La última vez que había estudiado el cielo alterado, tenía a Weena a mi lado, envuelta en mi chaqueta para darse calor, y habíamos descansado de noche mientras nos dirigíamos al Palacio de Porcelana Verde.
Recordaba mis pensamientos de entonces: había reflexionado sobre la pequeñez de la vida terrenal, en comparación con la migración milenaria de las estrellas, y me había invadido, brevemente, un triste aislamiento al admirar la grandeza del tiempo por encima de las inquietudes terrenales.
Pero ahora, me parecía, ya había acabado con eso. Había tenido perspectivas más que suficientes de infinitos y eternidades; me sentía impaciente y tenso. Era, y siempre lo había sido, nada más que un hombre, y me había sumergido por completo de nuevo en las preocupaciones cotidianas de la humanidad. Ahora sólo mis proyectos personales llenaban mi mente.
Aparté la vista de las remotas estrellas insondables y la dirigí al bosque que tenía frente a mí. Y un suave resplandor rosa comenzó a extenderse por el horizonte sudoccidental. Me puse en pie y di unos pasos de baile, tal era mi júbilo. ¡Era la confirmación dé que después de todas mis aventuras había terminado en el día correcto, de entre todos los posibles días, en ese siglo remoto! Porque el resplandor era el fuego del bosque, un fuego que yo mismo había empezado con descuidada despreocupación.
Luché por recordar qué había pasado a continuación en aquella noche fatídica, la secuencia exacta…
El fuego que había encendido era una cosa nueva y maravillosa para Weena, y había querido jugar con las llamas rojas; me vi obligado a retenerla para que no se arrojase en la luz líquida. Luego la cogí —a pesar de sus esfuerzos— y nos internamos en el bosque con la luz del fuego señalando el camino.
Pronto dejamos atrás el resplandor de las llamas, y caminamos en la oscuridad interrumpida únicamente por pedazos de cielo azul entrevistos entre las ramas. No pasó mucho tiempo en aquella oleosa oscuridad antes de que oyese el sonido de pies pequeños, el suave arrullo de voces a nuestro alrededor; recuerdo un tirón en la chaqueta y luego en la manga.
Había dejado a Weena en el suelo para buscar las cerillas, y hubo una lucha a la altura de mis rodillas porque los Morlocks, como insectos persistentes, habían caído sobre su pobre cuerpo. Encendí una cerilla, cuando se iluminó su cabeza vi una fila de blancas caras de Morlock, iluminadas como por un flash, todas vueltas hacia mí con sus ojos rojo grisáceo, y entonces, en segundos, huyeron.
Había decidido encender otro fuego y esperar la mañana. Había encendido alcanfor y lo había colocado en el suelo. Había arrancado ramas secas de los árboles, y había encendido un fuego de madera verde…
Me puse de puntillas, e intenté mirar a lo más alto del bosque. Deben imaginarme en medio de aquella oscuridad, bajo un cielo sin Luna, y el fuego que se extendía en la parte más alejada del bosque como única iluminación.
Allá —¡lo tenía!— una línea de humo se enredaba en el aire, formando una silueta estrecha contra el brillo de fondo. Ése debía ser el sitio donde había decidido establecer el campamento. Estaba a cierta distancia —quizás a unas dos millas hacia el este, en lo más profundo del bosque—, y sin pensármelo más me metí en el bosque.
Durante un rato no oí nada más que el sonido de las ramitas al romperse bajo mis pies y el rugido remoto y somnoliento del incendio. La oscuridad sólo estaba truncada por el resplandor del incendio, y por fragmentos de cielo azul profundo sobre mi cabeza. Sólo podía ver las raíces y troncos que me rodeaban como siluetas y tropecé varias veces. Luego oí pasos a mis alrededor, tan suaves como la lluvia, y el extraño murmullo que es la voz de los Morlocks. Sentí un tirón en la manga, algo en el cinturón y dedos en el cuello.
Lancé los brazos a mi alrededor. Golpeé carne y hueso y mis asaltantes cayeron; pero sabía que el alivio sería temporal. Y, por supuesto, los pasos me envolvieron de nuevo a los pocos segundos y tuve que avanzar a través de una especie de lluvia de toques, de pezuñas frías y atrevidos y agudos pellizcos, de enormes ojos rojos que me rodeaban.
Era el regreso a mi peor pesadilla, ¡a la terrible oscuridad que había temido toda mi vida! Pero persistí y no me atacaron, al menos no abiertamente. Podía detectar que los Morlocks se movían cada vez con mayor rapidez a medida que el resplandor remoto incrementaba su brillo.
Y entonces, de pronto, olí algo en el aire: era débil, y casi se perdía en el humo…
Eran vapores de alcanfor.
Debía de estar a unas yardas del lugar donde los Morlocks nos habían atacado a mí y a Weena mientras dormíamos, ¡el lugar donde había luchado y había perdido a Weena!
Me encontré con un gran grupo de Morlocks, una acumulación apenas visible entre los árboles. Se arrastraban unos sobre otros como gusanos, deseosos de unirse a la pelea o la comilona, formando una masa que no recordaba haber visto antes. En medio vi que un hombre luchaba. Quedaba oculto por la masa de Morlocks, y le cogieron el cuello, pelos y brazos, y cayó a tierra. Pero entonces vi un brazo surgir de la confusión sosteniendo una barra de hierro —recordé que la había arrancado de una máquina en el Palacio de Porcelana Verde—, y la blandió vigorosamente contra los Morlocks. Se alejaron de él brevemente y pudo hacerse fuerte contra los árboles. El cabello le sobresalía alrededor de la cabeza ancha, y llevaba en los pies sólo calcetines rotos y manchados de sangre. Los Morlocks, frenéticos, se le echaron encima otra vez, y él agitó la barra de hierro y oí el sonido sordo de las caras de Morlock al romperse.
Durante un momento pensé en ayudarle; pero sabía que era innecesario. Sobreviviría para salir tambaleándose del bosque —solo y llorando a Weena— y recuperaría la Máquina del Tiempo de manos de los Morlocks. Permanecí en la sombra de los árboles, y estoy seguro de que no me vio…
Pero comprendí que Weena ya había desaparecido: ¡en ese momento del conflicto, ya la había perdido a manos de los Morlocks!
Me giré desesperado. Una vez más había perdido la concentración. ¿Había fallado ya? ¿La había perdido de nuevo?
Para entonces el temor de los Morlocks al incendio se había asentado del todo, y huían en una riada del resplandor, con las espaldas peludas y encorvadas manchadas de rojo. Entonces vi una hilera de Morlocks, cuatro, avanzando por entre los árboles lejos del fuego
Llevaban algo: algo inconsciente, pálido, fláccido, con rastros de blanco y oro…
Rugí y me lancé por entre el follaje. Las cuatro cabezas de los Morlocks giraron hasta que sus ojos rojos estuvieron fijos en mí; entonces levanté el puño y lo lancé contra ellos.
No fue una gran pelea. Los Morlocks dejaron su preciosa carga; se enfrentaron a mí pero les distraía el brillo creciente a sus espaldas. Un pequeño bruto cerró los dientes en mi muñeca, pero le golpeé en la cara, sintiendo el choque de huesos, y a los pocos segundos me soltó; y los cuatro huyeron.
Me incliné y recogí a Weena del suelo —la pobre criatura era tan ligera como una muñeca— y mi corazón casi se rompe al ver su estado. El vestido estaba roto y manchado, la cara y el pelo dorado estaban cubiertos por cenizas y humo, y pensé que había sufrido una quemadura en una mejilla. Noté también los alfilerazos de dientes de Morlock en la carne suave del cuello y en los antebrazos.
Estaba inconsciente y no sabía si respiraba; pensé que incluso podía estar muerta.
Con Weena en los brazos, corrí por el bosque.
En la oscuridad llena de humo no podía ver; había un incendio que ofrecía un resplandor rojo y amarillo, pero convertía el bosque en un lugar de sombras cambiantes que engañaban al ojo. Varias veces choqué con los árboles, o tropecé en algún relieve del terreno; y me temo que Weena sufrió varios golpes en el proceso.
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