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Stephen Baxter: Las naves del tiempo

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Stephen Baxter Las naves del tiempo

Las naves del tiempo: краткое содержание, описание и аннотация

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El Viajero del tiempo de H.G. Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primera partida al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los Morlock, decide realizar un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero se ve irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del desplazamiento a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania... Una novela sorprendente, repleta de aventuras y especulaciones que ha pretendido, con éxito, homenajear y reexaminar La máquina del tiempo de H.G. Wells.

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Las similitudes con mi primera llegada a aquella época me resultaron evidentes; porque me había encontrado por casualidad con un grupo similar de Elois. Recordé que se me habían aproximado sin miedo —más bien con curiosidad— y se habían reído y hablado conmigo.

Sin embargo, ahora venían circunspectos; de hecho, creo que algo temerosos. Abrí las manos y sonreí, intentando dar a entender que no iba a hacerles daño; pero conocía muy bien la causa de su nueva disposición de ánimo: ya habían visto el errático y peligroso comportamiento de mi anterior yo, especialmente cuando estuve desquiciado después de perder la Máquina del Tiempo. ¡Los Elois tenían derecho a ser cuidadosos!

No los forcé y los Elois pasaron a mi lado, subiendo por la colina hacia los rododendros; tan pronto como me dejaron atrás retomaron su conversación.

Me encaminé por el campo hacia el bosque. Por todas partes veía los pozos que llevaban al mundo subterráneo de los Morlocks, y que emitían, si me acercaba lo suficiente para oírlo, el implacable ritmo de sus grandes máquinas. La frente y el pecho se me llenaron de sudor —porque el día era caluroso, a pesar de que el sol de la tarde se ocultaba— y sentí que la respiración se me hacía pesada.

Con mi inmersión en aquel mundo, parecía que también se despertaban mis emociones. Weena, a pesar de ser una criatura limitada, había mostrado afecto, la única criatura de todo ese mundo de 802.701 que lo había hecho; y su pérdida me había causado la tristeza más absoluta. Pero cuando relaté mis aventuras a mis compañeros, al lado del brillo familiar de la chimenea en 1891, la tristeza se había tornado en una pálida sombra de sí misma; Weena se había convertido en la memoria de un sueño, en algo irreal.

Bien, ahora estaba allí una vez más, recorriendo los campos familiares, y toda la tristeza primitiva regresó —como si nunca se hubiese ido e impulsaba mis pasos.

Mientras caminaba sentí mucha hambre. Me di cuenta de que no recordaba la última vez que había comido —debió de ser antes de que Nebogipfel y yo partiésemos de la Tierra Blanca—, aunque, especulaba, mejor sería decir que aquel cuerpo no había comido, si había sido reconstruido por los Observadores como daba a entender Nebogipfel. Bien, a pesar de las precisiones filosóficas, el hambre hacía resonar mis tripas y el calor empezaba a hacer mella en mí. Pasé cerca de un salón comedor —un gran edificio gris de piedra tallada —y me desvié de mi ruta.

Entré por un portal tallado, con su ornamentación muy maltratada por el tiempo y destrozada. En su interior encontré una única cámara grande cuyo suelo estaba formado por los bloques del metal duro y blanco que había visto antes, marcado por los suaves pies de innumerables generaciones de Elois. Planchas de piedra pulida formaban las mesas, y había montones de fruta; y alrededor de las mesas había pequeños grupos de Elois, con sus hermosas túnicas, comiendo y molestándose unos a otros como pájaros enjaulados.

Me quedé de pie con mi digno equipo de jungla. Aquella reliquia del Paleoceno estaba bastante fuera de lugar en medio de aquella belleza iluminada por el sol, ¡y consideré que los Observadores podrían haberme vestido de forma más elegante! Un grupo de Elois se acercó a mí y se apretujaron a mi alrededor. Sentí las pequeñas manos sobre mí, como tentáculos suaves, tirando de mi camisa. Las caras tenían las bocas pequeñas, las barbillas marcadas y las pequeñas orejas características de su raza, pero parecía que eran un conjunto distinto de aquellos que había encontrado cerca de la esfinge; aquellos pequeños seres no tenían una gran memoria y por tanto no tenían miedo de mí.

Había vuelto para rescatar a uno de ellos, no para cometer los actos bárbaros que habían desfigurado mi anterior visita; así que me rendí a su inspección con buen humor y manos abiertas.

Me dirigí a las mesas, seguido por una pequeña manada de Elois. Encontré un montón de fresas hipertrofiadas y me las metí en la boca; y no tardé mucho en encontrar varias muestras de la fruta blanca de cáscara triangular que había sido mi favorita en mi anterior viaje. Recogí un montón que consideré suficiente, encontré la esquina más oscura y me senté a comer, rodeado por una pared de Elois curiosos.

Sonreí a los Elois dándoles la bienvenida e intenté recordar los fragmentos de su sencilla lengua que había aprendido antes. Al hablar sus caras se acercaron a mí con los ojos dilatados en la oscuridad y los labios abiertos como los de los niños. Me relajé. Creo que era la facilidad del encuentro, la humanidad básica, lo que entonces penetró en mí: ¡recientemente había sufrido demasiadas experiencias extrañas e inhumanas! Los Elois no eran humanos, lo sabía —a su modo me eran tan extraños como los Morlocks—, pero eran una buena imitación.

Me pareció que sólo cerré los ojos.

Desperté sobresaltado. ¡Había oscurecido! Había menos Elois cerca de mí y sus ojos amables e incondicionales parecían brillar en las tinieblas.

Me levanté asustado. Las cáscaras de las frutas y las flores cayeron de mi cuerpo, donde habían sido colocadas por los juguetones Elois. Corrí por la cámara principal. Ahora estaba muy llena de Elois, y dormían en pequeños grupos sobre el suelo de metal. Salí por fin por la puerta a la luz del día…

¡O más bien a lo poco que quedaba dé la luz del día! Mirando frenético a mi alrededor, vi que apenas era visible una fracción de Sol —apenas una uña, apoyada en el horizonte occidental—, y al este vi un único planeta brillante, quizá Venus.

Grité y alcé los brazos al cielo. Después de toda mi determinación interna de que arreglaría las tonterías impetuosas del pasado, ¡me había dormido durante una tarde, del todo indolente!

Fui al sendero que había seguido y me dirigí al bosque. ¡Vaya con mi plan de llegar antes del anochecer! A medida que el ocaso se cerraba a mi alrededor, vi fantasmas blancuzcos y grises en el límite de mi visión. Me volví ante cada una de las apariciones, pero huían manteniéndose fuera de mi alcance.

Las formas eran, por supuesto, Morlocks —los brutales y astutos Morlocks de aquella historia— y me seguían con las silenciosas habilidades cazadoras que poseían. Mi decisión anterior de que no iba a necesitar un arma para aquella expedición me comenzó a parecer una tontería, y me dije que tan pronto como llegase al bosque buscaría una rama caída o algo similar que me pudiese servir como maza.

3. EN LAS TINIEBLAS

Tropecé varias veces en el terreno desigual, y me habría torcido el tobillo, creo, si no hubiese sido por las botas militares.

Para cuando llegué al bosque ya era completamente de noche.

Examiné la extensión malsana y húmeda de bosque oscuro. La futilidad de mi meta se me hizo evidente. Recordé que me había parecido que me rodeaba una gran cantidad de Morlocks: ¿cómo iba a encontrar al puñado malévolo que se había llevado a Weena?

Pensé en meterme en el bosque —recordaba, más o menos, el camino que había seguido la primera vez— y encontrarme con mi otro yo y Weena. Pero comprendí inmediatamente la estupidez de la idea. Para empezar, porque me había perdido durante mi enfrentamiento con los Morlocks y había acabado huyendo por el bosque más o menos al azar. Y además, no tenía protección: en la oscuridad del bosque sería muy vulnerable. Sin duda armaría una buena escabechina con algunos de ellos antes de que me redujesen, pero me acabarían reduciendo, sin duda; y de cualquier forma esa batalla no era mi objetivo.

Por eso, retrocedí un cuarto de milla hasta que llegué a un altozano que miraba al bosque.

La oscuridad me rodeaba y las estrellas emergieron en toda su gloria. Como ya había hecho una vez antes, me distraje buscando rastros de las viejas constelaciones, pero el gradual movimiento propio de las estrellas había distorsionado las imágenes familiares. Aun así, el planeta que había notado antes brillaba sobre mí, tan fiel como un verdadero amigo.

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