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Stephen Baxter: Las naves del tiempo

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Stephen Baxter Las naves del tiempo

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El Viajero del tiempo de H.G. Wells despierta en su casa de Richmond la mañana posterior al retorno de su primera partida al futuro. Apesadumbrado por haber dejado a Weena en manos de los Morlock, decide realizar un segundo viaje al año 802.701 para rescatar a su amiga Eloi. Pero al entrar en un futuro distinto y radicalmente cambiado, el Viajero se ve irremediablemente atado a las paradójicas complejidades del desplazamiento a través del tiempo. Acompañado por un Morlock, se encontrará consigo mismo, para ser detenido después por un grupo de viajeros temporales procedentes de un 1938 en el cual Inglaterra lleva 24 años en guerra con Alemania... Una novela sorprendente, repleta de aventuras y especulaciones que ha pretendido, con éxito, homenajear y reexaminar La máquina del tiempo de H.G. Wells.

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Pero lo que me emocionaba no era la realidad de la Multiplicidad sino lo que significaba para el destino de la humanidad.

El hombre —siempre me lo había parecido desde que leí a Darwin por primera vez— había estado atrapado en un conflicto: entre las aspiraciones de su alma, que eran de una arrogancia sin límite, y la base física de su naturaleza, que, al final, era lo que le sostenía. Creía haber visto, en los Eloi, cómo la mano muerta de la evolución —el legado de la bestia que llevamos dentro— destruía finalmente los sueños del hombre, y convertía su posesión de la Tierra en poco más que un breve y glorioso brillo del intelecto.

Ese conflicto, implícito en la forma humana, se había instalado, creo, como un conflicto en mi propia mente. Sí, Nebogipfel había tenido razón al decir que siento desprecio por el cuerpo; bien, ¡quizá mi comprensión de ese conflicto de millones de años era su causa! Había virado, en mis opiniones y argumentos, entre una desesperación triste, un desprecio de la cárcel bestial de nuestra mente, hasta un utopismo amable y algo tonto, el sueño de que algún día nuestras cabezas se despertarían, de un delirio en masa, y estableceríamos una sociedad fundada en los principios de la lógica, la justicia evidente y la ciencia.

Pero ahora, el descubrimiento —o construcción— y colonización de aquella historia final lo había cambiado tildo. Aquí , el hombre había superado finalmente sus orígenes y la degradación de la selección natural; aquí , no habría retorno al olvido de aquel mar primigenio y estúpido del que habíamos salido: en su lugar, el futuro se había hecho infinito, una escalada de historias sin final.

Sentí que había salido, finalmente, de la oscuridad de la desesperación evolutiva a la luz de la sabiduría infinita.

7. EMERGENCIA

¡Pero —si me han seguido hasta aquí puede que no les sorprenda leerlo— aquel estado de ánimo, una especie de aceptación tranquila, no persistió durante mucho tiempo!

Me dediqué a mirar a mi alrededor. Me esforzaba por escuchar, por ver cualquier detalle, la más pequeña mancha en la bóveda de luz que me rodeaba; pero durante un rato no hubo nada sino silencio infinito y un brillo intolerable.

Me había convertido en una mota incorpórea, presumiblemente inmortal, y me habían colocado en el mayor de los objetos artificiales: un universo cuyas fuerzas y partículas estaban dedicadas por completo a la Mente. Era magnífico, pero también terrible, inhumano y estremecedor, y cierto desaliento deprimente se apoderó de mí.

¿Había dejado de ser para pasar a algo que no era ni ser ni no ser? Bien, si así era —y esto es lo que había descubierto— todavía no tenía la paz eterna. Todavía tenía el alma de un hombre, con toda su carga de curiosidad y sed de acción que siempre han sido parte de la naturaleza humana. Soy demasiado occidental, ¡y pronto me harté de aquel intervalo de contemplación incorpórea!

Entonces, después de un intervalo sin medida, descubrí que el brillo del cielo no era absoluto. Había una especie de neblina en el límite de mi campo visual, un oscurecimiento sutil.

Creo que esperé durante épocas geológicas, y durante esa larga espera la neblina se hizo más evidente: era una especie de círculo alrededor de mi campo visual, como si mirase a través del agujero en una cueva. Y entonces, en medio de aquella apertura cavernosa y espectral, distinguí una nube irregular, una mancha frente al brillo general; vi una colección de barras y discos , todos indistintos, colocados como fantasmas sobre las estrellas. En una esquina había un cilindro de color verde puro.

Sentí una impaciencia apasionada. ¿Qué era aquella irrupción de sombras en el mediodía interminable de la Historia óptima?

La caverna que me rodeaba se hizo más clara; me pregunté si sería algún recuerdo emergente del Paleoceno. Y en lo que se refiere a la fantasmagórica colección de barras y discos, tuve la impresión de que había visto aquel conjunto antes: me eran tan familiares como mis propias manos, pero en aquel contexto transformado no podía reconocerlos…

Y luego me llegó el entendimiento. Las barras y otros componentes eran mi Máquina del Tiempo ; las líneas que oscurecían aquella constelación eran las barras de cobre que constituían la estructura fundamental del dispositivo; y aquellos discos coronados de galaxias debían de ser los indicadores cronométricos. ¡Se trataba de mi máquina original, que yo había creído perdida, desmantelada, y finalmente destruida durante el ataque alemán sobre Londres en 1938!

El ensamblaje de la visión continuó deprisa. La barras de cobre brillaban, vi que había algo de polvo en las esferas de los indicadores cronométricos y que las agujas giraban. Reconocí el brillo verde de la plattnerita que impregnaba el cuarzo dopado que formaba la estructura inferior. Miré abajo y distinguí dos cilindros anchos, gordos y oscuros: ¡eran mis piernas, vestidas con el equipo de jungla!, y aquellos objetos pálidos, peludos y complejos debían de ser mis manos, que descansaban sobre las palancas de control de la máquina.

Y ahora, finalmente, comprendí el sentido de la «caverna» alrededor de mi campo visual. Era el borde de mis ojos, nariz y mejillas en mi campo visual: una vez más miraba desde la más oscura de las cavernas, mi propio cráneo.

Sentí como si me colocasen en mi cuerpo. Dedos y piernas se conectaron por sí solos a mi conciencia. Podía sentir la palancas, frías y firmes, en las manos, y sentí una punzada de sudor en la frente. Era un poco, supongo, como recuperarse de la inconsciencia del cloroformo; lenta y sutilmente volvía a ser yo. Y entonces sentí un balanceo y la sensación de vértigo del viaje en el tiempo.

Más allá de la Máquina del Tiempo sólo había oscuridad —no podía distinguir nada del mundo—, pero podía sentir, porque sus bandazos se reducían, que la máquina se detenía. Miré a mi alrededor —recibí la recompensa del peso de un cráneo cargado sobre el tallo del cuello; después de mi estado incorpóreo parecía como si girase una pieza de artillería—, pero sólo quedaban trazos de la Historia óptima: un cúmulo de galaxias allí, y allá un fragmento de luz estelar. En los últimos instantes, antes de que se cercenase definitivamente mi lazo intangible, vi de nuevo el rostro redondo y solemne del Observador, con sus enormes ojos pensativos.

Luego todo desapareció y fui nuevamente yo por completo; ¡y sentí una descarga de felicidad salvaje y primitiva!

La Máquina del Tiempo se detuvo. Se desplomó a un lado y yo fui lanzado de cabeza contra la oscuridad más absoluta.

Hubo un sonido de trueno en mis oídos. La lluvia dura y firme golpeaba con fuerza brutal sobre mi cabeza y la camisa. En un momento quedé empapado. ¡Vaya una bienvenida a la corporalidad!, pensé.

Me hallaba en un trozo de césped empapado frente a la máquina caída. Estaba muy oscuro. Me pareció que me encontraba en un pequeño jardín rodeado de arbustos con hojas que bailaban bajo la lluvia. Las gotas rebotadas flotaban en una pequeña nube sobre la máquina. Cerca de mí oí el murmullo del agua, y de la lluvia golpeando en la masa de líquido.

Me puse en pie y miré a mi alrededor. Había un edificio cerca, visible sólo como una silueta contra el cielo gris carbón. Noté un ligero brillo verde que provenía de la parte de abajo de la máquina volcada. Vi que venía de un frasco, un cilindro de vidrio de unas seis pulgadas de alto: era una botella de medicina graduada de ocho onzas normal y corriente. Evidentemente la habían colocado en la estructura de la máquina, pero ahora se había caído.

Recogí el frasco. El resplandor verde provenía de un polvo en su interior: era plattnerita.

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