—Querido Hassan, ahora me dices que la historia es una fuerza tan inexorable que no podemos alterar su marcha hacia adelante. Sin embargo, hace un momento me decías que cualquier cambio, por pequeño que fuera, alteraría tanto la historia que desharía nuestra propia época. Explícame por qué esto no es una contradicción.
—Lo es, pero eso no significa que sea falso. La historia es un sistema caótico. Los detalles pueden cambiar interminablemente, pero la forma general sigue siendo constante. Haz un pequeño cambio en el pasado, y eso cambia tantos detalles suficientes en el presente que no habríamos venido juntos a este lugar concreto a ver esta escena concreta. Y sin embargo los grandes movimientos de la historia quedarían intactos.
—Ninguno de nosotros es matemático —dijo Tagiri—. Sólo estamos jugando a la lógica. El hecho es que Putukam nos vio, a ti y a mí. Hay algún tipo de envío desde nuestra época al pasado. Eso lo cambia todo, y pronto los matemáticos descubrirán explicaciones más verdaderas para el funcionamiento de nuestras máquinas del tiempo; entonces veremos qué es posible y qué no lo es. Y si resulta que podemos alcanzar el pasado, de forma deliberada y con un propósito, entonces lo haremos, tú y yo.
—¿Y por qué?
—Porque ella nos vio a nosotros. Porque ella… nos dio forma.
—Rezó para que enviáramos una plaga que eliminara a todos los indios antes de que llegaran los europeos. ¿De verdad vas a tomarte eso en serio?
—Si vamos a ser dioses, entonces creo que tenemos un deber que cumplir con soluciones mejores que las de la gente que nos reza.
—Pero no vamos a ser dioses —dijo Hassan.
—Pareces seguro de eso.
—Porque estoy seguro de que la gente de nuestro tiempo no recibirá con agrado la idea de que nuestro mundo se deshaga para aliviar el sufrimiento de un pequeño grupo de personas muertas hace siglos.
—La palabra no es deshacer —dijo Tagiri—. Sino rehacer.
—Estás aún más loca que los cristianos. Creen que la muerte de un hombre y su sufrimiento mereció la pena porque salvo a toda la humanidad. Pero tú estás dispuesta a sacrificar a la mitad de las personas que han vivido jamás, sólo para salvar a una aldea.
Ella se le quedó mirando.
—Tienes razón —dijo—. Por una aldea no merecería la pena.
Y se marchó.
Era real, lo sabía. El TruSite II había llegado al pasado, y los observadores eran de algún modo visibles por los observados, si sabían dónde mirar, si estaban ansiosos por ver. ¿Qué deberían hacer entonces? Sabía que habría gente que querría cerrar toda la Vigilancia del Pasado para evitar el riesgo de contaminar la historia con resultados impredecibles y posiblemente devastadores en el presente. Y habría otros que confiarían complacientes en las paradojas, creyendo que Vigilancia podría ser vista por gente del pasado sólo en circunstancias donde sin duda no se podría afectar al futuro. Una reacción temerosa desmedida o la negligencia indolente, ninguna de las dos actitudes era apropiada. Hassan y ella habían cambiado el pasado, y el cambio que introdujeron había, de hecho, modificado el presente. Quizá no había cambiado todas las generaciones intermedias desde entonces, pero sin duda los había cambiado a Hassan y a ella. Ninguno de ellos pensaría, haría o diría nada que hubieran pensado, hecho o dicho sin haber oído la oración de Putukam. Habían cambiado el pasado, y el pasado había cambiado el futuro. Las paradojas no lo detenían. La gente de esta época dorada podía hacer más que observar, grabar y recordar.
Si así era, ¿qué había entonces de todo el sufrimiento que había visto a lo largo de todos estos años? ¿Podría haber algún medio de aliviarlo? Y si se podía cambiar, ¿cómo podría ella negarse? La habían formado. Era superstición, no significaba nada, y sin embargo no pudo comer esa noche, no pudo dormir pensando en esa oración cantada.
Tagiri se levantó de su esterilla y consultó la hora. Pasada la medianoche, y no podía dormir. Vigilancia del Pasado permitía a sus trabajadores, dondequiera que viviesen, hacerlo a la manera nativa, y la ciudad de Juba así lo había decidido, en la medida de lo posible. Así que ella dormía sobre juncos tejidos en una choza de frágiles paredes refrescada sólo por el viento. Pero esta noche soplaba la brisa, y la choza estaba fresca, así que no fue el calor lo que la despertó. Fue la oración de la aldea de Ankuash.
Se puso una túnica y se dirigió al laboratorio, donde otro turno también trabajaba hasta tarde: no había horas fijas de trabajo para la gente que jugaba de aquella forma con el fluir del tiempo. Le dijo a su TruSite que le mostrara de nuevo Ankuash, pero después de unos segundos no pudo soportarlo y cambió a otra escena. Colón, desembarcando en la costa de La Española. El naufragio de la Santa María. El fuerte que construyó para albergar a la tripulación que no pudo llevarse de regreso. Era triste ver de nuevo cómo la tripulación intentaba convertir en esclavos a los aldeanos, quienes simplemente escaparon; el secuestro de las jovencitas, las violaciones en masa hasta que las niñas murieron.
Entonces los indios de varias tribus empezaron a contraatacar. No era la guerra ritual para traer a casa víctimas que sacrificar. Ni tampoco una partida de guerra típica de los caribes. Era una nueva clase de guerra, una guerra punitiva. O tal vez no era tan nueva, advirtió Tagiri. Estas escenas, vistas muy a menudo, habían sido traducidas por completo y parecía que los nativos ya tenían un nombre para la guerra de aniquilación. La llamaban la «guerra de la aldea del hombre blanco de la estrella». La tripulación se despertó por la mañana y encontró los trozos de los cuerpos de sus centinelas diseminados por todo el fuerte y quinientos soldados indios ataviados con todo su esplendor dentro de la empalizada. Naturalmente, se rindieron.
Sin embargo, los indios no prepararon a sus cautivos para sacrificarlos. No tenían ninguna intención de convertir en dioses a aquellos miserables violadores, ladrones y asesinos antes de que murieran. No hubo ninguna declaración formularia de «Es como mi amado hijo» cuando cada marino español rué tomado bajo custodia.
No habría ningún sacrificio, pero seguiría habiendo sangre y dolor. La muerte, cuando llegó, fue un dulce alivio. Tagiri sabía que había quienes se solazaban con esta escena, pues fue una de las pocas victorias de los indios sobre los españoles, una de las primeras victorias de la gente oscura sobre los arrogantes blancos. Pero ella no tenía estómago para verla entera; no sentía ninguna alegría ante la tortura y la masacre, aunque las víctimas fueran monstruosos criminales que habían torturado y masacrado a su vez. Tagiri comprendía muy bien que en las mentes de los españoles sus víctimas no eran humanas. «Es nuestra naturaleza —pensó— que cuando queremos disfrutar siendo crueles, debemos transformar a nuestra víctima en una bestia o un dios.» Los marinos españoles convirtieron a los indios en animales; lo único que los indios demostraron, con su amarga venganza, fue que eran capaces de efectuar una transformación idéntica.
Además, no había nada en esa escena que le mostrara lo que quería ver. De modo que envió al TruSite al camarote de Colón en la Niña, donde escribía su carta al rey de Aragón y la reina de Castilla. Hablaba de enormes riquezas en oro y especias, maderas raras, bestias exóticas, vastos reinos nuevos que ser convertidos a la fe de Cristo y muchísimos esclavos. Tagiri lo había contemplado antes, por supuesto, aunque sólo fuera para maravillarse de la ironía de que Colón no viera ninguna contradicción entre prometer a sus soberanos al mismo tiempo esclavos y futuros cristianos entre la misma población. Esa noche, sin embargo, Tagiri halló otra cosa más de la que maravillarse. Sabía de sobras que Colón no había encontrado ninguna gran cantidad de oro, no mucho más de lo que habría encontrado en cualquier pueblecito español donde la familia más rica habría poseído unas cuantas bagatelas. No había comprendido casi nada de lo que los indios le habían dicho, aunque se convenció a sí mismo de que entendía que le decían que había más oro tierra adentro. ¿Tierra adentro? Señalaban al oeste, al otro lado del Caribe, pero Colón no tenía forma de saberlo. No había visto ningún atisbo de las vastas riquezas de los incas o los mexicas: éstas no serían contempladas por los europeos hasta más de veinte años después, y cuando el oro por fin empezara a correr, Colón estaría muerto. Sin embargo, mientras le observaba escribir, se daba la vuelta y luego volvía a contemplarlo, pensó: «No está mintiendo. Sabe que el oro está allí.
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