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Stephen Baxter: Las naves del tiempo

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Stephen Baxter Las naves del tiempo

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El Viajero del tiempo de H.G. Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primera partida al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los Morlock, decide realizar un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero se ve irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del desplazamiento a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania... Una novela sorprendente, repleta de aventuras y especulaciones que ha pretendido, con éxito, homenajear y reexaminar La máquina del tiempo de H.G. Wells.

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Gritaron mi nombre.

Me volví sorprendido. La voz había sonado suave, casi enmascarada por el silbido de la lluvia sobre la hierba.

Había una figura a unos diez pies de mí: baja, casi infantil, pero con la cabeza y la espalda cubiertas de pelo largo y desmadejado que la lluvia mantenía completamente pegado a la carne pálida. Tenía los enormes ojos rojo grisáceo fijos en mí.

—¿Nebogipfel…?

Y entonces un circuito se cerró en mi cerebro desconcertado.

Me volví y examiné una vez más la silueta del edificio. Allí estaba el balcón de hierro, allá la cocina del comedor con una pequeña ventana entreabierta, y la forma del laboratorio…

Era mi hogar; la máquina me había depositado en el jardín inclinado de la parte de atrás, entre la casa y el Támesis. Había vuelto —¡después de todo!— a Richmond.

8. SE CIERRA UN CÍRCULO

Una vez más —como ya lo habíamos hecho, muchos ciclos de la historia antes— Nebogipfel y yo caminamos por Petersham Road hacia mi casa. La lluvia golpeaba el empedrado. La oscuridad era casi completa; de hecho, la única luz provenía del frasco de plattnerita,

que brillaba como una débil bombilla eléctrica arrojando sombras lóbregas sobre el rostro de Nebogipfel.

Rocé con los dedos el metal delicado y familiar de la verja que rodeaba la casa. Allí tenía algo que no creía volver a ver: la falsa fachada, los pilares del porche, los rectángulos oscuros de las ventanas.

—Vuelves a tener los dos ojos —le comenté a Nebogipfel en un susurro.

Miró su cuerpo renovado, extendiendo las palmas de forma que la carne pálida brilló bajo la luz de la plattnerita.

—No necesito prótesis —dijo—. Ya no. Ahora que he sido reconstruido… al igual que tú.

Puse las manos contra el pecho. La tela de la camisa era tosca, basta al tacto, y los huesos se notaban duros bajo la piel. Parecía muy sólido. Y todavía me sentía como yo, es decir, conservaba una continuidad de la conciencia, un único y brillante camino de recuerdos, que me llevaba desde aquel enredo de historias hasta los días simples de mi niñez. Pero yo no podía ser el mismo hombre, me habían desmontado y reconstruido en la Historia óptima. Me pregunté cuánto de aquel resplandeciente universo permanecía en mí.

—Nebogipfel, ¿recuerdas mucho de lo que pasó allí, cuando atravesamos el límite al comienzo del tiempo, el cielo brillante y lo demás?

—Todo. —Sus ojos estaban oscuros—. ¿Tú no?

—No estoy seguro —dije—. Todo parece un sueño, ahora, especialmente aquí, bajo la fría lluvia de Inglaterra.

—Pero la Historia óptima es la realidad —susurró—. Todo esto… —señaló con la mano el inocente Richmond— estas historias parciales subóptimas… esto es el sueño.

Levanté el frasco de plattnerita. Era un bote de medicina vulgar, con un tapón de goma; ni que decir tiene que no sabía de dónde había salido o cómo había acabado entre la estructura de la máquina.

—Bien, esto sí que es real —dije—. Realmente es una solución muy hermosa, ¿no? Como cerrar un círculo. —Avancé hacia la puerta—. Creo que es mejor que te quedes atrás, para que no te vea, antes de llamar.

Se echó hacia atrás, hacia las sombras del porche, y pronto fue invisible.

Tiré del llamador.

Dentro de la casa oí una puerta que se abría, un grito suave —«¡Ya voy! »— y luego pasos pesados e impacientes en la escalera. Una llave sonó en la cerradura, y la puerta se abrió con un crujido.

Una vela, sostenida sobre un candelabro de bronce, se lanzó contra mí a través de la puerta; el rostro de un hombre joven, ancho y redondo, salió fuera, con los ojos recién abiertos. Tenía veintitrés o veinticuatro años, y llevaba una bata vieja y deshilachada sobre un camisón arrugado; el cabello, de un marrón ratonil, le sobresalía a los lados de su cabeza ancha.

—¿Sí? —me soltó—. Son más de las tres de la mañana, ¿sabe…?

No sabía con seguridad lo que iba a decirle, pero ahora que el momento había llegado las palabras se me escaparon por completo. Una vez más sufrí el extraño e incómodo impacto del reconocimiento. No creo que un hombre de mi siglo se hubiese podido acostumbrar jamás a encontrarse consigo mismo, no importa cuántas veces lo hiciese, y ahora todo un conjunto de sentimientos venían a hacerlo aún más conmovedor. Porque aquél ya no era sólo una versión más joven de mí mismo: era también un antecesor directo de Moses. Era como enfrentarse cara a cara con un hermano más joven que había creído perdido.

Estudió de nuevo mi cara, ahora suspicaz.

—¿Qué demonios quiere? No hago tratos con vendedores ambulantes, incluso si ésta fuese una hora apropiada para ello.

—No —dije con amabilidad—. No, sé que no lo hace.

—Oh, lo sabe, ¿no? —Comenzó a cerrar la puerta, pero vio algo en mi cara, lo noté en su mirada, un lejano reconocimiento—. Creo que es mejor que me diga qué quiere.

Con torpeza, le mostré el frasco de medicina con la plattnerita.

—Esto es para usted.

Sus cejas se elevaron al ver el frasco de brillo verde.

—¿Qué es?

—Es… —¿Cómo podía explicárselo?—. Es una muestra. Para usted.

—¿Una muestra de qué?

—No lo sé —mentí—. Me gustaría que usted lo descubriese.

Parecía sentir curiosidad, pero todavía vacilaba; y entonces cierta tozudez le llenó el rostro.

—¿Descubrir qué?

Comencé a irritarme con esas preguntas tontas.

—Maldita sea, hombre… ¿no tiene usted iniciativa? Haga algunas pruebas…

—No estoy seguro de que me guste su tono —dijo envarado—. ¿Qué tipo de pruebas?

—¡Oh! —Me pasé la mano por el pelo mojado; semejante pomposidad no encajaba bien en un hombre tan joven—. Es un nuevo mineral, ¡eso ya lo puede ver!

Frunció el ceño, todavía más suspicaz.

Me incliné y dejé el frasco en los escalones.

—Lo dejaré aquí. Puede examinarlo cuando quiera, y sé que querrá hacerlo. No quiero malgastar su tiempo. —Me volví y comencé a recorrer el camino, mis pasos sonaban fuertes aun a pesar de la lluvia.

Cuando miré atrás vi que había recogido el frasco y su resplandor verde suavizó las sombras que producía la vela en su rostro. Gritó:

—Pero su nombre…

Sentí un impulso.

—Es Plattner-dije.

¿Plattner? ¿Le conozco?

—Plattner —repetí desesperado, y busqué una mentira más detallada en los oscuros recovecos de mi cerebro—. Gottfried Plattner…*

Fue como si lo dijese otra persona, pero tan pronto como las palabras salieron de mi boca supe que tenían algo de inevitables.

Ya estaba; ¡el círculo se había cerrado!

Siguió llamándome, pero caminé resuelto colina abajo.

Nebogipfel me esperaba en la parte de atrás de la casa, cerca de la Máquina del Tiempo.

—Ya está hecho —le dije.

Una primera muestra de la mañana se filtraba por el cielo cubierto y podía ver al Morlock como una silueta granulosa: tenía las manos unidas a la espalda y el pelo pegado contra el cuerpo. Los ojos eran enormes estanques rojos.

—No vas muy adecuadamente vestido —le dije amable—. En esta lluvia…

—Apenas importa.

—¿Qué harás ahora?

—¿Qué harás tú?

Como respuesta me incliné y levanté la Máquina del Tiempo. Giró chirriando como una vieja cama y se posó en el césped con un ruido seco.

Recorrí la estructura de la máquina con la mano; había musgo y trozos de hierba pegados a las barras de cuarzo y al asiento, y un carril estaba muy doblado.

—Puedes volver a casa, ¿sabes? —dijo—. A 1891. Está claro que los Observadores nos han traído de vuelta a tu historia original, la versión primera de las cosas. Sólo tienes que viajar hacia delante unos pocos años.

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