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Orson Card: Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón

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Orson Card Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón

Observadores del pasado: La redención de Cristóbal Colón: краткое содержание, описание и аннотация

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En un futuro no demasiado lejano, un pequeño grupo de científicos e historiadores dedican sus horas a estudiar el pasado con una nueva máquina de observación a través del tiempo, la TruSite II. Por desgracia su mundo es un lugar trágico: la especie humana ha quedado reducida a una población de menos de mil millones de personas tras un siglo de guerras y plagas, de sequía, de inundaciones y de hambrunas. Ha habido demasiadas extinciones, demasiada tierra ha quedado envenenada y baldía. La gente que sobrevive lucha por renovar el planeta, mientras los especialistas observan el pasado en busca de las causas de su terrible presente. Un día, sin embargo, al contemplar la terrible matanza de las tribus caribeñas a manos de los españoles, que conducidos por Cristóbal Colón se dirigen a La Hispaniola, la observadora Tagin descubre que la mujer a quien está estudiando también la ve a ella y, a su vez, interpreta esa imagen como un mensaje de los dioses. ¿Podría alterarse el pasado? ¿Seria correcto que un pequeño grupo de observadores actuara deforma que, de tener éxito, hiciera desaparecer una línea temporal, aunque fuera la suya propia? ¿Se justificaría su acción si, gracias a ella, se evitara la muerte de todo el planeta?

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Y entonces, de repente, la búsqueda se desinició y por primera vez Tagiri pudo ver a Diko tal como podría haber sido: sonriente, riendo, cantando, el rostro lleno de auténtico placer ante la vida que los dioses le habían concedido. Pues allí, en la casa de Diko, Tagiri descubrió por primera vez la pérdida que la había sumido en una tristeza tan profunda durante toda su vida: un niño de ocho años, listo y avispado y feliz. Ella le llamaba Acho y le hablaba constantemente, pues era su compañero en el trabajo y en los juegos. Tagiri había visto madres buenas y madres malas en su paso a través de generaciones, pero nunca un deleite tal de una madre con su hijo, y de un hijo con su madre. El niño también amaba a su padre y aprendía de él todas las cosas de los hombres, como debía ser, pero el marido de Diko no era tan hablador como su esposa y su hijo primogénito, y por eso observaba y escuchaba; disfrutaba viéndolos juntos, y sólo ocasionalmente se unía a sus actividades.

Tal vez fue porque Tagiri había escrutado con tanto suspense a lo largo de tantas semanas, buscando la causa de la tristeza de Diko, o quizá porque había llegado a admirar y amar tanto a Diko durante su largo trato con ella. El caso es que no pudo hacer lo que había hecho antes y continuar sencillamente avanzando hacia atrás, hasta el momento en que Acho surgía del vientre de su madre, hasta el hogar infantil de Diko y su propio nacimiento. La desaparición de Acho había tenido demasiados ecos, no sólo en la vida de su madre, sino en las vidas de todos los miembros de la aldea, para que Tagiri dejara sin resolver el misterio de su desaparición. Diko nunca supo lo que sucedió a su hijo, pero Tagiri tenía los medios para averiguarlo. Y además, aunque eso significara cambiar de dirección y buscar hacia adelante en el tiempo durante una temporada, buscando no a una mujer, sino a un niño, seguía siendo parte de su investigación hacia atrás. Encontraría qué se llevó a Acho y causó la interminable pena de Diko.

Había hipopótamos en las aguas del Koss en aquellos días, aunque era raro encontrarlos tan río arriba. Tagiri temía ver lo que los aldeanos suponían: al pobre Acho destrozado y ahogado en las mandíbulas de un hosco hipopótamo. Pero no fue un hipopótamo. Fue un hombre. Un hombre extraño, que hablaba una lengua que Acho no había oído jamás, aunque Tagiri la reconoció de inmediato como árabe. La piel clara y la barba del hombre, su túnica y su turbante, todo resultó intrigante para el semidesnudo Acho, que había visto sólo a gente con la piel marrón oscura, excepto cuando un grupo de dinkas negriazules fue a cazar cerca del río. ¿Cómo era posible una criatura así? Al contrario que los otros niños, Acho no era de los que se daban la vuelta y huían. Así, cuando el hombre sonrió y le habló en su incomprensible jerigonza (Tagiri sabía que estaba diciendo: «Ven aquí, pequeño, no te haré daño»), Acho se quedó quieto e incluso sonrió.

Entonces el hombre le golpeó con su bastón y lo derribó inconsciente al suelo. Por un momento pareció preocupado por si había matado al niño, pero se tranquilizó al descubrir que Acho respiraba todavía. Entonces el árabe colocó al niño inconsciente en posición fetal, lo metió dentro de un saco, que se cargó al hombro y lo llevó hasta la orilla del río, donde se le unieron otros dos compañeros, también con sacos repletos.

Un esclavista, advirtió Tagiri de inmediato. Creía que no habían llegado tan lejos. Normalmente compraban sus esclavos a los dinkas en el Nilo Blanco, y los cazadores de esclavos dinkas sabían que no era conveniente internarse en las montañas en grupos tan pequeños. Su método era atacar una aldea, matar a todos los hombres y llevarse a los niños pequeños y las mujeres bonitas para venderlos, dejando sólo a las mujeres viejas para llorar por ellos. La mayoría de los negreros musulmanes preferían comprar los esclavos en vez de secuestrarlos ellos mismos. Estos hombres habían roto la pauta. En las antiguas sociedades de mercado que casi destruyeron el mundo, pensó Tagiri, estos hombres habrían sido considerados empresarios vigorosos e innovadores que trataban de sacar un poco más de beneficio eliminando a los intermediarios dinka.

Tagiri pretendía reemprender su observación hacia atrás, regresando a la vida de la madre de Acho, pero descubrió que no podía hacerlo. El ordenador estaba emplazado para encontrar nuevos puntos de observación que siguieran los movimientos de Acho, y Tagiri no extendió la mano para dar la orden que habría regresado al programa anterior. En cambio, observó y observó, avanzando en el tiempo para ver, no qué causaba todo aquello, sino adonde conducía. Qué le sucedería a aquel inteligente y maravilloso hijo que tanto amaba Diko.

Lo que sucedió al principio fue que estuvo a punto de encontrar la libertad… o la muerte. Los negreros fueron tan estúpidos que capturaron sus esclavos remontando el río, aunque no había forma de regresar excepto pasando cerca de las mismas aldeas donde ya habían secuestrado a los niños. En una aldea situada corriente abajo, algunos guerreros lotuko los emboscaron. Los otros dos árabes murieron, y como sus sacos contenían los únicos niños que los aldeanos lotuko buscaban (los suyos propios) permitieron escapar al hombre que llevaba a Acho a la espalda.

El negrero acabó por encontrar el camino hasta la aldea donde dos de sus esclavos negros le aguardaban con camellos. Tras atar al animal el saco que contenía a Acho, los miembros supervivientes de la partida se pusieron en marcha de inmediato. Para indignación de Tagiri, el hombre ni siquiera abrió el saco para ver si el niño seguía vivo.

Y así continuó el viaje Nilo abajo, hasta el mercado de esclavos de Jarrón. El negrero abría el saco que contenía a Acho sólo una vez al día, para verter un poco de agua en la boca del niño. El resto del tiempo el niño cabalgaba en la oscuridad, el cuerpo encogido en posición fetal. Era valiente, pues no lloró nunca, y después de que en varias ocasiones su captor diera repetidas patadas al saco con brutalidad, Acho dejó de suplicar. En cambio, lo soportó todo en silencio, los ojos brillando de miedo. El saco olía ya sin duda a orina y como, al igual que sucedía con la mayoría de los niños de Ikoto, las entrañas de Acho siempre estaban sueltas por la disentería, con toda seguridad apestaba también a heces fecales. Pero todo eso también se secó en el desierto, y como no le daban nada de comer, la suciedad al menos no se renovó. Naturalmente, no iban a permitir que el muchacho saliera del saco para aliviar su vejiga y sus intestinos: podría haber escapado, y el negrero estaba decidido a conseguir algún beneficio de un viaje que había costado la vida a sus dos compañeros. En Jarrón, no resultó ninguna sorpresa que Acho no pudiera caminar durante un día entero. Las palizas, profusamente aplicadas, y una comida de gachas de sorgo pronto le pusieron en pie, y en cuestión de un par de días fue vendido por un precio que, en la economía de Jarrón, hizo rico por un tiempo a su captor.

Tagiri siguió a Acho Nilo abajo, en barco y camello, hasta que finalmente fue vendido en El Cairo. Mejor alimentado entonces, mejor lavado y con un aspecto bastante exótico en la populosa ciudad árabe-africana que era el centro cultural del Islam en aquellos días, Acho alcanzó un precio excelente y se unió a la casa de un rico mercader. Rápidamente aprendió árabe y su amo descubrió su brillante mente y se encargó de que recibiera educación. Con el tiempo se convirtió en el factótum de la casa, atendiéndolo todo mientras el amo estaba fuera en sus múltiples viajes. Cuando el amo murió, su hijo mayor heredó a Acho junto con el resto de los bienes y confió todavía más en él, hasta que Acho tuvo en la práctica el control de todo el negocio. Lo dirigió de forma muy lucrativa, expandiéndose a nuevos mercados y nuevos artículos hasta que la fortuna de la familia se convirtió en una de las mayores de El Cairo. Y cuando Acho murió, la familia lo lloró sinceramente y le dio un honorable funeral, para tratarse de un esclavo.

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