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Stephen Baxter: Las naves del tiempo

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Stephen Baxter Las naves del tiempo

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El Viajero del tiempo de H.G. Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primera partida al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los Morlock, decide realizar un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero se ve irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del desplazamiento a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania... Una novela sorprendente, repleta de aventuras y especulaciones que ha pretendido, con éxito, homenajear y reexaminar La máquina del tiempo de H.G. Wells.

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Consideré esa idea. En cierta forma hubiese sido cómodo regresar a esa época acogedora, y a mi conjunto de posesiones, compañeros y logros.

Y hubiese disfrutado otra vez de la compañía de algunos de mis viejos compinches, Filby y el resto. Pero…

—Tengo un amigo en 1891 —le dije a Nebogipfel (pensaba en el Escritor)—. Es sólo un joven. Un tipo extraño en cierta forma, muy intenso, y sin embargo tenía una forma de mirar las cosas…

»Parecía ver más allá de la superficie de todo, más allá del Aquí y Ahora que nos obsesiona a todos, y percibir los cambios, las tendencias, las corrientes profundas que nos conectan con el pasado y el futuro. Creo que sabía lo pequeña que es la humanidad frente al tiempo evolutivo; y creo que eso le hacía sentirse impaciente con el mundo en el que estaba atrapado, con los interminables y lentos procesos de la sociedad, incluso con su propia y enfermiza naturaleza humana.

»Era como un extraño en su propio tiempo —concluí—. Y, si yo volviese, así es como me sentiría. Fuera del tiempo . Porque, no importa cuán sólido parezca el mundo, siempre sabré que miles de universos, diferentes en un grado pequeño o grande, se apilan a mi alrededor, fuera de mi alcance.

»Supongo que me he convertido en un monstruo… Mis amigos tendrán que considerarme perdido en el tiempo y tendrán que llorarme como deseen.

Al hablar había tomado mi decisión.

—Todavía tengo una vocación. Todavía no he terminado lo que empecé cuando viajé en el tiempo después de mi primera visita. Aquí se ha cerrado un círculo, pero otro sigue abierto, colgando como un hueso roto, en el lejano futuro…

—Lo entiendo —dijo el Morlock.

Subí al asiento de la máquina.

—Pero ¿qué hay de ti, Nebogipfel? ¿Vendrás conmigo? Puedo imaginar un papel para ti allí, y no quiero dejarte varado aquí.

—Gracias, pero no. No me quedaré aquí mucho tiempo.

—¿Adónde irás?

Levantó el rostro. La lluvia se detenía, pero una fina niebla de gotas todavía cubría el cielo y caía contra las grandes córneas de sus ojos.

—Yo también veo el cierre de círculos —dijo—. Pero siento curiosidad por lo que hay más allá de los círculos…

—¿Qué quieres decir?

—Si hubieses vuelto aquí y hubieses disparado contra tu yo más joven, bien, no habría habido contradicción causal: en su lugar, habrías creado una nueva historia, una variante nueva en la multiplicidad, en la que mueres joven a manos de un extraño.

—Eso lo tengo claro ahora. No hay paradoja posible dentro de una única historia, debido a la existencia de la multiplicidad.

—Pero —continuó el Morlock con calma— los Observadores te han traído aquí para que te entregases la plattnerita a ti mismo, para que iniciases la secuencia de sucesos que llevó al desarrollo de la primera Máquina del Tiempo y a la creación de la multiplicidad. Por tanto hay un cierre mayor, el de la multiplicidad en sí misma.

Vi adónde iba.

—Hay un cierto bucle causal cerrado después de todo —dije—, una serpiente que se muerde su propia cola… ¡La multiplicidad no podría haberse producido sino fuese por la existencia de la multiplicidad en primer lugar!

Nebogipfel dijo que los Observadores creían que la resolución de esa Paradoja Final requería la existencia de más multiplicidades: ¡una multiplicidad de multiplicidades!

—El orden superior es lógicamente necesario para resolver el bucle causal —dijo Nebogipfel—, de la misma forma que nuestra multiplicidad era necesaria para resolver las paradojas de una única historia.

—Pero ¡maldita sea, Nebogipfel! Mi mente se tambalea ante esa idea. Colectividades paralelas de universos; ¿es posible?

—Más que posible —dijo—. Y los Observadores tienen la intención de viajar allí. —Agachó la cabeza. El amanecer ya era muy brillante y podía ver que la carne pálida alrededor de sus ojos se arrugaba incómoda—. Y me llevarán con ellos. No puedo concebir una aventura mayor… ¿Puedes tú?

Sentado en el asiento de la máquina di un último vistazo a mi alrededor, al amanecer normal en algún momento del siglo diecinueve. Las casas, llenas de personas durmiendo, destacaban a todo lo largo de Petersham Road; olía el aroma de la hierba, y en algún lugar una puerta se cerró de golpe, y algún lechero o cartero comenzaba su jornada.

Sabía que nunca volvería a recorrer ese camino.

—Nebogipfel, cuando lleguéis a esa multiplicidad mayor, ¿entonces qué?

—Hay muchos órdenes de infinito —dijo Nebogipfel con calma; la lluvia le caía por los contornos de la cara—. Es como una jerarquía de estructuras universales… y de ambiciones. —Su voz conservaba el borboteo suave de los Morlocks, una entonación extraña, pero también estaba llena de maravilla—. Los Constructores podían haber poseído un universo; pero eso no era suficiente. Por tanto desafiaron la finitud, y tocaron los límites del tiempo, los atravesaron y permitieron que la Mente colonizase y habitase los muchos universos de la multiplicidad. Pero, para los Observadores de la Historia óptima, ni siquiera eso es suficiente; y buscan formas de ir más allá, hacia mayores órdenes del infinito…

—¿Y si triunfan? ¿Descansarán?

—No hay descanso. No hay límite. No hay final para el más allá, ningún límite que la vida y la Mente no puedan desafiar y atravesar.

Mi mano se tensó sobre las palancas de la máquina, y toda la masa rechoncha tembló como una rama al viento.

—Nebogipfel, yo…

Levantó la mano.

—Vete —dijo.

Tragué aire, agarré la palanca de arranque con ambas manos, y partí con un ruido sordo.

LIBRO SIETE

Día 292.495.940

1. EL VALLE DEL TÁMESIS

Las manecillas de los indicadores cronométricos giraban como remolinos. El Sol se convirtió en una raya de fuego, luego se transformó en un arco brillante, con la Luna convertida en una banda giratoria y fluctuante. Los árboles recorrían las estaciones, casi demasiado rápido para percibirlo. El cielo adoptó un hermoso azul profundo, como un crepúsculo de verano, con las nubes felizmente invisibles.

La forma borrosa de mi casa pronto desapareció. El paisaje se hizo vago, y una vez más la arquitectura espléndida de la Era de las Grandes Edificaciones cubrió como una marea Richmond Hill. No vi ninguna de las peculiaridades que habían caracterizado la construcción de la historia de Nebogipfel: la eliminación de la rotación de la Tierra, la construcción de la Esfera alrededor del Sol, y otras. Observé que la capa de verde profundo fluía por la colina y permanecía allí sin ser interrumpida por el invierno; y supe que había alcanzado la feliz época futura en que el clima cálido había regresado a Gran Bretaña; era una vez más como el Paleoceno, pensé con algo de nostalgia.

Tuve los ojos abiertos en espera de los Observadores, pero no los vi. Los Observadores —aquellas mentes inmensas e inimaginables, producto de los grandes arrecifes del intelecto que habitan la Historia óptima— ya habían acabado conmigo, y tenía mi destino en mis propias manos. Sentí satisfacción por eso y —con el recuento de días superando ya los doscientos cincuenta mil— tiré cuidadosamente de la palanca de parada.

Di un último vistazo a la Luna mientras ésta recorría sus fases menguando hasta la oscuridad. Recordé que me había separado de Weena en la última excursión al Palacio de Porcelana Verde, justo antes de lo que los Elois llamaban las Noches Negras: la oscuridad durante la Luna nueva, cuando los Morlocks surgían e imponían su voluntad sobre los Elois. ¡Qué tonto había sido!, pensaba ahora, cuán impetuoso e irreflexivo —qué poco cuidadoso había sido con la pobre Weena— al haber emprendido esa expedición en un momento tan peligroso.

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