja grande cuyo salón apenas superaba los quince pasos —¡qué cara puso Perrin cuando ella insistió en que fuera tan grande!; todavía seguía considerándose un herrero o incluso un aprendiz de herrero— y su nombre de pila era Zarina, no Faile. Pero estas cosas carecían de importancia. Zarina era un nombre apropiado para una mujer lánguida que suspiraba trémulamente con los poemas compuestos a su sonrisa. Faile, el nombre que había elegido tras su juramento como cazadora del Cuerno de Valere, significaba halcón en la Antigua Lengua. Nadie que mirase bien su rostro, con la enérgica nariz, los altos pómulos y los oscuros ojos sesgados que centelleaban cuando estaba furiosa, dudaría que le iba mucho más. En cuanto al resto, las intenciones contaban mucho. Al igual que lo adecuado y correcto.

En ese momento sus ojos chispeaban. No tenía nada que ver con la testarudez de Perrin, y muy poco con el calor reinante, tan impropio de la estación. Aunque, a decir verdad, tener que estar moviendo un abanico de plumas de faisán para combatir el sudor que le humedecía las mejillas tampoco ayudaba a mejorar su malhumor.

A esa hora avanzada de la tarde quedaban pocas personas de la multitud que había acudido para que mediara en sus disputas. De hecho, habían ido para que Perrin diera el dictamen, pero la idea de emitir un juicio sobre asuntos de personas entre las que había crecido lo aterrorizaba. A menos que Faile se las ingeniara para acorralarlo, su marido desaparecía como un lobo en la niebla cuando llegaba la hora de la audiencia diaria. Por fortuna, a la gente no le importaba cuando los atendía lady Faile en lugar de lord Perrin. O no le importaba a casi nadie, y esos pocos eran lo bastante listos para disimularlo.

—De modo que eso es lo que queréis que dirima —manifestó en voz fría. Las dos mujeres sudorosas que estaban plantadas delante de su sillón rebulleron con inquietud, sin apartar los ojos de las tablas enceradas del suelo.

Las opulentas curvas de la cobriza Sharmad Zeffar estaban cubiertas, aunque ni mucho menos ocultas, por un vestido domani de seda con cuello alto pero apenas opaco, de color dorado pálido y gastado en el repulgo y los puños, todavía con pequeñas manchas de viaje imposibles de quitar; la seda era seda, al fin y al cabo, y rara vez se lucía allí. Las patrullas que entraban en las Montañas de la Niebla, a la caza de los supervivientes trollocs de la invasión del verano pasado, habían encontrado pocas de estas criaturas bestiales —y ningún Myrddraal, gracias a la Luz—, pero sí hallaban refugiados casi a diario: diez aquí, veinte allí, cinco en alguna otra parte. La mayoría venía del llano de Almoth, pero bastantes procedían de Tarabon y, como en el caso de Sharmad, de Arad Doman, todos huyendo de países destruidos por la anarquía además de la guerra civil. Faile no quería pensar cuántos habrían muerto en las montañas; sin calzadas o incluso senderos, la cordillera no era un territorio fácil por el que viajar ni siquiera en las mejores condiciones, y las actuales estaban lejos de serlo.

Rhea Avin no era refugiada a pesar de que llevaba puesto un vestido de estilo tarabonés de un fino tejido de lana, con los suaves pliegues grises moldeando y resaltando sus formas casi tanto como el atuendo más revelador de Sharmad. Quienes sobrevivían al largo viaje por las montañas traían consigo rumores muy inquietantes, habilidades desconocidas en Dos Ríos y manos para trabajar las tierras despobladas por los trollocs. Rhea era una mujer bonita, de rostro redondo, que había nacido a menos de cuatro kilómetros de donde ahora se alzaba la casona; llevaba el oscuro cabello peinado en una gruesa trenza que le llegaba a la cintura. En Dos Ríos, las chicas no se trenzaban el pelo hasta que el Círculo de Mujeres decía que eran lo bastante mayores para casarse, ya tuvieran quince años o treinta, aunque muy pocas llegaban a los veinte antes de poder trenzárselo. De hecho, Rhea debía de ser por lo menos cinco años mayor que Faile y llevaba sus buenos cuatro años con el cabello trenzado, pero, a juzgar por su actitud en aquel instante, habríase dicho que todavía lo llevaba suelto sobre los hombros y que acababa de darse cuenta de que lo que le había parecido una idea maravillosa en su momento en realidad era lo más estúpido que podía haber hecho. A decir verdad, Sharmad parecía incluso más avergonzada aunque le sacaba uno o dos años a Rhea; para una domani debía de ser humillante encontrarse en una situación como ésa. Faile tenía ganas de darles buenos bofetones a las dos, pero ése no era el comportamiento de una señora.

—Un hombre —continuó con el tono más impasible que consiguió adoptar— no es un caballo ni un campo. Ninguna de las dos puede poseerlo, y pedirme que decida yo cuál de vosotras tiene derecho a él… —Inhaló lentamente—. Si pensara que Wil al’Seen os ha estado engañando a las dos con falsas esperanzas, entonces tendría algo que opinar al respecto. —A Wil se le iban los ojos tras las mujeres; y los de las mujeres tras él (tenía buenas pantorrillas), pero jamás hacía promesas. Sharmad parecía deseosa de que el suelo se la tragara; las domani tenían reputación de tener a los hombres comiendo de su mano, no al contrario—. Pero, no siendo ése el caso, éste es mi dictamen: las dos os presentaréis ante la Zahorí y le explicaréis el asunto sin dejar fuera nada. Ella se encargará del asunto. Espero tener noticias de que os ha visto antes de la caída de la noche.

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