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Stephen Baxter: Las naves del tiempo

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Stephen Baxter Las naves del tiempo

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El Viajero del tiempo de H.G. Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primera partida al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los Morlock, decide realizar un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero se ve irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del desplazamiento a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania... Una novela sorprendente, repleta de aventuras y especulaciones que ha pretendido, con éxito, homenajear y reexaminar La máquina del tiempo de H.G. Wells.

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También regresé a la galería inclinada y pobremente iluminada que contiene los grandes cadáveres de enormes máquinas, porque me ha servido de mina para herramientas improvisadas de todo tipo, y no sólo armas, como fue mi primer uso de ellas. Empleé algo de tiempo en una máquina que tiene el aspecto de una dinamo eléctrica, porque su estado no era demasiado ruinoso, y atesoraba fantasías de ponerla en marcha y encender algunos de los globos rotos que cuelgan del techo de la cámara. ¡Calculaba que el brillo de la luz eléctrica y el ruido de la dinamo harían, al menos, que los Morlocks saliesen huyendo!, pero no tenía combustible ni lubricante y, además, las piezas pequeñas estaban corroídas; por lo tanto he abandonado el proyecto.

En el curso de mi exploración del palacio llegué hasta una exposición que me atrajo. Estaba cerca de la galería con el pequeño modelo de una mina que había visto antes y parecía ser el modelo de una ciudad. El diorama era muy detallado y era tan grande que llenaba casi toda la cámara, y todo el conjunto estaba protegido por una especie de pirámide de vidrio, de la que tuve que retirar siglos de polvo para poder ver. La ciudad se había construido claramente en el futuro lejano, pero incluso el modelo eran tan antiguo aquí, en esta época crepuscular, que los brillantes colores se habían apagado por efecto de la luz filtrada por el polvo. Imaginaba que la ciudad debía de ser la descendiente de Londres, porque creí descubrir la morfología característica del Támesis representada por una banda de vidrio que serpenteaba por el corazón del diorama. Pero era un Londres muy transformado de la ciudad de mi época. Estaba dominado por siete u ocho enormes palacios de cristal —si piensan en el Palacio de Cristal enormemente expandido y retorcido varias veces, tendrán algo parecido— y aquellos palacios habían estado unidos por una especie de piel de cristal que cubría toda la ciudad. No tenía el aspecto sombrío de la Bóveda de Londres en 1938, porque aquel techo inmenso me parecía que servía para atrapar y amplificar la luz del sol, y había hileras de luces eléctricas distribuidas por la ciudad, aunque ninguna de aquellas diminutas bombillas funcionaba en el modelo. Había un bosque de inmensos molinos sobre el techo —aunque las aspas ya no giraban— y aparecían aquí y allá grandes plataformas sobre las que flotaban versiones de juguete de máquinas voladoras. Aquellas máquinas tenían un aspecto parecido a grandes libélulas, con grandes velas flotando sobre ellas, y góndolas con hileras de gentecillas sentadas bajo ellas.

Sí, ¡ gente !, mujeres y hombres, no muy distintos a mí. Porque esa ciudad evidentemente provenía de una época no tan imposiblemente lejana de la mía, por lo que la mano roma de la evolución no había alterado a la humanidad.

Grandes carreteras cubrían el paisaje, uniendo ese Londres del futuro con otras ciudades del país, o eso suponía. Aquellas carreteras estaban cubiertas de vastos mecanismos: monociclos que transportaban cada uno una veintena de personas, enormes carros de transporte que parecían no llevar conductores y debían de estar dirigidos mecánicamente, etc. No había detalles para representar el campo entre las carreteras, sólo una superficie uniformemente gris.

Todo el diseño era tan inmenso —era como un enorme edificio que imagino que podía haber alojado a veinte o treinta millones de personas, en comparación con los meros cuatro millones del Londres de mi época. La mayor parte del modelo no tenía ni paredes ni techos, y podía ver pequeñas figuras que representaban a la población, ocupando docenas de niveles de la ciudad. En los niveles superiores aquellos habitantes estaban vestidos con una variedad de diseños llamativos, con capas escarlata, sombreros tan espectaculares y poco prácticos como crestas de gallos y otros por el estilo. Aquellos niveles superiores parecían lugares de gran confort y lujo, siendo una especie de mosaico de muchos pisos de tiendas, parques, bibliotecas, casas suntuosas y demás.

Pero en la base de la ciudad —en los pisos bajos y sótanos, para entendernos— las cosas eran muy diferentes. Allí se asentaban grandes máquinas, y conductos, tuberías y cables de diez o veinte pies de diámetro (a escala completa) corrían por los techos. Había muñecos, pero estaban vestidos uniformemente con una especie de ropas azules, y sus dependencias personales parecían estar limitadas a salones comunales para dormir y comer. Me parecía que aquellos trabajadores de los pisos bajos apenas debían de recibir, en el orden general de las cosas, la luz que bañaba las vidas de las gentes superiores.

El modelo era antiguo y estaba lejos de ser perfecto, en una esquina la pirámide se había roto, y el modelo había quedado destruido hasta ser irreconocible, y en otro lado las figuritas y las máquinas habían caído o se habían roto por culpa de las pequeñas perturbaciones a lo largo del tiempo. En un sitio, las figuras vestidas de azul habían sido colocadas en pequeños círculos y figuras, seguramente por los dedos juguetones de los Elois, pero aun así la ciudad de juguete ha sido una fuente de continua fascinación para mí, porque sus gentes y aparatos están lo suficientemente cerca de los míos para que me intriguen, y he pasado largas horas descubriendo nuevos detalles sobre su construcción.

Me parece que esa visión del futuro podría representar una especie de estado intermedio en el desarrollo del terrible orden de las cosas en que me encontraba. Allí tenía un punto en el tiempo en donde la separación de la humanidad en superior e inferior era en gran parte un constructo social, y todavía no había comenzado a influir en la evolución de la especie en sí misma. La ciudad era una estructura magnífica y hermosa, ¡pero —si había llevado al mundo de Elois y Morlocks— era un monumento a la más colosal estupidez por parte de la humanidad!

El Palacio de Porcelana Verde está situado en una colina alta cubierta de hierba, pero hay prados cercanos bien irrigados. Desmantelé la Máquina del Tiempo, y recorrí el palacio en busca de materiales, y así inventé azadas y rastrillos simples. Abrí la tierra en los prados cercanos al palacio, y planté semillas de las frutas Morlock.

Persuadí a los Elois para que se uniesen a mí en esa empresa. Al principio eran voluntariosos —pensaban que era un nuevo juego pero perdieron el entusiasmo cuando los mantuve realizando tareas repetitivas durante largas horas; y tuve algunos escrúpulos cuando vi sus túnicas manchadas de tierra y aquellas hermosas caras ovales llenas de lágrimas de frustración. Pero me mantuve firme, y cuando las cosas se hacían demasiado monótonas los alegraba con juegos y bailes, y torpes interpretaciones de The Land of the Leal, y lo que recordaba de la música «swing» de 1944 —que les gustaba mucho—, y poco a poco volvieron.

Los ciclos de cosecha no pueden predecirse en esta época que carece de estaciones y no tuve que esperar más que unos pocos meses antes de que las primeras cañas y plantas diesen frutos. Cuando se los mostré a los Elois, mi placer sólo provocaba incertidumbre en las pequeñas caras, porque los frutos de mis primeros pobres esfuerzos no podían competir en sabor y riqueza con los que les proporcionaban los Morlocks, pero yo podía ver la importancia de aquellos alimentos más allá de su tamaño y sabor: porque con esa primera cosecha había comenzado a separar a los Elois de los Morlocks.

He encontrado a suficientes Elois con las aptitudes adecuadas para establecer cierto número de granjas pequeñas, arriba y abajo por el valle del Támesis. Por lo tanto, ahora, por primera vez en incontables milenios, hay grupos de Elois que pueden subsistir independientemente de los Morlocks.

En ocasiones me desespero y siento que no estoy enseñando sino modificando el instinto de animales inteligentes; pero al menos es un comienzo. Y trabajo con los Elois más receptivos para extender su vocabulario, para enriquecer su curiosidad; ¡pretendo despertar las mentes!

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