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Stephen Baxter: Las naves del tiempo

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Stephen Baxter Las naves del tiempo

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El Viajero del tiempo de H.G. Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primera partida al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los Morlock, decide realizar un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero se ve irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del desplazamiento a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania... Una novela sorprendente, repleta de aventuras y especulaciones que ha pretendido, con éxito, homenajear y reexaminar La máquina del tiempo de H.G. Wells.

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Bien, pensé, algo siniestro, ahora había regresado; y estaba decidido a enmendar los errores de mi pasado, o morir en el intento.

Con un bandazo, la máquina salió del tumulto gris, y la luz del sol me bañó, pesada, cálida y directa. Los indicadores cronométricos se detuvieron: era el día 292.495.940, el día exacto, en el año 802.701 d.C., en el que había perdido a Weena.

Me senté en la colina familiar. La luz del sol era brillante, y tuve que protegerme los ojos. Como había activado la máquina en el jardín trasero de la casa en lugar del laboratorio, me encontraba unas veinte yardas más abajo del pequeño campo de rododendros que cuando llegué allí por primera vez. A mi espalda, un poco más alto en la colina, vi la forma familiar de la Esfinge Blanca, con su inescrutable media sonrisa congelada para siempre. La base de bronce seguía cubierta de verdín, aunque aquí y allá podía ver las huellas de mis inútiles intentos de penetrar en la cámara interior, para recuperar la Máquina del Tiempo robada: había aplastado las incrustaciones, y la hierba estaba rota y cortada por donde los Morlocks habían arrastrado la máquina hacia el pedestal.

Comprendí con sorpresa que la máquina robada seguía todavía allí. Me era extraño pensar que otra máquina estaba en la oscuridad de la cámara a pocas yardas de mí, ¡mientras yo estaba sentado en una copia, perfecta en todos sus detalles, que brillaba sobre la hierba!

Quité y me guardé las palancas de control, y bajé. Por el ángulo del Sol, juzgué que debían de ser las tres de la tarde, y el aire era cálido y húmedo.

Para tener una mejor visión de todo, caminé hacia el sudeste durante una media milla, hacia la cumbre de lo que había sido Richmond Hill. En mis días la hilera de casas había estado allí, con esas caras fachadas y las amplias vistas del río y los campos al este; ahora, un grupo disperso de árboles había ocupado la cima de la colina —no había ni rastro del conjunto y supuse que incluso los cimientos de las casas debían de haber sido destruidos por la acción de las raíces de los árboles—, pero aun así, al igual que en 1891, el campo se extendía de forma muy atractiva hacia el sur y el este.

Allí había un banco, del metal amarillo que había visto antes; estaba corroído por un óxido rojo, y los brazos tenían forma de animales de algún mito olvidado. Una ortiga, con grandes hojas teñidas hermosamente de marrón, había trepado por el asiento, pero la aparté —no tenia espinas— y me senté, porque tenía calor y estaba sudando.

El Sol estaba bajo en el cielo, hacia el oeste, y su luz se reflejaba en la arquitectura dispersa y en las manchas de agua que moteaban el paisaje verde. El vaho del calor cubría toda la tierra. El tiempo y la paciente evolución geológica habían metamorfoseado el paisaje de mi época; pero podía reconocer varias características, aunque alteradas, y había todavía una belleza ensoñadora en el «incomparable valle del Támesis» del poeta. La banda plateada del río estaba algo alejada de mí; como ya he dicho antes, el Támesis había cortado un recodo de su curso y ahora fluía directamente de Hampton a Kew. Y había profundizado su valle; por eso Richmond estaba ahora en lo alto de un lado de un ancho valle, quizás a una milla del agua. Creí reconocer lo que había sido la isla Glover como una especie de montículo arbolado en el centro del antiguo lecho del río. Petersham Meadows conservaba la mayor parte de su aspecto moderno; pero ahora estaba muy por encima del nivel del río, e imaginaba que la zona debía de ser mucho menos pantanosa que en mis días.

Los grandes edificios de esta era moteaban el paisaje, con sus intrincados pretiles y altas columnas, elegantes y abandonadas; había agujas de huesos arquitectónicos a los lados cubiertos de verde de la colina. Quizás a una milla de mí vi aquel enorme edificio, una masa de granito y aluminio, al que había trepado en mi primer día. Aquí y allá enormes figuras, tan hermosas y enigmáticas como la Esfinge, levantaban la cabeza del verde general y por todas partes vi las cúpulas y chimeneas que eran la firma de los Morlocks. Las enormes flores de esos últimos días estaban por todas partes, con sus resplandecientes pétalos blancos y sus brillantes hojas. No por primera vez, aquel paisaje, con esas flores hermosas y extraordinarias, las pagodas y cúpulas acurrucadas por entre la vegetación, me recordaron a los Reales Jardines Botánicos de Kew de mi época; era un Kew que había cubierto Inglaterra, y se había desarrollado salvaje y sin cuidados.

En el horizonte había un gran edificio que no había notado antes. Casi se perdía en la niebla del noreste, en la dirección del moderno Windsor; pero estaba demasiado lejos y apagado por la distancia para distinguir detalles. Me prometí que algún día iría de exploración hasta Windsor porque seguro que, si algo de mi época había sobrevivido a la evolución y al abandono de los milenios, sería la reliquia de una torre normanda.

Me volví y vi que el paisaje se extendía en la dirección de Banstead, y distinguí un conjunto de bosquecillos y colinas, con el brillo del agua aquí y allá, que me eran familiares de mis primeras exploraciones. Y era en aquella dirección —quizás a una distancia de dieciocho o veinte millas— donde se encontraba el Palacio de Porcelana Verde. Mirando en aquella dirección creí distinguir la punta de los pináculos de la estructura; pero mis ojos no son lo que eran y no estaba seguro.

Había ido hasta el Palacio, con Weena, en busca de armas y otras provisiones con las que luchar contra los Morlocks. De hecho, ¡si recordaba bien, yo —mi primer yo— debía de estar recorriendo en ese preciso momento el interior de las pulidas paredes verdes!

A unas diez millas se interponía una barrera entre el Palacio y yo: un nudo de bosque negro. Incluso bajo la luz del día, formaba una mancha obscura y siniestra de al menos una milla de ancho. Llevando a Weena, seguro que había atravesado aquel bosque la primera vez, porque habíamos esperado la luz del día para recorrerlo; pero la segunda vez, en nuestro regreso del Palacio (¡esa misma noche!) dejaría que mi impaciencia y fatiga me obnubilasen. Decidido a volver a la Esfinge lo antes posible, y ponerme a trabajar para recuperar la máquina, me introduciría en el bosque en la obscuridad —y me dormiría— y los Morlocks nos atacarían y se llevarían a Weena.

Sabía que había tenido suerte de escapar con vida de esa estupidez; y en lo que se refería a la pobre Weena…

Pero ahora dejé a un lado esos pensamientos vergonzosos, porque estaba allí, me recordé a mí mismo, para enmendarlo.

Tenía tiempo de llegar al bosque antes del anochecer. Por supuesto, no tenía armas, pero mi propósito no era enfrentarme a los Morlocks —ya había abandonado ese impulso— sino simplemente rescatar a Weena. Y para eso, pensaba, no necesitaría armas más poderosas que mi intelecto y mis puños.

2. UNA CAMINATA

La Máquina del Tiempo parecía muy expuesta en la colina con el cobre y el níquel brillando y —aunque no tenía intención de emplearla de nuevo— decidí esconderla. Había un bosquecillo cerca, y arrastré la máquina hasta allí y la cubrí con ramas y hojas. Eso requirió algo de esfuerzo —la máquina era abultada—; me dejó sudoroso, y los carriles marcaron senderos profundos en el césped por donde la había arrastrado.

Descansé unos minutos, y entonces, decidido, emprendí el camino en dirección a Banstead.

Había recorrido apenas cien yardas cuando oí voces. Por un momento me sorprendí, pensando —a pesar de la luz del día— que podrían ser Morlocks. Pero las voces eran muy humanas y hablaban el idioma simple característico de los Elois. Un grupo de cinco o seis de aquellas pequeñas gentes salió de un bosquecillo por un camino que llevaba a la Esfinge. Me sorprendió de nuevo cuán pequeños y ligeros eran, no mayores que un niño de mi época, ya fuesen masculinos o femeninos, y vestidos con aquellas simples túnicas y unas sandalias púrpura.

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