Tristezas de Bay City
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– Fantastica -replique-. Hay un poco de bruma, pero a mi me va. Suaviza el ambiente y…
Me interrumpio bruscamente y pregunto: -?Donde esta el otro? -?Como dice?…
– Forastero, no se pase de listo. Vi un cigarrillo en el lado derecho de su coche.
– Era yo -asegure-. Ignoraba que esta prohibido fumar en el lado derecho del coche.
– Venga ya, listillo.?Quien es y que hace aqui? Su rostro grueso y seboso reflejaba la luz tamizada por el aire suave y neblinoso.
– Me llamo O’Brien -respondi-. Acabo de llegar de San Mateo y estoy haciendo un viaje de recreo.
Tenia la mano muy cerca de la cadera.
– Muestreme su permiso de conducir.
Estaba lo bastante cerca para cogerlo si ambos estirabamos los brazos.
– Antes quiero ver lo que le da derecho a mirar mi carne.
Movio bruscamente la mano derecha. Saque el arma del cinturon y le apunte a la tripa. Su mano se detuvo como si estuviera congelada en un bloque de hielo.
– Puede que usted sea un atracador -dije-. Todavia se hace el truco con placas de niquel.
El hombre quedo paralizado, casi sin respiracion. Pregunto con dificultad: -?Tiene licencia para portar ese cacharro?
– Para todos los dias de la semana. Si me muestra su placa lo guardare. No usa el zumbador en el despacho donde pasa el dia sentado,?verdad?
Siguio inmovil un minuto mas. Luego miro calle abajo como si esperara que apareciera otro coche. A mis espaldas, en la parte trasera de mi vehiculo, se oia una respiracion suave y sibilante. Ignoro si el hombre fornido la oyo o no. Su respiracion era tan pesada como para planchar una camisa.
– Venga ya, dejese de bromas -espeto con subita violencia-. No es mas que un piojoso detective de Los Angeles.
– He subido de categoria -puntualice-. Ahora me pagan mas. -?Vayase a la mierda! Por si no lo sabe, no queremos fisgones en Bay City. Esta vez me limito a advertirselo -dio media vuelta, regreso a su cupe y apoyo el pie en el estribo. Giro lentamente su grueso cuello y una vez mas vi su piel grasienta-. Vayase al infierno antes de que lo enviemos a Los Angeles en un cajon.
– Hasta nunca, Cara Sebosa -respondi-. Encantado de haberlo conocido con los pantalones bajados.
Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 17 – Entro en el cupe, dio un portazo, arranco violentamente y se alejo. En un abrir y cerrar de ojos se perdio calle abajo.
Subi a mi coche y solo me aventajaba en una manzana cuando el cara grasienta hizo el stop en Arguello Boulevard. Giro a la derecha. Yo torci a la izquierda. Muneco Kincaid se irguio y apoyo el menton en el respaldo del asiento, junto a mi hombro. -?Sabe quien es? -pregunto tembloroso-. Se trata de Gatillo Weems, el brazo derecho del jefe. Podria haberle disparado.
– Y Fannie Brice podria haber tenido la nariz chata -dije-. No falto mucho para que lo hiciera.
Conduje unas manzanas mas y pare para que Kincaid se sentara a mi lado. -?Donde tiene el coche? -pregunte. Cogio su arrugado sombrero de reportero, lo golpeo sobre la rodilla y volvio a calarselo. -?Donde quiere que lo tenga? En el ayuntamiento, en el estacionamiento de la policia. -?Que pena! -exclame-. Tendra que coger el autobus a Los Angeles. De vez en cuando deberia pasar una noche con su hermana, sobre todo esta.
Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 18 -
LA PELIRROJA
La carretera serpenteaba, descendia y se encumbraba a lo largo de las estribaciones de las colinas: una dispersion de luces hacia el noroeste y una alfombra luminosa hacia el sur. Desde ese sitio los tres muelles parecian muy lejanos, delgados lapices de luz apoyados en un cojin de terciopelo negro. Habia niebla en los canones y olia a hierbas silvestres, pero no se veia bruma en el terreno elevado entre las gargantas.
Pase frente a una pequena y oscura gasolinera que por la noche cerraba, descendi por otro canon ancho y subi a lo largo de un kilometro de alambrada que rodeaba una finca invisible.
Las casas dispersas quedaron aun mas espaciadas en las colinas y percibi un penetrante olor a mar. Gire a la izquierda despues de una casa con un blanco torreon redondo y conduje entre las unicas luces que habia en varios kilometros a la redonda hasta un edificio de estuco que colgaba de una punta situada sobre la carretera de la costa. La luz se filtraba desde las ventanas con cortinas, a lo largo de la columnata de estuco con arcos y brillaba debil en un nutrido grupo de coches estacionados en diagonal alrededor del jardin ovalado.
Se trataba del Club Conried. No sabia exactamente que haria alli, pero me parecio que debia visitarlo. El doctor Austrian seguia deambulando por barrios desconocidos y visitaba pacientes anonimos. En el servicio medico de urgencias me informaron que solia llamar alrededor de las once. Eran las diez y cuarto.
Estacione y cruce la columnata. Un negro de metro ochenta, con uniforme de mariscal de campo digno de una opera bufa sudamericana, abrio la mitad de una ancha puerta enrejada y dijo:
– Senor, su tarjeta, por favor.
Deje caer un dolar en la palma de su mano color lila. Enormes nudillos de ebano rodearon el billete como una linea de arrastre sobre un cubo de guijarros. Con la otra mano me quito una pelusa de la hombrera izquierda y coloco una placa de metal detras del panuelo que adornaba el bolsillo de mi chaqueta.
– El nuevo jefe de planta es muy estricto -susurro-. Gracias, senor.
– Querra decir cabron -espete y pase a su lado. El vestibulo, al que llamaban foyer, parecia un decorado de la MGM que representaba un club nocturno de las melodias de Broadway de 1890. Gracias a la iluminacion artificial, parecia haber costado un millon de dolares y ocupaba el mismo espacio que un campo de polo. La alfombra no me hizo cosquillas en los tobillos. En el fondo vi una pasarela de cromo semejante a la de un barco, que subia hasta la entrada del comedor. En lo alto, el jefe de camareros, un italiano gordinflon, estaba en pie con la sonrisa forzada, una tira de raso de cinco centimetros en los pantalones y unas cuantas cartas de restaurante doradas bajo el brazo.
Habia una escalera de arcos caprichosos y con la barandilla como los barrotes de un trineo pintado con esmalte blanco. Sin duda subia hasta las salas de juego de la primera planta. El techo incluia estrellas que centelleaban. Al lado de la entrada al bar, oscuro y ligeramente morado corno una pesadilla apenas recordada, se alzaba un inmenso espejo dorado empotrado en un tunel blanco y coronado por un tocado egipcio. Delante, una mujer vestida de verde acicalaba su cabellera rubia metalizada. El escote de la espalda de su vestido de noche era tan marcado que lucia un lunar negro en los musculos lumbares, aproximadamente tres centimetros por debajo de donde habria tenido la cinturilla de las bragas, si las hubiera llevado.
Una recepcionista con traje de pantalon color melocoton y pequenos dragones negros se acerco a coger mi sombrero y a mirar mi vestimenta con expresion desaprobadora. Tenia los Chandler, Raymond Tristezas de Bay City – 19 – ojos tan negros, brillantes e inexpresivos como las punteras de los zapatos de charol. Le di veinticinco centavos y conserve el sombrero. Una cigarrera cuya bandeja tenia el tamano de una bombonera de tres kilos se contoneo por la pasarela. Llevaba plumas en el pelo, ropa suficiente para esconderse detras de un sello de correos y tenia una larga, hermosa y desnuda pierna pintada en dorada y la otra en plateado. Denotaba la actitud fria y desdenosa de una mujer que tiene tantos compromisos que ha de pensarselo dos veces antes de aceptar un encuentro imprevisto con un maraja que se presenta con una cesta de rubies bajo el brazo.
Ingrese en el suave crepusculo morado del bar. Los vasos tintineaban delicadamente. Se oian voces apagadas, acordes en el piano del rincon y a un tenor de la acera de enfrente que cantaba «My Little Buckeroo» con la misma intimidad con la que un barman prepara un coctel. Gradualmente llegue a ver en medio de esa luz mortecina. El bar estaba bastante concurrido, pero no llegaba a estar apinado. Un hombre rio desafinado y el pianista manifesto su malestar haciendo un recorrido por el teclado con el pulgar, al estilo de Eddie Duchin.
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